Gangrenas del alma



He abandonado hoy, después de mucho, la negra torre que me da refugio desde que he llegado al mundo de los hombres, y huello ahora, en la indecisa penumbra de una madrugada saturada de neblinas, las inhóspitas tierras de la nación que fue maldita con mi nacimiento. Ignoro hacia qué destino se dirigen mis pasos, pero mi morada ya no es capaz de contener los violentos pensamientos que me acosan. Aún no he llegado a la primera esquina y ya se recorta contra el horizonte de mi mirada una silueta repugnante. En efecto, es un humano. Querría regresar a mi cubículo, pero el ser me ha visto y mi orgullo me impide, por ello, dar media vuelta ante él y correr así el riesgo de dejar la imagen de alguien que no sabe hacia dónde va. Es lo lógico. Se acerca; de improviso cae, cubierto de sangre, y comienza a arrastrarse como en el dolor de la agonía: me ha reconocido. ¡No te alejes, débil criatura que en vano intentas desembarazarte de mi cercanía con tus inútiles vade retros!, deseo dialogar contigo. Te advierto que de ningún provecho habrán de serte esos desesperados llamados de auxilio con los que intentas perturbar el sueño matinal de tus semejantes, pues mis poderes de las tinieblas obran ya sus sortilegios alrededor y atan a todos los hombres circunvecinos a sus lechos con poderosas e invencibles cadenas, insuflándoles nuevas pesadillas de muerte y de locura. Pero ¿qué es esa cruz que llevas colgada del cuello? Ahora comprendo tu mirada de horror, y la considero justa: no ignoras quién es el alado ser que se yergue frente a ti, con sus garras aún manchadas con el rojo icor de tu sangre. Así es que, con todo, te aferras a tu cruz, humillada y temblorosa ante mí como un pusilánime argivo ante Héctor. No importa: he visto cosas peores en mi vida, como comunistas que no sabían jugar al ajedrez con dieciséis peones. No es a necrotizar tu alma a lo que he venido, oh, tú que desciendes de los monos, pero ¿te has preguntado en qué momento de la evolución aparece, el alma? Quizás el alma no haya evolucionado y tengamos todavía hoy espíritus unicelulares. En ese caso, me gustaría reencarnar, tras mi esperada muerte, que, a menos que muera en secreto, será festejada por todos, en un virus letal. ¿No querrías tú, por ejemplo, resurgir en la agonizante raza de la viruela y, realizando hechos de heroica grandeza para tu nuevo pueblo, cantados más tarde por todos los bardos del mundo microbiano, salvarla de la extinción y, llevando a las legiones de cepas variólicas bajo tu mando a un nuevo período de esplendor, asolar naciones enteras, matando incluso a los propios descendientes de tu anterior vida humana? Pero no es probable que el alma exista, sino únicamente las causas naturales. El árbol surge de una semilla: eso es natural. ¿Quién les explica, entonces, a las hormigas de dicho árbol, bastante ignorantes en botánica, que no fueron ni ellas ni aquel creados por un dios-termita con el extraño propósito de otorgarles, más tarde, una vida eterna compensatoria a supuestas almas suyas? Mas el hombre, a diferencia de la hormiga, necesita indispensablemente de un Dios para dar sentido a su efímera existencia. Así, se ha ocupado de que todos los opuestos conduzcan a él: si una niña sana de su enfermedad, «fue un milagro»; si muere, «Dios se la quiso llevar consigo». Pero yo he visto a Dios comprar pochoclo cinco minutos antes de las mejores catástrofes; y no seré yo quien lo culpe. Si un adaptado social (inadaptados son los honestos) me roba la billetera, Dios lo castiga durante tres cuartos de eternidad (pues no lo castigó durante el cuarto de eternidad previo a su nacimiento); acto seguido, envía Él mismo un terremoto que destruye mi hogar, mata a mi familia y no me deja sino la otra billetera, vacía: esto le agrada, y su propio crimen queda impune. Por eso debemos la lógica a los griegos: Zeus era mucho más coherente que el inculto Yahveh. ¡Ay de nosotros si nuestra lógica la hubiese cimentado Moisés! Los terrores silogísticos serían hoy los más ominosos de la Tierra, y las copiosas películas de terror que se producen año a año cambiarían toda su fauna de tiburones, dinosaurios, pirañas, anacondas, tarántulas, ornitorrincos, escritores y medio manual de zoología más por premisas mayores, premisas menores y conclusiones. Humano, no era mi propósito infectar tu espíritu, pero advierto que mi discurso, vale aclarar que meramente portador, ha dejado muy bajas las defensas de tu alma, ya inmunodeficiente. El artista puede fecundar con sus ideas otras mentes, mas también contagiarles sus enfermedades. No es mi culpa si el eficaz taladro de mis verdades ha maquillado tu rostro con el matiz de la agonía. ¡Pero basta! Hace rato que tu cuerpo ha dejado de moverse y de respirar, y los pútridos miasmas que de él se exhalan han comenzado a ofender la intrínseca sensibilidad de mi olfato. Es hora de retornar a mi negra torre y dejarte descansar, oh, futura tierra patria de laboriosos y sapientísimos gusanos que habrán de escribir, con sus históricas obras, modélicas y memorables páginas de integración social, organización estatal, personería jurídica y aprovechamiento de recursos. Te abandono para que seas el irrisorio Edén en descomposición en el que ellos, creyéndome con toda razón el piadoso y benévolo dios que creó su mundo y les confirió el milagroso don de la vida, me venerarán por todo el resto de sus existencias de plácida necrofagia y beatífica corrupción. ¡Que tu alma gangrenada sea con tu Dios!

1 comentario:

E. dijo...

Quien ha tenido la gentileza de ilustrar al muerto que escucha mis desvaríos no es sino el noruego Theodor Kittelsen (1857-1914), que dio a esta obra el título de Fattigmannen.

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