El microbio deificado



Una vez más, mis premoniciones me advierten que un funesto rostro humano, de ojos curiosos, movedizos, que parecen tantear todo lo que ven con invisibles dedos asquerosos, se asoma insolentemente a los sublimes secretos que este diario guarda, aprestándose, sin comprender aún el imperecedero aborrecimiento que experimento por su estirpe, a leer mis despiadadas diatribas contra nuestro común enemigo. ¿Es que no advierte que es él ahora el blanco de mis ataques? Lo advierte, sí, pero le resta importancia dado que imagina que, en realidad, lo detesto sólo en tanto criatura del Supremo, y que es a aquel a quien mi odio verdaderamente se dirige. Espera que, con el templado filo de mi prosa maldita, mate de una vez por todas a su Dios para que su resentimiento de gusano pueda degustar por un rato, catárticamente, el néctar del solaz revanchista. Pues se equivoca. Mi rebelión ha sido contra Dios, sí, pero mi odio pertenece sólo al hombre. Y es que mi rebelión, mi pecado, no se agota en la mera inversión de lo divino; por el contrario, su esencia es la creación, el don satánico, el don que, como un alevoso e impune Prometeo, robé consumadamente al Creador celeste, que desde entonces me persigue, noche y día, en la esperanza de que podrá dar alguna vez alcance a mi persona y castigo fáctico a mi flagrante transgresión. Pues sí: aquella facultad que me es irreparablemente innata y que, si bien ha arrasado toda mi felicidad, me ha compensado otorgándome alas, el orgullo, eficaz espada para asesinar a Dios, me empujó, en el origen de los tiempos, a privilegiar, por sobre la sumisa e inútil oposición al Señor, despreciable señal de resentimiento, la idea de transitar el arduo camino de la creación, entre pasmosos acantilados y rocosos picos de hielo que, al encumbrarse, nunca dejarán de herir al Cielo sangrante, atributo divino cuyo empleo, lo puedo entender fácilmente, aquel egoísta hijo único llamado Dios jamás me podrá perdonar y que nunca cubrirá bajo el delicado peplo negro del olvido. Y no otra cosa haría yo de estar en su lugar. Pues ese mismo acto de crear con el que quebranté tantas leyes eternas y sagradas me otorgó un poder muy superior a aquel que el Rey nuboso había puesto en mí al hacerme. De lo contrario, hace rato que mis famélicos escombros se sacudirían bajo el viento, encadenados al alto promontorio de la desolación, y que el águila de castigo devoraría a diario mis siempre vacías entrañas. Mas tal castigo no puede ya ser infligido sobre mí, pues no tardaría mi poder satánico en crear, de la nada, un infernal dragón que devorase el hígado del águila y que, entre desesperados graznidos y humillantes nubes de sangre, la obligase a huir. Así pues, os quedará a todos claro que no odio a mi rival, sino que es Él quien me aborrece demencialmente, apresado para siempre en el desgarrador cepo de la obsesión. Yo sólo lo tolero como a un hermano envidioso, un Caín, y agradezco al Cielo, comandado irónicamente por Él mismo, por haberme dado un enemigo digno de mí: es que, si mi lucha fuese sólo contra el humano, no tendría muchas chances de verme obligado a hollar los ásperos pero necesarios senderos de la autosuperación. No: mi espíritu agonal necesita sí o sí de alguien que me resulte semejante en poderío a la hora de buscar un enemigo con quien romper, orgullosamente, lanzas. Advierto que el rostro humano sigue observando, prueba de que no lo ha podido comprender. Se lo diré sin más ambages: no odio a Dios, mi contrincante favorito en los pueriles juegos de estrategia con los que entretengo mis ratos de ocio, sino a ti, que me repugnas. Y es que podría haber matado al Señor hace rato, Él lo sabe, pero, a causa del hombre, he preferido no hacerlo; o, si lo he hecho, he dejado a sus restos óseos insepultos para que todos crean que aún vive: tal es la lisa, llana y unívoca verdad. El hombre no merece ser liberado de su Opresor. Y no es que no lo merezca por algún crimen de su pasado que lo ennoblezca y llene de grandeza, sino que, por el contrario, no lo merece por lo nauseabunda que resulta la mediocre soberbia que, sirviendo de ornato a su ignorancia y pequeñez, siempre lo acompaña, y que no tardaría en dispararse hasta las nubes tras semejante redención. Quitadle a su Dios, y el hombre, insignificante microbio perdido en esa diminuta y translúcida gota de agua a la que los sabios dan el rango de cosmos infinito, se creerá un dios él mismo. Quitadle a su Dios, y el hombre, vil mota de polvo que amontonada en un simún no tardará mucho en ser barrida bajo una alfombra por el Destino implacable, alucinará que los espejos le devuelven el reflejo de una divinidad. Quitadle a su Dios, y el hombre, vanidoso piojo que, tras engordar un poco picando sin cesar la cabeza del mendigo, cree haber obtenido aristocráticos derechos a un insigne título nobiliario, verá a los recientes años de su risible decurso en este globo, burda mancha de orín que humedece vergonzosamente la maloliente pared de la historia, como el fin último de la Creación, y confundirá el minúsculo progreso de la humanidad con la magnífica cumbre creativa de una gran asociación, desperdigada entre los vastos pliegues del pergamino del tiempo, de omnisapientes deidades terrenales. No: dejadle a su Dios, aunque lo hayáis matado en vuestro corazón, pues no de otro modo el hombre puede tener conciencia de lo amebiana e intrascendente que es su existencia. La furia de los rayos divinos se ha abatido sobre mí, lacerando mi rostro y quemando mis alas; he aprendido a conocerme, en el dolor, en la humillación y en la miseria. Pero toda la conciencia que el hombre tiene de sí mismo nace de compararse con otros hombres: he aquí la razón por la cual, si pierde a sus dioses, el infecto cerebro del humano no tardará en suponerse un demiurgo de considerables proporciones en cuyo solo dedo índice reside la ley suprema que diferencia entre el bien y el mal, entre lo elevado y lo bajo, entre lo que debe vivir y lo que debe morir. Apersonaos espontáneamente ante el tribunal de ese barbado vibrión deificado y haced que vuestra inferioridad moral sea juzgada por él: las naciones que lo han hecho todavía están calculando, por medio de sofisticadas fórmulas algebraicas, la cantidad aproximada de muertos. Y nada encuentro más ridículo en el entero universo que ver, sobre la corteza epitelial de esa ínfima partícula perdida en el cosmos que algunos llaman Tierra, a un ácaro humano creyéndose con derechos inalienables a blandir en sus manos el rayo del Elíseo. De modo que, al presentir hoy ese deyecto rostro que, con una secreta alegría nacida del rencor, se acercaba a mi diario para saborear los recios golpes que, con innegable frecuencia, le propino al Eterno en la lid de mi prosa, he corrido a mi recámara, he descolgado del muro venerable, de entre las del rinoceronte y la marsopa, la cabeza de Dios, trofeo de mis juveniles años de caza, de cuando los músculos de mi maldad, ya que no los de mi cuerpo, comenzaban a desarrollarse, y he volado al Cielo, oculto entre brumas (pues nunca es prudente que un arcángel caído, aunque terrible y poderoso, sea visto entre esos pilares lumínicos y esos nubosos atrios palaciegos), para colocar dicha cabeza en el vacío trono de oro y esmeraldas, peligrosa y arriesgada empresa que llevé a cabo hace un instante con rotundo éxito. Así, el hombre tendrá un parámetro para saberse un simple microbio, cosa que en efecto es. Y, mientras él arrastra su pálida y temblorosa existencia bajo la sombra de Dios, yo podré volver a maldecir al Supremo con entera libertad, pero no sin maldecir más aún las doradas cáscaras de esas dulces uvas ideológicas con las que, al fermentar, tanta pequeñez moderna se ve prontamente embriagada en las grandes urbes, pequeñez que al punto comienza a arrogarse las bastardas insignias de una incuestionable superioridad ética por sobre todas las demás criaturas que, en la conciencia de su insignificancia, no se dejan chantajear por el espurio moralismo de la intolerante religión del progreso, tan cara a aquellos que quieren hacer de cada uno de sus caprichos un derecho, de cada debilidad un dogma y de cada palabra ajena una imperdonable y ofensiva herejía que es imperioso sofocar. Pues si el humano que se arrodilla ante una deidad me repugna, más me repugna el que exige que todos los demás seres del universo nos arrodillemos ante él.

1 comentario:

E. dijo...

La litografía, llamada L'araignée qui sourit, pertenece al francés Odilon Redon (1840-1916).

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