Altar de la desesperanza



Todo es sagrado en este monasterio, pese a que no haya aquí más que cadáveres apilados y un blanco altar manchado de sangre. No se venera en la iglesia de mi alma otro dios que el de la muerte, ni puede descubrirse en mis ojos devoción alguna que no sea la devoción por el dolor. Pero ¿es que acaso me ha sido designada por el destino otra cosa sino dolor desde aquella fatal caída acaecida en tiempos que mi mente, al hojear apresuradamente las amarillentas y carcomidas páginas del libro de la memoria, no se atreve a frecuentar? No, ni lo será jamás; y aclaro que digo esto sin desconocer en lo absoluto que ningún pesimismo es ingénito, pues sólo se trata de un simple mecanismo de defensa contra las agonías de la esperanza al que nos abandonamos los que consideramos, tras un instante de madura reflexión con los ojos clavados en la decrepitud estelar del cielo nocturno, que ya hemos sufrido demasiado. La experiencia nos ha enseñado a recelar del optimismo y de sus vanos sonajeros. Así pues, puedo confesar, sin temor a ofender a nadie, que, de todos los males desatados por la funesta Pandora, no ha existido jamás sobre la tierra ninguno peor que aquel que, con tanta malicia cuanta pereza, se quedó dormitando en el fondo de la caja que su mano abrió. ¡Aléjate de mí, estúpida Esperanza, que arropas en las cálidas mantas del humilde consuelo a los hombres sencillos que no hacen excesivo uso de su cerebro, pero que eres veneno y espada en el brioso y piafante corazón de los espíritus pasionales y malditos de aquellos cuya vida no es sino un constante y estéril desear! Te lo diré con palabras directas y contundentes: no te soporto, amiga, no te soporto. ¿Es que nunca habrás de dejarme solo, satisfecho en este lóbrego monasterio de dolor del que ya no deseo salir jamás? Quizás los demonios estemos en este mundo sólo para sufrir y para transformar ese sufrimiento en arte, arte que servirá de consuelo a todos los demonios que en un incierto futuro nos sucederán y que heredarán, conforme a la más férrea ley testamentaria, hasta la última parcela de nuestros vastos dominios de locura y de pesar. Pero, sea así o no, ¿por qué diablos debo soportar tus reconvenciones y observar esos coloridos aunque engañosos tules que haces ondear neblinosos ante mí? No es como tú crees, lo niego y lo vuelvo a negar: no endioso mi dolor; tan sólo he dejado de buscar la tosca felicidad animal que el género humano persigue sin cesar. ¿Es que acaso ignoras que el que más sufre es, gracias al delicado refinamiento al que el pesar somete a su cerebro y sensaciones, también el que más goza, del mismo modo en que los ojos de aquel que vive en perpetuas tinieblas subterráneas son los más sensibles luego al menor atisbo de luz? Déjame en mi templo soledoso y no me ofrezcas vacuas imágenes de brisas solares y afectuosas que desdeño, ni me tientes con pueriles señuelos hacia vulgares satisfacciones que, aun cuando el trasplante fuese llevado a cabo por los más eminentes cirujanos del orbe, mi organismo rechazaría con tanto asco como orgullo y dignidad. Así está mejor, veo que te empiezas a alejar de mí del mismo modo en que una doncella locamente enamorada de un guerrero retrocede espantada al verlo acercarse resueltamente y sin preámbulos hacia sus labios temblorosos. Pero no, tus haces de luz vuelven a invadir el reposado retiro de estas bóvedas solemnes, de este solitario y ruinoso cenobio abandonado en el que mi alma ha decidido habitar por siempre. Pues bien, me has hecho ponerme de pie, mientras aprieto contra mi paladar las amargas uvas de la furia. Si queda aún algún lector para este diario de blasfemia y de locura, lo tomo como impertérrito testigo de que he intentado primero alejarte por las buenas. Que nadie cometa, pues, la osadía de citar mi comparecencia a los estrados judiciales bajo la improcedente acusación de violencia de género: sólo soy una simple víctima que, tras centurias de silencioso y resignado padecimiento, se rebela. Además esa que ven ahí no es una mujer, sino un monstruo mendaz que trastorna nuestros sentidos para que veamos bello y apetecible lo que no lo es. Así pues, volvamos a ti, sirena del deseo, hechicera de la voluntad, vampira Esperanza, bendita por los débiles hombres y maldita por mi lengua soberana. Te crees muy fuerte, y puedo admitir que hasta cierto punto lo eres: has aplastado bajo las titánicas ruedas de tu carro a generaciones enteras de humanos, a estos porque tenían la esperanza de un paraíso, a aquellos por la de riquezas, a cual otro por la de una amada, a millones por la de sociedades utópicas que sólo generaron carnicerías y matanzas. Sí, eres fuerte, como la virgen Brunilda de Islandia, pero no tanto como para vértelas conmigo, y menos si opto por el no muy caballeroso ardid de violarte para privarte así de las mágicas fuerzas propias de tu doncellez. Pero no lo haré, no abusaré de semejante ventaja, sino que nos mediremos en igualdad de condiciones. ¡Oh, Esperanza, mentiroso catalejo que haces ver cercano y asequible lo inalcanzable, tú que tanto me has ultrajado mostrándome siempre falaces visiones en las que me sumergía inocentemente, hasta empapar en sus cristalinas aguas mis rizos dorados, sin advertir que tal acción no podía resultar sino dañosa de mí mismo!: es hora de que pagues la abultada cuenta de todo el mal que me has propinado y de que abandones mis caminos para siempre, llevándote contigo a tus deformes vástagos el Miedo, la Ansiedad y el Desengaño. Ya te he tomado por las muñecas y poco lograrás debatiéndote de ese modo. Eres valerosa y no careces de fuerzas, lo reconozco, pero mi furor es divino esta noche y ni el mismo Caos podría atreverse a desafiarme impunemente hoy. No estoy actuando, bien puedes admitirlo sin sonrojarte, de modo excesivamente brutal atendiendo a que eres una dama, pero no por ello mi firmeza habrá de declinar un ápice. Ya lo ves: no ha sido sino galante y señorial el modo en el que te he sometido. En fin, ¿lo diré? Sea: siento un enorme dolor en mi corazón por lo que me apronto a hacer. Y es que si alguien cree que el asesinato (ese vicio cuya ejecución se ha vuelto a lo largo de mi existencia más incontable que los infinitos granos de arena que reposan en una playa y más numeroso que las infinitas estrellas que alumbran en la noche) me produce placer, debo decirle que se engaña: matar me hace sufrir, pero ¿existe mayor voluptuosidad que la de ese singular dolor? De modo que ya notarás sin duda que tus alaridos son vanos, amiga, y que nadie podrá venir a rescatarte de este altar de sacrificio al que te he atado: no estamos en una tramposa y amañada película hollywoodense, esto es la vida real. ¡Ah, Esperanza!, ¿es que acaso eres víctima de tus propios engaños? ¿Es que entonces también tú darás ahora la bienvenida a mi impía acción? Lo dudo. No podrás negar, empero, que la daga con la que pienso arrebatarte la vida es de refinada factura; deberías considerar como el mayor de los honores el tenerme a mí por tu asesino y a tal instrumento de muerte por artífice del fin de tus jornadas. Mira esta lágrima que resbala por mi mejilla: no la agradezcas, Esperanza, es sólo que también yo, que te odio, te habré de extrañar algún día; pero alguien tiene que librar al mundo de tu horrenda sombra, asqueroso pulpo deiforme de divino visaje. He aquí tu sangre, cuyo grito asciende al cielo y hace llorar a los sabios ángeles. Sus voces desgarradas llegan a mí: «¡Monstruo insensato, víbora cainita!, ¿qué has hecho, qué te has atrevido a realizar?». He hecho un bien, un bien que ningún hombre me agradecerá jamás; agitad vuestras alas plumosas, pajarracos del Señor, y corred a decirle que he sido yo el infame. Sólo he colgado sobre la Tierra el mismo letrero que Él había puesto sobre la entrada del negro Orco. Hete aquí que el mundo comienza a temblar bajo mis piernas orgullosas, sacudido por el estremecimiento de una humanidad aterrada entre la que empiezan a proliferar los lamentables estragos del suicidio y de la demencia precoz; mas yo, con una mirada impasible, me limito a cerrar serenamente los adustos portales de mi austero monasterio y me adentro al fin para siempre, con pasos altivos, en el húmedo y derruido laberinto de sus sombras perpetuas. He renunciado a la Esperanza, y, con ella, he renunciado a sufrir entre convulsiones y espasmos: ahora podré sufrir en relativa e indiferente paz.

1 comentario:

E. dijo...

El portentoso cuadro que ilustra esta solemne paráfrasis de mi vida es el Patio de un monasterio bajo la nieve del alemán Karl Friedrich Lessing (1808-1880).

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