Cacerías metafísicas



Es hora de que consigne de una vez por todas, con esta pluma sangrienta que me acompaña desde el inicio de los tiempos, mientras trazo con ella los aciagos destinos de universos enteros que tiemblan despavoridos ante los inescrutables cataclismos a los que, justificadamente, temen que pueda someterlos el tiránico arbitrio de mi ánimo caprichoso e inconstante, hora de que consigne, digo, y lo repito antes de que olvide cómo fue que inicié mi propia frase, que guarda, como es costumbre, el laberíntico cuño que les imprimo siempre a todas para marear al lector, que lo merece por no ejercitar como es debido su capacidad de lectura comprensiva, que consigne la negra historia que se esconde tras los trofeos de caza que mencioné en mi anterior estrofa, los cuales, según he advertido, suscitaron indignación en más de un humano que leía estas líneas como si aún ignorase que dañarían irremisiblemente su espíritu, al que con gusto volveré a pisotear cuantas veces me sea posible, si es que llevo puesto algún calzado viejo que no me importe demasiado ver manchado en las fétidas aguas de semejante ciénaga en putrefacción. De modo que sí: antes de que pongáis cara de cachalote asombrado, con la boca abierta llena de peces que, confundidos, aún no suponen que ese bostezo esté preludiando los primeros acordes de su misa de réquiem, os diré con claridad que existieron numerosos lectores que, ofuscados, no pudieron perdonar que, junto a la cabeza de Dios, tuviese en mi recámara una cabeza de marsopa, simpático cetáceo de la familia de los delfines. Y es que la muerte de Dios no inquieta mayormente a nadie más que al amigo del águila y la serpiente, pero ¡ay del orbe, ay de la humanidad, ay del progreso si Ahab mata a Moby Dick! Pues bien, seré duro en mis palabras: prefiero aniquilar de una buena vez a todos esos funestos osos asiáticos que inspiran gemidos de ternura en el gremio femenino antes que ostentar, sobre la chimenea de mi hogar, los cervunos cuernos de Dios. Aunque he matado de todo, no lo niego. ¡Ah, aquellas riesgosas temporadas de caza de las que participé cuando el mundo mismo se hallaba en sus más tempranos albores! Solía acompañarme entonces el can Cerbero, atento y leal, siempre a un lado de mi montura y presto a buscar las piezas abatidas por mi puntería, hasta que Eneas cometió su impía acción y, por querer adormecerlo para entrar al Hades, arrojó a mi perro a la vorágine de una vergonzosa adicción a los opiáceos de la que nunca se recuperó. Desde entonces, sus tres cabezas son reemplazadas por la fidelidad de Wendigo, Cujo y Waheela, lebreles del Averno. Con ellos recorría yo los bosques, en busca de las mejores presas, en busca de la acción, del ejercicio y del conocimiento de mí mismo, con sólo una rudimentaria ballesta, confeccionada por mi propia mano, como arma. Recuerdo la primera vez que usé una ballesta: era yo un niño y mi abuela acababa de morir. Un mayor se acercó a mi rostro acongojado e intentó reconfortarme asegurándome que a partir de entonces ella podría verme, y sonreír sobre mí, desde una nube junto a las puertas del Paraíso. Obtuve entonces una ballesta y, en una tarde de brisas primaverales, le acerté a mi abuela un flechazo en cada ojo: es que ya entonces no me gustaba para nada que otros observasen mis acciones. Como sea, ballesta en los bosques, arpón en los mares, me di al ejercicio de la caza, y pronto coseché el aplauso entre mis numerosos y más experimentados colegas, pues mis trofeos excedían todo lo visto, y aun lo imaginado. No diré que me enorgullecía demasiado de tener en mi vitrina las alas del Pegaso, el cuerno del Unicornio y los dientes de Caribdis, seres mitológicos que, de no ser por mi vicio, el hombre habría llegado a conocer mejor, pero no podía evitar destruir la belleza, arrasando como el simún toda la vida que se hallase a mi paso o se cruzase imprudentemente ante mi ceño siempre adusto. En las vastas sabanas de la metafísica me entregaba gozoso a la caza de todo tipo de supersticiones y deidades, pese a que ya entonces había organizaciones que, asustadas pero combativas, bregaban contra la inminente desaparición de los dioses, los cuales se hallaban irremediablemente diezmados por el certero pulso de mis flechas mortales y eran, por lo tanto, considerados en serio peligro de extinción. Ya el paganismo había visto con dolor morir sus coros de divinidades, y los muros del Olimpo caían bajo la catapulta de mis reflexiones; los dioses nórdicos se arrojaban ellos mismos a los fuegos del Ragnarok, espantados por la noticia de que mi marcha se dirigía inexorablemente hacia los festivos salones del Walhalla; los caldeos permanecían perplejos sobre las montañas, sin saber ante quién arrodillarse, pues hasta el ciclópeo ojo del Sol había sido herido por mi lanza y su roja sangre anegaba ya las nubes del distante horizonte en infinitos océanos escarlata; y así el universo entero observaba cómo toda existencia trascendente era aplastada por los cascos de mi piafante corcel desbocado. No dejé con vida ni a la cosa-en-sí de Kant. Retorné entonces a mi hogar para entregarme al arte de la taxidermia y embalsamar la belleza de tantas presas inigualables, olvidando que en las arenas de los desiertos, que no soy muy afecto a frecuentar, podía esconderse todavía algún dios poco inteligente pero astuto: he aquí cómo fue que nacieron el monoteísmo y el poderío de Yahveh. Agotado por la actividad física, dejé descansar mi destreza por unos siglos, ignorando que había un trofeo que aún faltaba en mi álbum. Terminada la Edad Media, desperté; al mirar al hombre, no tardé en comprender lo que había sucedido: el dios hebreo, último que quedaba en el mundo, lo había conquistado todo. Monté el caballo blanco del Apocalipsis, esquelético pero veloz, llamé con un silbido a mis canes y emprendí sin más dilación la belicosa marcha. La cacería había comenzado. Encontré al ser ronchando en un cañaveral y di inicio a mi mortífero ataque. Debo reconocer que la bestia vendió cara su existencia; sus chillidos horrorizaban a la humanidad, que no sabía de dónde provenían o qué significaban; el dios se debatió con una fuerza monstruosa, mientras perdía sangre por todos sus flancos, y en un segundo de descuido logró herir, con sus colmillos de jabalí, mi pierna; la lucha a partir de ese momento fue portentosa: mis armas resultaban inútiles ante tanto furor, de modo que terminé combatiendo desarmado, como Heracles frente al león de Nemea, hasta que finalmente pude vencerlo, no sin reconocer la valía de mi presa, asombro de los pueblos que se inclinaron ante él y terror de los que se resistieron a hacerlo. El sol iluminista del ateísmo despuntaba así sobre el mundo moderno. Me dediqué entonces de lleno a la cacería del humano, el nuevo dios del orbe, si bien la competencia en esta rama de la caza crecía exponencialmente de día en día, de tal suerte que a menudo, mientras a lo lejos se oía el fragor de la guerra o la salmodia de la ideología, no me sentía más que un simple pastor. Ya nadie se acercaba a mis vitrinas a admirarse de mis presas, más bien magras comparadas con las que obtenía el hombre, mi competidor. Desanimado, con los hombros en melancólica posición, me alejé entonces de todo y, erguido en la soledad de un acantilado desconocido, disparé un ocioso arpón sobre una simple marsopa: los clamores de indignación no tardaron en llegar a mí, dulces como el incienso, desde las moradas de la multitud. Comprendí entonces que el hombre tenía un nuevo dios: su propia estupidez. Y es así que ahora he vuelto a mis antiguas andanzas, cazando todo tipo de quimeras y utopías sociales, depredando grupos taxonómicos completos de hábitos, lugares comunes y creencias, abatiendo consignas coercitivas y chantajes morales, cercenando toda corrección política y sus tentaculares excrecencias, degollando causas, trucidando dogmas y desangrando las numerosas mentiras de la ciencia. Mi recámara se volvió a llenar de trofeos codiciados, que inspiran la envidia de los más avezados pescadores deportivos del mundo, y es de esta manera que, durante esta noche en la que escribiendo me repongo de mis fatigas de cazador empedernido, puedo consignar al fin esta verídica historia con mi pluma sangrienta, arrancada antaño de las alas de un querube, mientras me tomo un merecido descanso en la torre que alguna vez construí yo mismo con el marfil de uno de los inconmensurables colmillos de Dios.

1 comentario:

E. dijo...

Mis extravagantes cacerías metafísicas van acompañadas por la Cacería de Odín, o Åsgårdsreien, del inigualable pintor noruego Peter Nicolai Arbo (1831-1892).

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