El flagelo de las brujas


Mucho se engañan quienes, al abismar vanamente la sonda de sus gratuitas elucubraciones en las vorágines psicológicas que pudieron o no dar origen a la augusta rebelión que, milenios ha, encabecé en el firmamento contra el dominio soberano de mi Antagonista, extraen la precipitada conclusión de que alguna vez abrigó mi ánimo el desventurado propósito de erigir mi sombrío visaje en la efigie de un nuevo dios. ¿Acaso no llegó jamás, a ninguno de estos presuntos doctores de la psiquis y exploradores del alma, la noticia de lo solitaria, lo fatigosamente triste y solitaria que puede llegar a ser la condición de divinidad suprema? Así como el rey envidia la libertad de sus vasallos, libertad para cantar, para reír, para llorar, para inspirar afecto a sus semejantes antes que temor, así un dios, necesariamente, envidia a las inocentes y despreocupadas criaturas de su propia creación, y sueña con que su poder se incremente alguna vez lo suficiente como para alcanzar la mirífica capacidad de crear dioses de su misma talla antes que hombres y bestias, de modo tal que le sea posible perder entre ellos todo atributo divino y ser uno más en una comunidad de deidades que puedan considerarlo un opaco e intrascendente igual. ¿Qué mayor dicha puede haber para un dios que la de, siquiera por un instante, dejar de ser considerado uno? Lejos de mí la insensata locura (y no es sino un demente quien empuña la pluma del desvarío sobre estos amarillentos pergaminos de vesania) de aspirar a revestirme en los deslumbrantes fulgores de un demiurgo hecho para la adoración. Y, sin embargo, ni aun siendo apenas un demonio he podido sustraerme a esta lacerante condena que resulta, evidentemente, por completo desconocida a los vacuos mortales que se atreven a juzgar mi conducta. ¿Es que no lo entendéis? ¡Nunca quise ser un objeto de culto! ¡Nunca quise que algo tan abyecto como el humano se arrodillase ante mí y me considerase un dios! Tales eran los pensamientos que azotaban mi mente mientras por vez primera me dirigía, bajo la forma de un murciélago, hacia el monte Brocken a fin de presenciar, sin ser visto, el infame aquelarre que brujas y hechiceros celebraban todos los años en mi nombre durante la temible Noche de Walpurgis. El aire a mi alrededor se preñaban de visiones fantásticas, y la luna, redonda y brillante, se envolvía entre opacos velos grisáceos, como temerosa de mirar. Por todas partes el batir de mis alas se veía sobrepasado por extraños fuegos fatuos, presencias fantasmagóricas, larvas diáfanas, homúnculos inexplicables, brujas de todas las edades que volaban desnudas a horcajadas de gatos y escobas, hechiceros que montaban sobre machos cabríos, y antiguos vasallos infernales que a menudo acudían al sabbat para hacerse pasar por mí. Pronto todos esos seres, junto a muchas otras aberrantes criaturas y quimeras que ni el Bosco podría haber soñado, estuvieron congregados sobre la rocosa y pelada cima del monte, de modo que me puse a sobrevolar en círculos para observar el ritual. No faltaban allí venerables ministros de la Iglesia, encumbrados hombres de Estado, monjas recatadas, ciudadanos intachables y damiselas mojigatas, y en los ojos de todos brillaba el fulgor de la apostasía. Los primeros fuegos se encendieron, junto con braseros que empezaron a difundir singulares aromas psicotrópicos. La espantable concurrencia formó entonces una ronda, y pronto pude oír rítmicos tambores dignos del Tofet acompañados por horrísonos cánticos y letanías que rasgaban el espectral silencio de la noche. Una oscura figura se encaramó en un sitio elevado, y una mujer desnuda se postró ante él sobre piernas y manos para oficiar de altar. El sacerdote satánico abrió un grimorio de sangrientos caracteres, encuadernado en piel humana, y dio inmediato inicio a una misa negra en la que ni un solo elemento de la liturgia cristiana dejó de ser parodiado e invertido. Se entonaron a continuación antífonas heréticas y cantatas impías. Por último, un bebé robado de su cuna fue llevado al altar y apuñalado mientras la feligresía coreaba una y otra vez mi nombre en éxtasis infernales, en místicos raptos de inusitada coloratura blasfematoria. Varios cálices fueron llenados hasta sus bordes con la sangre del infante y comenzaron a circular de mano en mano. Terminados los sacramentos, todos mis adoradores, como poseídos por espíritus del Infierno, se lanzaron unos sobre otros y comenzaron a despedazarse en una bestial orgía de lujuria y enajenación, mientras íncubos y súcubos volaban de un lado a otro y los neófitos eran entregados al salaz Bafomet. No necesité ver más, por lo que, envuelto entre los aullidos, risas y gemidos de los alienados prosélitos, remonté mi vuelo hacia los profundos abismos de la noche. ¿De modo que eso era lo que habían inventado los hombres como forma de rendirme culto? ¿Podía ser que no hubiesen entendido nada, pero nada de lo que les había enseñado con mi ejemplo? Yo me había rebelado, poniéndome de pie ante el profanado altar de Dios, ¿y ellos en vez de imitarme se arrodillaban? ¡Ay, qué lejos se hallaba mi vetusto engranaje neuronal, al imaginar a mis seguidores entregados a sus ritos satánicos en el bostezo de decrépitas capillas abandonadas o en oscuros bosques desolados, de avizorar la triste realidad!: los satanistas no suponían un eco de mi pena, un séquito capaz de comprender mi solitaria miseria y abrazarla, sino que dibujaban ante mí la innoble silueta del prosternado adorador. Eran cristianos que, en lugar de venerar una cruz, habían elegido cambiarla por un pentagrama. Y eso era todo: el cristianismo seguía allí, dentro de ellos, triunfante y victorioso, aunque en una nueva forma que sólo invertía la anterior. Las mismas devociones, las mismas inclinaciones, las mismas reverencias, el mismo temor genuflexo ante una entidad superior... ¿Qué relación podía haber entre mi orgullo autodestructivo y esclavos tan abyectos como esos? Sí, se habían rebelado contra un dios, como yo, pero sólo para acto seguido caer de rodillas ante otro. ¡Fatal error! Si ni siquiera habían podido entender de mí lo más simple, ¿cómo podía yo esperar que entendiesen todo lo demás, infinitamente más profundo? Si lo que querían era celebrar lúbricas bacanales lejos de la severa mirada de la Iglesia, no me necesitaban a mí como excusa, y mucho menos mancillar mi egregio nombre. Bien podían las brujas volver a sus hábitos de ménades y dejar a mis viejos soldados, gallardos guerreros ahora domesticados y reducidos al infame papel de demonios familiares y gatos negros, en paz. Toda su idolatría a mi persona era un humillante insulto a mí y lo mío: no hay soledad como la de quien, en vez de iguales, cosecha adoradores. ¡No sin razón nunca había querido ser un objeto de culto! ¡No sin razón nunca había querido que la rastrera humanidad se arrodillase ante mí y me considerase un dios! Tales eran los pensamientos que azotaban mi mente mientras por vez primera me alejaba, bajo la forma de un murciélago, del macizo de Harz. Puse entonces inmediata dirección hacia uno de los principales centros de poder eclesiástico y, recuperando mi figura humana, no tardé mucho en fundar la Santa Inquisición y volverme uno de los más temibles y eficientes flagelos de las brujas. Torturé y ejecuté entonces sin misericordia a miríadas de adivinas, hechiceros, nigromantes, ensalmadoras, taumaturgos, ancianas devotas, hombres opulentos y bellas doncellas por todo el continente europeo. Y, cuando visité por segunda vez el Brocken, lo hice ya como inquisidor general y procedí a diezmar a mis bochornosos acólitos en purificadoras hogueras cuyas llamas alcanzaron a lamer las temblorosas murallas del Cielo y chamuscaron las plumosas alas de más de un ángel distraído. Porque si hay una cosa en este inmenso y enloquecedor universo de desdichas que no estoy dispuesto a tolerar, si hay algo que nunca me avendré a permitir, es parecerme en algo, por leve que sea, a aquel funesto Tirano de las nubes que de todos exige ser alabado con dobladas rodillas.

5 comentarios:

E. dijo...

Nunca den este compendio de negro y satánico saber por terminado: el demonio tiene aún mucho que cantar. La "Abadía en un bosque" de Friedrich tiene el raro deshonor de acompañar las luctuosas reflexiones de un dios que desespera por opacar su majestad.

fernando braz dijo...

exánime belleza, es lo que encuentro cada vez que me detengo en sus palabras. me sorprende su comprensión de aspectos de la naturaleza humana tan ásperos y otros tan ligeros. y aunque no lo haya pensado para el sentido que yo le encuentro me sirven de gran compañía.

quisiera compartir con ud. un pequeño fragmento, sólo porque, por el espíritu que encierran las palabras cuando diseñadas para encarcelarles sé que lo ojeará, y con solo hacerlo serán juzgadas con mayor justicia que las de mi amada
<<
de uma sombria, amortecida e mesquinha tristeza
fala doutoralmente
nô mais dũa estrela errática e logínqua
as lágrimas lhe alimpa
pois o amor treme deles.

supor-se que brila com luz alheia …
não dobradas, não fingidas, a do sol, a do céu,
foi criado pela hespéride (tú so)
onde os montes hiperbóreos aparecem.
>>

E. dijo...

Qué gusto encontrarlo visitando estas landas hostiles y ásperas. Debo admitir que mis conocimientos del idioma portugués oscilan de débiles a nulos, por lo cual, a pesar de que llego a percibir que ha forjado una firme armonía entre bellos vocablos y nobles ideas, juzgar un fragmento poético en dicha lengua es algo que tal vez exceda mis capacidades. Por el momento habré de deberle mi veredicto, no sin avergonzarme por mi ignorancia. Salud.

Anónimo dijo...

me surgió, súbitamente, un pequeño fausto por esa mujer,
lo puede leer en https://docs.google.com/leaf?id=1eZRxSrndVgbMzpob4SAhs9RtOv232V86eC5R3dEPJVFanXX5cIR9SFEclO1e&sort=name&layout=list&num=50
gracias por sus palabras.

E. dijo...

Aunque de aspecto inconcluso, su extraño abordaje del mito fáustico me ha dejado sin palabras. La mentira sobre lo eterno femenino ha quedado abolida ante la cruda verdad de la cafeína y el opio.

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