Heraldo de la noche eterna



Ya a mis ojos se ofrece el nefando cuadro del breve aunque intolerable plazo anual en que la humanidad, con toda la viscosa cohesión que le suele ser característica, se precipita, en monolítico conjunto, hacia la alegre intrascendencia de unas insensatas ceremonias festivas que, renovándose año tras año como un gris ritual de monotonía que es acatado sumisa y obedientemente por toda la exangüe masa del rebaño universal, me llenan de confusa repulsión y me obligan, para no sucumbir en medio de lacerantes oleadas de odio, a encerrarme entre las decrépitas murallas fortificadas de los torreones de mi más aséptica indiferencia. Simposios, estruendos, obsequios, grescas familiares y un inagotable muestrario de fatídicos adornos alusivos al nacimiento de aquel Nazareno que, aunque su tergiversada y parcial versión de la historia no lo registre, muy cerca de la muerte estuvo al enfrentarme en el campo de batalla, cuando todos los arcángeles corrieron a él e hicieron chocar, no sin suerte, sus seis espadas de luz contra mi temido tridente de llamas, son sólo algunos de los sonajeros con los cuales la pueril simpleza de los hombres es exitosamente embobada en estas fechas a fin de fusionarse en una única saturnalia mundial de artificiosa y resonante estupidez. Y, sin embargo, en estas épocas en las que toda la potencia activa de mi furia debería focalizarse, de manera homogénea y concentrada, en el incoherente e insoportable fenómeno de las celebraciones humanas, otras preocupaciones más urgentes y legítimamente inmediatas la dispersan, sin que yo pueda evitarlo, hacia una problemática que me aqueja con mayor intensidad y con un desagrado para nada menor. Y es que el comienzo del estío, apogeo de aquel gran enemigo mío llamado Helios, que en estas mismas semanas se abate sobre el austral hemisferio secundado por toda su grosera corte de rayos luminosos y calores agobiantes, es un tiempo de perenne lucha y desazón para mí, hijo del invierno y de la noche como soy. Se equivocan palmariamente quienes suponen que tras mis hábitos noctívagos y mi imperecedero odio al Sol se oculta la efigie de un vampiro, pues la sola idea de sorber la putrefacta sangre de algo tan repugnante como un ser humano y de morder un cuello sucio y sudoroso, deberían adivinarlo, podría resultar para mí algo infinitamente peor que un suicidio. Pues no: mi guerra contra Febo no es similar a la de mi viejo camarada Nosferatu, con quien tantas víctimas hemos apostado jugando a los dados en las monótonas noches transilvanas, sino de otra índole, tan singular que es digna de formar parte de este diario infame cuyas sueltas páginas se apilan bajo la piedra filosofal en cuya búsqueda tantos alquimistas consumieron su vida sin saber que yo la empleaba de mero pisapapeles: he aquí, pues, la sucinta relación de mi eterna enemistad con el Sol y el verano, estación que detesto dado que su tórrido clima embota mis facultades mentales y su menor extensión nocturna roba tiempo a los vicios y crímenes que pueblan todas mis noches. Cuentan que tuve una madre. Según crónicas de la época que figuran sólo en libros prohibidos cuyos títulos será mejor que calle puesto que sus contenidos podrían fulminar la razón del lector (y necesito de esa razón para que entienda lo que aún escribiré de aquí al final de mi estrofa), cuando esa humana se hallaba encinta de mí, Apolo la atacó con toda su poderosa escuadra de rayos a fin de aniquilar cuanto antes la terrible amenaza nocturnal que se desarrollaba en su vientre, el cual, según todos los vaticinios, portaba a un peligroso heraldo de la noche eterna. No logró su cometido, y el invierno meridional me vio nacer en una gélida víspera en la que el Sol se escondió antes de hora, temeroso de mi funesta llegada a este mundo; no obstante, aquellas primeras hostilidades rindieron tardíamente sus frutos, puesto que, al poco tiempo, la parturienta murió de las heridas labradas en su piel por las envenenadas saetas del Astro furibundo: la guerra había comenzado. Y mientras aquel primer daño colateral de nuestra desatada beligerancia era sepultado para siempre bajo una silente losa de mármol, yo alcé mi vista hacia el dorado Arquero con rencor y, en un deletéreo susurro, proferí tremendos juramentos de tiniebla y de venganza que estremecieron el orden planetario: no por el asesinato de mi madre, hecho que a fin de cuentas no me molestaba tanto, sino porque bien comprendía yo que, al matarla, sus flechas habían ido dirigidas contra mi corazón, y, si bien no lo habían logrado herir pues se hallaba tallado en roca viva, o, mejor aún, en roca muerta, siempre fui de juzgar las acciones por su intención antes que por su a menudo equívoco resultado. Terminado mi juramento, los siete hijos del Sol, aterrados por mis negras palabras de muerte, se dieron a la fuga ante mi mirada y ya nunca más me fue posible verlos con claridad: es desde entonces que soy daltónico y que la irisada belleza de los colores y de sus sutiles cromatismos se encuentra vedada a mis ojos. Lejos de considerar esto una nueva afrenta, aunque de índole más bien pintoresca, reí sardónicamente en lo alto de las montañas: no ignoro que los colores son sólo un engaño más del cerebro animal, producto de esa luz que es una breve chispa en la historia del cosmos y que, por lo tanto, muy pronto volverá a ser consumida para siempre en el reino del caos y la antigua noche. Pues, a diferencia de la oscuridad, que existe desde antes del big bang y que existirá después del fin de todo, la luz es mortal. Que el humano, así pues, se afane cuanto quiera por memorizarse los nombres de los colores que percibirá durante tan sólo un efímero puñado de años; yo, en cambio, aprendí, antes bien, a ver en la oscuridad y a diferenciar entre toda la vasta y bella gama de matices del negro que el ojo humano no discierne, y que es lo que tendremos que contemplar en nuestras agusanadas tumbas metafísicas para siempre. Y la noche eterna llegará, en efecto, pues no de otro modo habrá de terminar mi colosal y titánica batalla contra el fulgurante Hiperión, que día a día disipa las sombras de mi amada Nótt y que año a año destierra por seis meses a mi nivoso padre Uller a su habitual y solitario exilio en los fiordos islandeses. Sí, falcónido Ra, es a ti a quien hablo erguido solitario sobre este promontorio de roca granítica, a ti que, ya sin poder herirme como cuando en mi niñez tus calores sofocantes alteraban mi baja presión sanguínea y teñían de vertiginoso carmesí mi vista, te ocultas tras los velos de Nefele, encandilado sin duda por la infernal negrura de mis lóbregos ojos de eclipse que enceguecen tu mirada y la anegan en dolorosas lágrimas: no temas, pues no es aún el momento de mi golpe. Aprende de mí, que, pese a que tengo terminantemente prohibida, por todos los ministros de la ciencia dermatológica, la funesta exposición a tus afilados dardos bajo pena de inevitable óbito, te enfrento, no obstante, cara a cara sin temor. No me verás huir y arrastrarme hacia las sombras como a un simple vampiro o demonio lucífugo, sino que deberás soportar el potente trueno de mi gallarda voz y enfrentar, con más arrojo del que has mostrado hasta ahora, una guerra de igual a igual contra un poder que, bien puedes advertirlo, no se ha de arredrar tan fácilmente por las insignificantes heridas que tus rayos no dejan de provocarle en su epidermis. No hace falta que corras, turbado, a esconderte tras esas nubes que, como obedientes hijas engendradas por ti en el vientre del Océano, se apresuran a interponerse entre su padre y mi reconocida maldad, pues hoy sólo estoy aquí para reprocharte, casi con la misma urbana cordialidad con la que un caro amigo te amonestaría por un simple desacierto, por los numerosos servicios que prestas a esa detestable raza de la que eres en parte patriarca y guía, lo cual es fielmente testimoniado por el candoroso tributo que, como a un dios paternal, nunca han dejado de rendirte, bajo distintos nombres, todos sus pueblos. ¿Es que acaso no notas que al donarles, con tu benigna luz diurna, el tiempo suficiente de trabajo para que fructifiquen y no se extingan, al dar sazón a sus frutos y hacer crecer sus mieses, al dar vida a su ganado y alegrar sus mugrientos apiñamientos vacacionales junto al salobre mar, sólo logras fomentar sus medios para la propagación de una especie que no ha resultado hasta ahora sino dañosa para el ulcerado planeta que orbita en torno a tu abultada cintura de inconsumible llama? El hombre es el cáncer de la Tierra, y tú eres el agente catalizador de dicha enfermedad. ¿Es que no te avergüenza, siquiera cuando las demás especies maternalmente protegidas por este globo azulado levantan sus ojos llenos de inocente aunque contrariada pureza hacia ti, saber que eres el eterno mecenas de la enviciada y codiciosa raza de bestias que lo aniquila todo a su paso y que a ninguna de ellas perdona? Sol, hazme la guerra a mí si quieres, soy un contendiente digno de tu poder y apenas si he notado los pequeños rasguños que me has logrado infligir hasta ahora, pero devuelve la libertad a la oprimida fauna de este mundo y no sigas nutriendo al hombre, su sangriento tirano. Y te lo digo yo, que soy mil veces más sangriento y tres mil veces más tirano que él, pero que al menos no soy cobardemente hipócrita y me reconozco malvado. Así como lo oyes, rubio Febo, tú que, al prestar tu brillante carro a Faetón, fuiste el primer padre cuyo hijo le chocó el automóvil: ese hombre al que con tanta fruición alimentas se debate, acosado sin cesar por cismáticas dudas hamletianas, entre abocarse a asesinar a todas las razas de la tierra o abocarse a terminar con su propia especie. Y esto último no sería nada malo, pero me temo que, si sigues ofreciéndole día a día el temperado nutrimento de tus salutíferos rayos, sólo crearás las condiciones propicias para que su ciencia avance más de lo que ya lo ha hecho; y entonces el bacilo humano se proyectará en cápsulas metálicas hacia las estrellas distantes y hará metástasis en otros mundos. ¿Acaso quieres ser la causa de que ese tumor se expanda por todo el cosmos? ¿Acaso no temes desatar sobre el universo entero y sus adyacencias semejante nube de langostas? ¿Acaso no evitarás ser el infausto origen de esa fatal gangrena que se abatirá sobre todas las galaxias? ¿Qué dirán los demás soles, qué dirán las enanas blancas, las supernovas y los agujeros negros, cuando vean la monstruosa prole que has engendrado con tus muníficos fulgores? ¿Qué dirán cuando observen el accionar de la deplorable plaga que desde su cuna has amamantado con tus grávidas ubres solares? Ten cuidado y toma alguna medida precautoria cuanto antes, oh, blonda divinidad; lo oyes incluso de mí, que soy tu enemigo y que algún día te envolveré en un negro saco de cilicio para poner fin a tus resplandores y devolver sus antiguos dominios a la noche eterna. ¡Oh, flamígero Inti!, ¿cuánto más demorarás en atizar tu gaseoso combustible para transformarte en una gigante roja y devorar todo este mundo entre violentas e inmisericordes llamas? ¿Es que tú, que todo lo ves, no eres consciente del virus que la Tierra, encinta por tus abrazos, ha parido? Advierto que por fin el rubor se instala sobre tus mejillas y que contagias a las nubes del oeste con el furioso escarlata de tu ignominia. Muy bien: parece que has comenzado a comprender mis palabras, puesto que ahora te escondes, taciturno y abochornado, tras las distantes olas oceánicas, allí donde las aguas agitadas se funden con ese firmamento que se oscurece con velocidad. Sí, ocúltate, hermano de Eos, ocúltate ya, fustigando con desesperación a tus corceles, y ve a arrastrar tu imperecedera vergüenza por las antípodas; oculta ya tu rostro bajo el horizonte, procura envolverte en turbias nubes y densas neblinas para que nadie pueda verte durante los próximos días, y huye nuevamente de mí como ya lo hiciste, experimentando aterradores dolores en tu carne viva, durante nuestro último encuentro, cuando, tras haberte vencido en aquel singular combate que ennegreció las celestes planicies etéreas en el horror del eclipse, me serví de mi fiel cuchillo de peletero para arrancarte esa cabellera que ahora, cada vez que en medio de la gélida noche de invierno me siento a leer plácidamente junto a mi hogar, yace ampliamente extendida, como una alfombra radiante de crepitantes llamas, a mis pies, siempre nostálgicos de las ígneas llanuras estigias.

2 comentarios:

E. dijo...

Estas brutales imprecaciones, acompañadas nuevamente por una escena del Paraíso perdido retratada por Doré, y escritas, como es lógico, en soledad mientras la humanidad se congregaba para festejar idioteces, dan finalmente por terminado mi segundo libro y me dejan libre para alejarme por un tiempo de la pluma. Pero, os lo advierto, no festejéis de antemano, alimañas, pues las sombras del libro tercero ya se ciernen, ominosas, sobre vuestras vidas, aladas como siempre por mi mórbido talento. Estad, por lo tanto, atentos, ahítos basiliscos, pues os aseguro que mi próximo golpe se halla cerca, y será no menos que letal.

E. dijo...

De cualquier manera, os dejaré un poco de lugar para el optimismo: si la muerte o el suicidio se anteponen, hay muchas chances de que desista de la idea de comenzar el libro tercero. Y a esta altura creo que la muerte sería un premio más que merecido para mí, de modo que podéis abrigar esperanzas... ¡Pero ay de vosotros si llego a emerger con siquiera un mínimo resto de vida de debajo de todos estos escombros!

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