El vástago luciferino



Hubo un lejano tiempo en el que casi creí ser un humano. Según cuentan, mi llegada a este mundo no difirió en absoluto de la de los millares de niños que día a día son expulsados, en odioso despropósito, de sus húmedos y ambulatorios refugios prenatales hacia la enceguecedora luz de este planeta de castigo, cuyo penetrante hedor a muerte e infamias los hace romper de inmediato en un llanto sonoro y desgarrador que sólo el filósofo acierta a comprender del todo. Y, sin embargo, he escuchado que, mientras todos los demás retoños, recién anclados en las dársenas de este puerto de miserias al que los imprudentes otorgan el apresurado calificativo de vida, dedicaban las primeras horas de su vía crucis terrestre a gritar entre lágrimas sus reproches a la Providencia, o bien a entregar, algo más sabiamente, la aún tierna esencia de sus espíritus apenas adentrados en las espinas de este mundo al embriagador olvido del sueño reparador, yo podía ser identificado fácilmente entre ellos por ser el único que, en medio de todas las cunas, elevaba trabajosamente mi cabeza pelada y, con ojos serios y desorbitados, me esforzaba por penetrar el sortilegio del horrendo espectáculo que se ofrecía a mi recién estrenada visión, lleno ya de loco odio hacia esas novedosas figuras que me contemplaban con mirada paternal y benévola. Yo no pertenecía al orden común, y eso se notó desde el primer instante. Aun así, quizás resulte inequívoco para el observador avezado el que, en efecto, yo no me alejaba demasiado entonces del tipo humano, y que, de no ser por mi entrecejo furioso, podría haber sido tomado sin mayores dificultades por un niño más entre los millones y millones de productos genéricos que son vomitados cotidianamente hacia la máquina empaquetadora de la sempiterna manufactura de la vida. Acaso el viento no era de la misma opinión, pues había aullado con inusitada violencia sobre las tierras invernales que me habían recibido en este mundo, como adivinando perfectamente qué clase de ser demoníaco era el que acababa de nacer, concebido por una virgen y parido por una moribunda. Con todo, mi familia y la sociedad se empecinaron en darme una educación vulgar, y yo la acogí no sin renuencia, pero obediente. Y las múltiples posibilidades del carácter y del temperamento fueron configurándose en mí de un modo que no carecía de extrañeza y singularidades, pero que bien podían servir de alegato en favor de mi teórica naturaleza humana, toda vez que mi conducta espontánea, labrada por el rastrillo de las normas establecidas y enderezada por la estaca tutora de la pedagogía autorizada, daba acabadas muestras de no ser sino la de un infante común y corriente, que creía inocentemente advertir en el mundo la existencia de fundadas razones para dar preferencia a la senda del bien por sobre la del mal. Algunas voces opinaban, empero, que aquel niño de serena mirada mística pero de consternantes palabras filosóficas no podía ser sino el hijo del Diablo, a lo que se contraponía un coro de profesoras y madres que aseguraban con vehemencia que esa criatura no era sino la perfecta encarnación humana de un ángel. Y no se equivocaban. Aclararé que, pese a ello, jamás llegué a ver al amor jugar en el patio de mi hogar paterno; tanto mejor. Lo cierto es que abundaban las comadronas y gitanas que se santiguaban al verme pasar con mis cortos pantalones, y más a partir del inexplicable suicidio de mi primera niñera, de la que muy poco recuerdo. Mis infantiles juegos de aquella época eran algo extravagantes aunque inofensivos, y no podré negar que me entretenía enormemente haciendo flotar platos y enseres para asustar a la cocinera o incitando a los perros de la plaza a desconocer a sus amos y atacarlos, sanos esparcimientos solitarios que poco tenían que ver con la inhumana crueldad de las manadas de niños entre los que, por mi posición social, se me prohibía mezclarme, cosa que no lamentaba demasiado, puesto que mis escasos contactos con seres de mi misma edad tendían a resultar conflictivos en grado sumo y no pocas veces arrojaban consecuencias catastróficas para mi eventual interlocutor, lo cual solía valerme severas reprimendas por parte de mis mayores aun cuando mis pies no hubiesen abandonado ni por un instante el cándido reducto de la más absoluta inocencia. ¿Qué culpa pude tener yo de que, tras nuestro violento altercado por un juguete que decidí arrebatarle, el pequeño Norton muriese de fiebre durante la misma noche en la que, casualmente, la niñera me vio arrojar una extraña figura de cera al fuego del hogar? Habladurías de gente supersticiosa: mi conducta era siempre ejemplar, y mi aplicación en la tarea y en mis estudios llenaba de orgullo y admiración a las institutrices que me impartían cotidianas lecciones particulares; excepción hecha de mademoiselle Chausson, quien, tras aplazarme en aquella prueba escrita de francés, no volvió a ser vista por nadie, aunque numerosos miembros de la servidumbre aseguraban que por las noches la podían oír gritando desde distintos puntos de la casa, como si su alma en pena hubiese quedado atrapada para siempre entre los muros de la mansión o como si un sortilegio la hubiese vuelto invisible al ojo humano. Pero ¿quién podía dar crédito a semejantes supercherías y delusiones? Yo siempre fingí no oír nada. Sea como fuese, mi infantil entendimiento no encontraba jamás, en ninguno de estos episodios menores, razón suficiente para sospechar que en mis pueriles travesuras y hábitos se hiciese manifiesto algo fuera de lo normal: nadie me había explicado lo contrario. ¿Cómo iba yo a adivinar que no era del todo común que un niño aprendiese arameo, entre muchos otros idiomas y ciencias, de ese giboso duendecillo que todas las noches se introducía sigilosamente por entre los cortinajes amaranto de mi lecho de reposo para venir a sentarse sobre mi zona pectoral y hablarme de cosas prodigiosas? Y otro tanto podía decirse de las extrañas voces que llegaban a mis oídos cuando, escapando de la estrecha vigilancia de mis celosos preceptores, corría hacia los bosquecillos de mi residencia y me perdía entre los árboles añosos que poblaban la oscura floresta. A veces pronunciaba las palabras secretas y el Alala aparecía ante mí, pero yo no imaginaba que hubiese nada de malo en ello: para mí se trataba de una circunstancia perfectamente normal en la ordinaria existencia de cualquier infante, lo mismo que hacer brotar de la nada el blanquecino estigma de la lepra en la piel de quienes me contrariaban o encrespar con mi mirada las tormentas: ignoraba que estuviesen vedadas al común de los hombres esas proezas que para mí no constituían mucho más que meros ejercicios rutinarios. En suma, yo no contaba con indicio alguno para presumir que mi naturaleza no fuese anodinamente humana y que el futuro no guardase para mí el usual recorrido por las adocenadas sendas del entramado familiar, laboral y social: mucho se me ocultaban entonces los latentes e insoslayables signos que ya me delataban, y que me condenarían con el tiempo a transitar esta vida de abrumadora soledad y dolor en la que por ningún lado encuentro un lugar o un semejante. Y, por otra parte, al ocurrir aquel sangriento suceso mediante el cual podría haber intuido a tiempo la verdad, para así abandonar desde temprano mis estériles intentos de parecerme al ser humano y de adaptarme a este mundo, todos mis mayores se habían mancomunado, con éxito, para convencerme de que mi padre no se hallaba en el saludable uso de sus facultades mentales cuando, arrastrándome a una iglesia y recostándome sobre su altar, intentó apuñalarme con unas singulares dagas esotéricas y la policía se vio obligada a acribillarlo para preservar mi vida, de la que él quería deshacerse alegando que su hijo era una especie de Anticristo. ¿Qué podía saber yo? No por ser el Demonio dejaba de ser un niño.

1 comentario:

E. dijo...

La presente estrofa consta de una reescritura de Un ángel en ruinas, y va acompañada por un grabado del nacimiento del Anticristo.

Publicar un comentario

Casi todo comentario de los asombrados lectores ocasionales será tan bienvenido cuanto censurado: no es infrecuente entre los demonios amar el silencio. Sin embargo, cualquier planteo de guerra o disputa ideológica por parte de hombres o ángeles será atendido con gusto, siempre y cuando cumpla con el insoslayable requisito de no estar redactado en lenguaje adolescente y no incluir términos que parezcan vulgares y mundanos a los jerárquicos ojos de un demonio.