Los misterios del gusano



Extrañas voces resonaban de continuo en mi cabeza. El fenómeno me acompañaba desde las más tempranas etapas de mi pubertad, y, si bien siempre había fingido no concederle la menor importancia, lo cierto es que a menudo me dejaba ganar por el temor de que algún día mi cordura se viese finalmente quebrada. ¿Me estaría volviendo loco? ¿Qué podía significar esa incesante sinfonía coral de contrapuntísticas vocecillas que vibraban en mi cráneo, como una enloquecedora gota china, y que horadaban mis nervios hasta el punto de suponer ya una verdadera amenaza para el cada vez más tambaleante equilibrio de mi desfalleciente sanidad mental? ¿Es que nunca querrían callarse de una vez? Por mucho que golpeaba mi cabeza contra los muros, emulando la recia contundencia con la que el ariete embiste los portales de un castillo asediado, me resultaba del todo punto imposible apagar ese babélico pandemonio de susurros para envolverme por fin entre las salutíferas alas del silencio. La paz era un bien desconocido para mí, y, aunque ninguna de esas evanescentes voces me ordenaba matar, lo mismo me entregaba al ejercicio del asesinato para intentar paliar un poco la colérica furia que engendraba en mi ánimo esa ruidosa injusticia labrada en contra de mis atribulados lóbulos cerebrales. ¿A qué podía deberse ese odioso taladro de acentos que, reales o imaginarios, invadían noche y día mi mente a través del más variado surtido de timbres y tonos, abarcando con holgura todo el extenso rango de las tesituras vocales registradas por el oído humano? A la hidra de mi conciencia no podían esas sibilantes modulaciones pertenecer, puesto que, como un Heracles jugando con las serpientes enviadas por Hera, había estrangulado todas sus cabezas ya en mi cuna. ¿Obedecería acaso ese funesto calidoscopio coral a los fantasmagóricos intentos por ingresar a este mundo de las almas de mis víctimas, que, azuzadas por las negras erinias de justicia, me perseguían vengativamente con sus lamentos quejumbrosos? ¡Ay!, ¿y es que nunca, nunca querrían callarse de una vez? ¡Deponed ya vuestro inútil acoso, vagas inflexiones espectrales que en vano intento alejar pegando manotazos en el aire circundante: no me arrepentiré de aquello que he perpetrado! ¿Qué venís a hacer a este mundo del que ya habéis sido expulsadas por mi mano, como espíritus errantes que retornan en la noche para reclamar las heredades de las que alguna vez se vieron violentamente despojados? No pienso ir a depositar en un camposanto vuestros huesos sin reposo. Mas ¿a quién quiero engañar? Ya no puedo resistir esta cacería de la que me hacéis víctima. ¡Oh, apiadaos de mí, vindicativas mensajeras paranormales, os lo suplico mientras me prosterno en contrita actitud: liberadme de este calabozo sonoro, cesad en vuestras hirientes letanías de venganza, y restituidme al imperio de la paz! ¿Qué debo hacer para aplacar vuestros furores de ultratumba? Hablad, ultrices ministras, mas sed concisas pues ya no os soporto. No habré de rehuir a penalidad o empresa alguna que impongáis a mi destino, con tal de que eso sirva para acallar el inagotable manantial de vuestras sombrías coloraturas. ¡Vamos! ¿Os negáis a dictarme la severidad de un castigo expiatorio? ¿Es que no descansaréis hasta hacerme enloquecer? ¡Ah, funestos graznidos, que estalláis en horrísonas risotadas como una bandada de grajos: ahora sabréis de lo que puedo ser capaz al ser desbordado por los torrentes de la ira! Sí, ya veréis; encontraré la procedencia de los fluctuantes murmullos con los que me atormentáis desde el inicio de los tiempos y os estrangularé una tras otra sin perdonar a una sola de vuestra polifonía espectral, aunque para ello tenga que viajar hasta el limbo mismo a fin de dar con vuestros metafísicos paraderos. Pero ¿qué es eso que llega a mis oídos ahora? Una voz se eleva por sobre las demás, fervorosa, como si fuera un corifeo trágico que deja atrás al resto del coro para desarrollar, en soledad, el decurso de la acción entonando un lúgubre recitativo secco. Por un instante creí que su procedencia era la de ese cadáver sacerdotal que, tendido a un lado del altar de esta iglesia abandonada en la que habito, lugar donde lo dejé al quitarle la vida que latía en su pecho, lleva ya bastante tiempo en estado de descomposición. Los acentos llegan a mí con claridad; escucharé, pues quizás en sus palabras se encuentre por fin la satisfactoria explicación para este sobrenatural misterio:

«Lucifer es mi pastor, nada me puede faltar. Él me hace descansar en corruptas sustancias y repara mis fuerzas; me guía por el recto sendero. Aunque camine por el valle de la sombra, no temeré mal alguno, pues él está conmigo: su vara y su cayado me infunden confianza. Y a él dirijo ahora mis preces, con doblados anillos, aunque no sea yo más que un mísero gusano necrófago retozando junto a mis hermanos en estas lívidas ruinas humanas. No es mi deseo importunarlo con mis humildes plegarias, ni mucho menos entorpecer sus divinas labores con mis insistentes salmodias, pero soy su criatura y tengo derecho a descargar en su oído la pesada carga que llevo en mi corazón. Cuando su mano creó nuestro mundo, asesinando a un hombre para darnos esta tierra fértil en recursos y alimentos, nos confirió el milagroso don de la vida, y por ello le agradezco. Dicen que nos hizo a su imagen y semejanza, aunque menores en magnificencia y tamaño a su egregia efigie de serpiente, como invertebradas e inofensivas copias de su ser. ¡Es que nada puede igualársele! Y nada puede igualar tampoco su misericordia y su bondad. No conforme con habernos concedido la existencia, él nos ha dado este inagotable maná que es todo nuestro sustento, así como este benigno clima que favorece el proceso de licuefacción de nuestro suelo. Hay quienes afirman que nuestro Padre se ha olvidado de nosotros, o incluso que nos ha hecho sin querer, que sólo hemos sido un fatal accidente, pero en la abundancia de la corrupción que nos nutre encuentro prueba suficiente de que su Providencia vela por nuestro bienestar. Y cuando nuestras fatigas en este magma putrilaginoso hayan terminado, nuestras almas serán recibidas en su seno; pues somos sus hijos. Mas la ingratitud anida en nuestra conducta. Mis hermanos, entregados a la explotación sistemática de todos los recursos naturales que nos ofrece con generosidad este verdadero jardín del Edén, este idílico paraíso donde no existen ni la enfermedad ni el hambre, no dirigen nunca sus pensamientos hacia el más allá; viven como si sus voraces apetitos fuesen la única realidad posible de este mundo, su única explicación y fundamento. Pero yo elevo mi mirada por encima de este patrio cadáver que nos vio nacer, oteando el horizonte con mi rudimentario sistema fotorreceptor en busca de distantes esferas que no me atrevo a imaginar, y me empequeñezco ante la pavorosa magnitud que el universo parece esconder a nuestros ciegos ojos. ¿Será verdad que en las lejanías siderales existen otros cadáveres habitados por seres similares a nosotros? Y, en caso de ser así, ¿serán esos mundos también creación del Magno Ofidio, o serán obra de otros dioses? Sólo tengo una mente de gusano; nada puedo saber. ¿Qué lo habrá movido a hacernos? Veo a menudo en mis hermanos, cuando llegan a una provecta edad, la aparición de legítimos conatos de reproducirse y engendrar nuevos vermes. ¿Existirá también en una esencia espiritual como la de los dioses un deseo así? En tal caso, su amor hacia nosotros ha de ser el amor de un padre. He oído decir que, tras crear nuestro mundo y darnos la vida, descansó: ¿existe alguna garantía de que haya alguna vez despertado? No quiero pensar que, al rezarle, estamos hablando solos. Los sacerdotes afirman que nuestra distante primera generación de antepasados cometió una atroz transgresión, probando el fruto del saber que reposaba en las enramadas frondas de la edénica corteza cerebral de nuestro mundo, lugar que sus descendientes no hemos llegado a conocer. Desde entonces, no es sin fatiga que obtenemos la pultácea materia que constituye nuestro sustento, y una condena pesa sobre nuestras almas hasta que cierto mesías vermiforme llegue y muera por todos para expiar aquel pecado original. Pero nosotros, hijos de la culpa aunque jamás hayamos cometido un solo acto injusto en nuestras vidas, debemos someternos a la pena y agradecer aún. Somos pecadores por herencia, culpables genéticos, pues así está escrito en antiguos códices epiteliales que nuestros clérigos han llegado a leer, ¿y quién puede poner en duda los dictámenes de la palabra del Señor? Aun así, ignoro por qué también yo, que nunca he pecado de obra ni de pensamiento, debo cargar con esa cruz. ¿Acaso mi mera existencia es afrentosa para el Creador? ¿Es ese el alabado don que se me ha dado forzosa e inconsultamente, un don cuyo mero recibimiento me hace culpable y pasible de castigos eternos? Mas confío en la sabiduría y la misericordia de aquel que me engendró: sin duda nuestros sacerdotes han de haber malinterpretado sus signos. Yo quiero creer. Caso contrario, ¿cómo podría mi vida desarrollarse sin la fuerza que mi fe en la existencia del Altísimo me brinda? Cuando soy víctima de injusticias, desplazado por mis hermanos más vigorosos, que se aposentan brutalmente sobre los platos más codiciados pese a que yo había llegado a ellos primero, ¿cómo podría consolarme si no fuese por medio del conocimiento de una justicia eterna, que tarde o temprano sobrevendrá, alcanzándonos a todos? Y entonces los que se han aprovechado de los débiles arderán, y entre indescriptibles agonías harán rechinar sus órganos masticadores. Así lo ha asegurado el sumo sacerdote; y yo le creo. El Artífice vela sobre nuestro mundo y con su ojo todo lo ve, para que la injusticia nunca salga victoriosa. Y si no soy resarcido aquí de todo aquello de lo que se me ha despojado, lo seré en el otro mundo; pues él nunca consentiría que sucediese de otro modo. ¡Cuán grata es la vida a su eterno e insobornable amparo! Amo vivir. Y es por eso que te rezo devota y fervientemente, oh divino Dragón: para que me acojas bajo tu ala protectora y te acuerdes de mí. No puedo saber si somos tus únicos hijos o si has dado lugar a otros mundos con tu sanguinario puñal creador; no puedo saber si observas omniscientemente a tus criaturas o si las has dado al olvido a todas, ocupándote sólo de tus predilectas o bien de las más recientes; no puedo saber si nos amas o si nos odias o si te somos por completo indiferentes... ¡no puedo saber siquiera si existes o no, Hacedor, o si algún día, mediante el irrefrenable proceso colicuativo que, producto de nuestra imprudente voracidad, destruye el medio ambiente por ti creado, pondrás fin a nuestro mundo y nos despojarás para siempre del tejido necrótico que nos permite existir!, pero, en cualquiera de los múltiples casos enumerados, espero que puedas oír esta súplica que elevo hacia ti entre los humos del sacrificio y orlado por los sagrados atributos de la devoción. ¡Escucha mi plegaria, flamígero Lucifer! Escucha mis humildes aunque irreprochables clamores de justicia, aparta de mí toda duda y, sin escatimar tu clemencia, no difieras enviarme una clara señal. Pues tú me has hecho, y amarme es tu deber».

1 comentario:

E. dijo...

Las devotas oraciones del gusano, tan similares a las del humano, son acompañadas por una obra apocalíptica de Odilon Redon (1840-1916).

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