En un antro de demonios



A veces extraño la vida en el Infierno. Acontéceme especialmente tal fenómeno, la magnitud de cuya novedad tampoco es, a mi juicio, merecedora de que el lector permanezca un segundo más con la boca así abierta de par en par, cuando, con torva mirada, observo a mi alrededor y advierto, sin sorprenderme, la vana hipocresía de estos crecidos abortos espontáneos de demonio que, llenos de ínfulas, pretenden, con un elástico fingimiento que podría sumir en la estupefacción al mismo Proteo, ser catalogados, en el voluminoso y siempre abierto libro de la naturaleza, ni más ni menos que con el artificioso mote de seres humanos. Pues ¿qué diferencia existe entre estos que se pasean estúpidamente a lo largo y ancho de las urbes ponzoñosas, apenas asomando como ilógicos bichos canasto una fea cabeza fuera de la egoísta crisálida de sus tan importantes rutinas, y aquellos que huellan dignamente, siempre perseguidos por negros pensamientos, la ardiente marga del mundo inferior? En el comportamiento pecaminoso, ninguna, si bien en los blasones y el pasado heroico, o en la sinceridad con la que se debe manifestar, necesariamente, la innata orientación vocacional por el crimen, la pasión por el chapoteo en la charca del vicio, y la inclinación por arrastrarse entre los zanjones de la molicie y las zarzas de la disipación, la misma que existe entre la orgullosa y brillante mirada del león y la vil turpitud con que se da a la fuga el mustélido sorprendido en sospechosa actitud. De modo que nadie podrá cometer la osadía de afirmar que peco de excesivamente atrevido en mis extrañas metáforas y en mis inusuales comparaciones retóricas si aseguro que, desde que he llegado a este mundo, antro de seres que son demonios en sus acciones y se fingen ángeles en sus palabras, experimento en mi interior una viva nostalgia por las pestilentes llanuras del Hades, toda vez que advierto la enorme similitud que existe entre ambos mundos, pero sin poder dejar de notar que en éste no me encuentro rodeado tanto por insignes semejantes como por miserables topos que se esconden del conocimiento y de la bravura de mirada en sus túneles agusanados y en su ceguera, afectos a remover con sus religiosas patas la terrosa humedad, y por ávidas ratas maizeras que catequizan sobre la igualdad y la comunidad de bienes sólo para comer regaladamente de las mieses sembradas por el sudor de los demás. A veces extraño la vida en el Infierno, sí, ¿y cómo podría ser de otro modo? Juzgad, sin que merme la firmeza con la que vuestra palma derecha oprime el punto pectoral en que sentís latir el corazón, la insoslayable diferencia que se patentiza a mis ojos entre Azazel, armonioso corifeo celeste, que aun ostentando siete cabezas viperinas logra, sin mayor esfuerzo, mancomunarlas en la inequívoca dirección del vicio infernal sin que una sola de ellas contradiga ni en su más íntimo pensamiento a las otras seis, con la nada monódica doblez que existe en la única cabeza de cualquiera de aquellos maniqueístas modernos que hablan de pobreza y eructan langosta, y que cuanto más predican el humanismo y la libertad más festejan la tiranía opresiva y la cruel violencia de una ideología nacida del bajo deseo de hacerse, en nombre de unos a los que jamás se beneficiará, con la vana propiedad de aquellos a quienes sólo es propio de fenicios sin talento envidiar. ¡Legiones infernales, acudid a mi lado, venid a enseñar a estos apestosos humanos un poco de sinceridad! ¡Ven aquí, Balban, viejo camarada de armas, demonio del engaño, ven y enseña a estos hombres tu comparativamente honesta mirada, ven y enséñales a decir siquiera una única, pequeña, inocente verdad! Pero, con cada nueva mentira, el hombre se siente más seguro de sí mismo, y asiste, satisfecho, al veloz ensancharse y acrecer de su pomposa vanidad. Mírame a los ojos, tú, vil partícula terrestre que te has apartado, por un instante, del polvoriento simún que surca el globo en su eterno vuelo en busca de una alfombra bajo cuya cara inferior le sea posible esconder su vergüenza sin par, mírame a estos ojos enrojecidos, que descansan sobre las imborrables aureolas de cansancio y desazón que rasgan, como morados latigazos, el langor de mi cadavérico semblante. Vamos, hazlo sin temor. Lo sabía: no lo haces, prefieres seguir leyendo estas palabras, pues sabes que no podrías sostenerme la mirada ni por un instante, ni ignoras que antes te he dicho la verdad, tan certera como todos los demás dardos que, con experimentado pulso, te arrojo desde este oscuro rincón. Eres mentiroso, eres hipócrita, eres cobarde, y te crees, con jactancia, el supremo fin de la Creación, haya sido ésta ejecutada por un dios sabio o por la ociosa mano del más ingobernable azar. Pues debo decirte que no, no eres ni el fin ni el principio de la Creación, oh jabalí lleno de pasiones y de argucias en serie para disfrazarlas de lo que no son, sino que tan sólo eres el más estúpido error que aquélla cometió, o, si lo prefieres, la más jocosa pero trágica consecuencia accidental de lo que para otra cosa se pensó. ¿Acaso no notas, al examinar con maduro y pensativo detenimiento las suelas de tus zapatos, que hay más tierra y mugre que humanos en este mundo que gira sin cesar, y que su dominio en esta esfera danzante, así como en todas las otras que pueblan, innúmeras, los vastos océanos eternales, ha comenzado mucho antes que el vuestro, y de seguro durará más? Nadie te dice que Adán y Eva no hayan sido más que una mota de polvo y una bola de pelusa en el vigente Edén de una letrina animal. Pues sí: la mugre, y no otra cosa, es la finalidad última de tu mundo. Pero no te asustes en demasía por esto que te espeto con cruda rudeza, caparazón vacío que en nada crees, pues ya en tu corazón sabías, antes de conocerme, que no era sino ésa la verdad. ¡Ay de ti, cucaracha que infestas la alacena de esta galaxia, si bien con menos gracia y unidad de propósito que una respetable cucaracha real! Aunque te genere un asco tan enorme cuan plausible el verme vomitar, entre espasmos interminables y convulsiones exageradamente dolorosas, tantos litros de sangre y podredumbre pulmonar en el estropeado balde de la caritativa y humanitaria solidaridad, te aseguro que no preferiría en lo absoluto parecerme más a ti que a esta llaga viviente a la que el ceñudo destino me ha reducido con inclemente maldad. Y es que nunca he llegado a saber si soy infinitamente superior o infinitamente inferior al humano, pero me alegra comprobar que la distancia que existe entre él y yo es sideral. Y no ignoro tampoco que tal sentimiento nos resulta diametralmente recíproco. Es por eso que, cada vez que retorno a mi morada en el público transporte ciudadano, para ver al hombre más de cerca y asombrar un rato mis rudimentarias elucubraciones científicas con el secreto e incógnito estudio de su conducta natural, advierto, con una sorpresa que no me atrevo a tildar de pequeña, misterio que llena de perplejidad a la ardilla y a la alondra que me oyen luego declamar a solas en el bosque, mientras gesticulo, bajo el cielo cerrado, con desesperación, que, por más lleno que el vehículo se encuentre, todos prefieren viajar desdeñosamente de pie antes que sentarse a menos de ocho metros de mi inesperada presencia, de aspecto y aroma angelicales, pero de adivinable esencia cruel. Mejor así: no es que los quiera a mi lado, pero el veneno que se me junta entonces en los incisivos, merced al procesamiento de un número proporcionalmente creciente de toxinas, adquiere un grado de peligrosidad que resultará luego, en su aplicación, decisivamente más letal. ¿Podéis acaso entender esto que digo? Me atrevo a expresar el ferviente deseo de que no. ¡Pero basta! ¿Qué estoy haciendo todavía en este maldito medio de transporte? Es hora de mudar de piel y arrastrarme con sigilo a algún proclive y espeso matorral a fin de picar allí con mal disimulada saña al primer transeúnte de distraído tobillo que se presente dentro del rango de mi ofídica visión. Ya bastante he mordido el corazón de la inocua víctima que en este momento de redención agradece, exultante, el hecho de advertir que el arbitrario final de mis inconducentes palabras se halla cerca. Oh, lector en cuyo pecho he inoculado una terrible dosis de saliva ponzoñosa, no salgas ahora presuroso en busca de la dudosa eficacia de un antídoto: vivirás; pero, aunque con tus puños crispados intentes negarlo, debo hacerte saber que mi veneno espiritual ya nunca más te habrá de abandonar.

1 comentario:

E. dijo...

Tal es este mundo, en nada distinto al que ilustra Doré, a quien vuelvo a visitar una vez más, aunque en este caso su grabado pertenece a aquellos que realizó para la Divina Comedia de Dante.

Y quiero aclarar, ante cualquier duda posterior, que cuando dividí a este mundo hipócrita entre topos y ratas, sólo lo dividí entre las dos grandes religiones occidentales, la pasada y la presente, la de los cristianos, que aman ignorar, sufrir y pecar contra su propia religión, y la de los socialistas, que aman codiciar, mentir y pecar contra los conceptos abstractos con que engalanan la suya.

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Casi todo comentario de los asombrados lectores ocasionales será tan bienvenido cuanto censurado: no es infrecuente entre los demonios amar el silencio. Sin embargo, cualquier planteo de guerra o disputa ideológica por parte de hombres o ángeles será atendido con gusto, siempre y cuando cumpla con el insoslayable requisito de no estar redactado en lenguaje adolescente y no incluir términos que parezcan vulgares y mundanos a los jerárquicos ojos de un demonio.