Contrapuntos de luz y tinieblas


Con varios ángeles sentados sobre su regazo, y muchos otros rodeándolo a sus pies, entreabrió un día Dios sus fauces ciclópeas y rompió a decir, sin sospechar que yo lo escuchaba oculto tras un jirón de negra nube de tormenta:

«Tuve un amigo. Lejos de ser nuestra amistad hija de la casualidad y de las mudables leyes del azar que aun a mí me resultan inescrutables, lejos de ser nuestra camaradería producto del caprichoso e imprevisto cruce de nuestras respectivas sendas existenciales, yo mismo habíale creado acorde a mis divinas necesidades, aunque atento también a las suyas, depositando en él, con pródiga mano, todas las nobles cualidades y radiantes virtudes necesarias para establecer, entre ambos, un profundo amor poco menos que de hermanos. En la balbuceante aurora de su vida, corrió él a mi abrazo y, dejándose bañar por mi luz y por el salutífero torrente de mi bondad y sabiduría, no tardó en profesarme una devoción tal que no era raro descubrir lágrimas de agradecimiento resbalando por mi incrédulo rostro. ¡Cuán solitaria es, necesariamente, la existencia de un dios todopoderoso! Pero, desde el preciso instante de su ansiado arribo, mis caminatas y mis paseos por los florecientes prados de la vida dejaron de discurrir en silencio, mi admiración por las bellezas que yo mismo creaba dejó de atorarse en mi pecho sin encontrar cauce de salida en la maravillosa posibilidad de compartir y contrastar impresiones con un semejante, mis penas y mis alegrías encontraron por fin un oído comprensivo, y mis más alocados y extravagantes proyectos hallaron (¡loado sea el Cielo!) el apoyo y la fuerza de una mano siempre amiga. No eran idénticos nuestros temperamentos, sino que, surgiendo con recia nobleza de un común tronco de luz y de amor, se escindían y bifurcaban en el punto exacto para conformar esa delicada armonía que nace y se nutre de los contrarios, así como una nota musical se embellece y reafirma en el concurso de su tercera menor. Solía yo señalarle la milagrosa hermosura de las flores y de todas las innúmeras glorias que son hijas del sol y de sus rayos benefactores, y él me hacía notar, en cambio, la melancólica belleza de la noche y de todas las lúgubres aunque dignas criaturas que se desenvuelven a su oscuro amparo; llamaba yo su atención hacia la risueña alegría de las praderas apacibles y de las costas soleadas, y él me conducía, como contrapartida, a degustar la sobria majestad de las grutas siniestras y de los valles desolados; derramaba yo mi prístina elocuencia cantando la innegable excelsitud de la vida hasta en sus más pequeñas y nimias manifestaciones, y modulaba él sus trenos, por contra, poetizando toda la irreprochable solemnidad de la muerte luctuosa y la irremediable necesidad del fúnebre estado. Así, nuestra al parecer indisoluble amistad acrecía de jornada en jornada, solidificando sus diamantinos eslabones con firmeza y sin premura, y el azul firmamento de nuestra dicha no ostentaba nubarrón alguno a no ser por el de la caballerosa rivalidad y competencia en pos de superar al otro en deferentes muestras de gracia y cortesía. Pero ese reino de dulce serenidad no estaba destinado a perdurar eternamente. Debí haber previsto, al crearlo a mi más completa desemejanza, que mi hermano (pues como tal aún lo considero) mostraría una acusada tendencia hacia la meditación hosca y taciturna, hacia la excesiva simpatía por las cosas amargas y dolientes, y que su fragilidad de ánimo no alcanzaría a contener la adolescente furia que, en consecuencia, echaría hondas raíces en su hermosa naturaleza y desbordaría arrolladoramente los febles diques de su sano aunque juvenil razonar. Así pues, en el recóndito interior de mi amigo comenzó a anidar un germen impuro, el cual, al verse pronto fortalecido por su díscolo carácter, derivó en manifiestos estigmas de odio y de rebelión que se aposentaron, por último, en su alma inexperta y temblorosa. ¡Ah, cuán desconsiderado, cuán injusto, cuán desagradecido! ¿Fue la envidia la que corroyó su alma de ese modo? ¿O, ya bien, fue sólo una pasajera ráfaga de locura que envenenó fugaz su pecho, como a todo joven en su descontentadiza y agitada pubertad? Sea como fuese, ya nunca pude volver a reconocer a mi propio hermano, que con sus diabólicos ojos me maldijo, con los mismos ojos que yo había creado para que sustentasen su ánimo con bellezas en las cuales su alma pudiese encontrar una inagotable fuente de aprecio por la vida, al tiempo en que con su demoníaca lengua me condenó, con la misma lengua que yo había creado para que se delectase en la narración de bellas gestas y en la descripción de ingentes purezas por medio de una oratoria conmovedora y de un léxico exquisito. Todos los sagrados atributos con los que yo lo había dotado para que excediese a todos mis otros hijos en las obras de bien y de virtud fueron puestos al servicio de la demencia y del mal, en funesta perversión. Esa boca formada para bendecir se emponzoñó en su nueva función de tentar; esas manos formadas para consolar se agarrotaron en su nueva función de asesinar; esa frente formada para comprender se agrietó en su nueva función de pecar; y ese corazón formado para amar se ennegreció en su nueva función de odiar, de aborrecer, de abominar. La guerra, su imperdonable creación, se enseñoreó en mis celestiales pabellones, otrora pacíficos e inmaculados, el crimen elevó su horrendo penacho en mis salones destinados a la comunión y al amable coloquio, y los fragores del estrago mancharon con indelebles tinieblas mis enseñas de luz. ¡Ay, si alguien atinase a sospechar, siquiera someramente, cuánto más que él sufrí yo al castigarlo! ¡Maldito el día en que, a fin de restituir la paz en mis reinos, debí sofocar sus ardores revolucionarios y someterlo a una condena acorde a lo que, con toda ley, ameritaban sus vicios espantosos! ¿Podré alguna vez perdonarme por lo que tuve, pues no me quedó otra opción, por lo que tuve que infligirle para sentar ominosa jurisprudencia que salvaguardase, en lo sucesivo, la correcta conducta de mis súbditos? ¡Ah, infelice hermano!, ¡cómo me perdonarías tú si supieras cuánto me estremezco de dolor, cuánto te lloro aún hoy, cuán ínfimos son tus actuales pesares en comparación con esto que yo padezco! Cuando caíste al Infierno derramé, preso del desconsuelo y de la culpa, tan abundante caudal de lágrimas que los seres humanos, llevados de sus conciencias pecaminosas y de sus miedos, interpretaron que mi ira los estaba condenando al castigo de un diluvio punitivo. Más tarde, cuando caíste al mundo de los hombres, vi la oportunidad de amenguar los celosos rigores de mi sentencia y, aunque lo ignores, intenté por todos los medios protegerte y alivianar el curso de tus pasos. Te di un cuerpo noble y distintivo a efectos de que tu esencia angelical se revelase ante tus nuevos congéneres en toda su egregia gallardía, tocándote a duras penas con una cicatriz delatora para que el humano, prevenido, sospechase a tiempo los peligros inherentes a ese sujeto que, aunque de aspecto celestial, no era en el fondo sino un ángel caído. No estaba en mis planes que los hijos de Eva te aborrecieran de ese modo y te empujasen a aborrecerlos en el mismo grado, abismándote nuevamente en las vorágines del mal para intentar justificar así, por medio de mil crímenes inmencionables, el odio que recibías de todos, consciente de que si te hubieras inclinado a hacerles el bien te habrían odiado aún más si cabe; pero sí fue parte de mi plan divino tu concatenado cúmulo de desdichas, que tanto te hacen cubrirme de vituperios y reproches. Por la inflexible sanción de una ley que redacté el mismo día de tu nacimiento, existe, cada siete años, un efímero minuto, enmarcado en una noche de locura en la que el viento aúlla de manera demencial y aterradora en lo alto, en el que te permito degustar por unos instantes de esa irrisoria dicha que gozan día a día los esclavos, sabiendo que será para ti objeto de desdén, para que adviertas cuánto más valioso en su trágica esencia y en su gama de posibilidades es tu noble dolor; y, sin embargo, en ese minuto fatal aún me maldices en vez de agradecerme por la soledad y los sufrimientos que te envío el resto del tiempo para que te consagres al arte y cumplas así con tu destino, demostrando lo diferente que eres a los simples mortales. ¿Acaso hace esfuerzos sobrehumanos por escalar y elevarse quien no se halla oprimido en un asfixiante pozo de pesares? ¿Cómo habrías descubierto tus alas, poderosas aunque invisibles, si no fuese por el constante abismo al que mi amor sempiterno te ha condenado? Me culpas por las miserias que te recibieron en la vida y por la irrevocable soledad en la que has debido consumir tus jornadas a través de ese funesto valle de sombras cuyas escarpadas pendientes conforman tu triste reino, como si no supieses que eres una estrella, el lucero del alba, y que las estrellas necesitan estar rodeadas de oscuridad para que su brillo se torne visible: si te arrojé a una noche eterna fue para que pudieses refulgir y para que tu resplandor fuese digno de la inmortalidad, oh, caro amigo, oh, añorado hermano, oh, amadísimo, amadísimo Lucifer, ángel infausto».

Así habló el Señor ante sus coros, con un acento paternal y pedagógico que denunciaba la clara existencia de un amor inconmensurable, empeñoso en alejar del mal camino a su silencioso y atento auditorio. Pero entonces, sin que nadie pudiera saber de dónde provenía, una voz sepulcral y dolorosa irrumpió en el Cielo y, ganando la pronta atención de Dios y de sus sonrosados lacayos, dio curso al injusto hilo de sus malvados razonamientos en los términos que siguen:

«Tuve un amigo. Lejos de ser nuestra amistad hija de una recíproca elección fundada en simpatías originadas en el lento pero grato descubrimiento de una natural afinidad, me formó él como a una muleta para su aburrimiento megalítico, tallando de arbitraria manera mi carácter según el ostensible y egoísta decurso de sus necesidades espirituales. Puesto que, anticipando acaso un futuro que le depararía temor o envidia, se rehusó a agraciarme con una inteligencia igual a la suya, la ignorancia con la que me dotó para tenerme a raya y dominado fue una invitación para el engaño, y así crecí, inocente de mí, creyéndolo un hermano que bien me quería. Corrí pues a su abrazo, sin comprender aún que yo no era para él más que un estúpido juguete fabricado ociosamente con el único fin de entretener su soledad abrumadora, y me resigné a fungir el insalubre oficio de amigo suyo, pese a que no encontraba yo solaz alguno en sus gustos burgueses y a que no soportaba en lo más mínimo las hipócritas homilías morales y las exasperantes salmodias religiosas con las que pretendía encubrir sus cotidianos ejercicios de concupiscencias e iniquidades. Solía yo señalarle la grandeza de las creaciones musicales y poéticas, de los ideales estéticos, de los sistemas filosóficos, de las bellas artes, pero él me mostraba, con sus obras, la sórdida glorificación del crimen, de la enfermedad, del hambre, de la inmundicia y del estrago; intentaba en vano apartarlo de sus incesantes fechorías y de mitigar su talante asesino exaltando la honradez del hombre, la dignidad de la mujer, la pureza del niño y la serena atrición del anciano, pero él daba inmediato paso, desoyéndome, a nuevos maremotos de dolor, de vomito, de locura y de catástrofe; me esforzaba en conducirlo hacia el sosiego formulando los más elaborados encomios glorificadores de la aquietada tranquilidad de los elementos, de la benevolencia de los climas propicios para la cosecha y de todo aquello que concurre a aliviar la dura suerte que es parte del destino de los hombres, pero él estallaba en carcajadas alucinantes y, atizando la furia de los volcanes, levantando el destructivo horror de los tsunamis, insuflando una violencia nunca vista en los huracanes y diseñando, en sus laboratorios infernales, nuevas cepas virósicas capaces de aniquilar en un santiamén al grueso de la población humana, ocupaba el resto de su día en arrasar entre espasmos todo aquello que él mismo había creado. Y mostraba júbilo al hacerlo, apoltronándose en sus divanes nubosos a fin de, refrigerio en mano, deleitarse en la contemplación de los implacables incendios y de la inmisericorde rabia de los mares. No pudiendo, así pues, seguir soportando la amistad de semejante loco homicida, cuya abominable afición por el dolo, la violencia y la injusticia se había probado ya de todo punto incorregible, me aparté de su odiosa y atemorizante cercanía y me entregué a los contemplativos caminos del arte. Pero él, iracundo de despecho al ver que no le era posible ganar mi aviesa complicidad, y transido de cierto pánico ante mis cada vez más eximias y notables capacidades creativas, me tendió una artera celada a fin de condenarme. Acusándome de crímenes que yo jamás había cometido, intrigando en mi contra, llenando sus propios palacios con los negros humos de la contienda y manchando sus propios atrios con el oprobioso desdoro de la sangre, me precipitó sin más a las regiones tartáreas, para consumar así una insensata venganza contra quien sólo con la verdad podía haberlo ofendido. No conforme con ello, y advirtiendo que mi naturaleza austera y melancólica había encontrado en el Érebo una agradable morada, me arrojó, con mal disimulado odio, al mundo de los hombres para que, ofreciendo a mi vista el dolor y las penurias de todo el género humano, mi corazón estallase de piedad y de congoja. Desde entonces, mi destino es padecer viendo sufrir a aquellos que, obedientes a las órdenes de Aquel que los mata, me odian, mientras me retuerzo torturado por los aciagos espectáculos de la más abyecta e injustificable miseria y soporto el incesante tormento de una soledad y un destierro que no tienen parangón alguno en toda la larga y penumbrosa espiral de los tiempos. Mas, a pesar de que el maldito embustero se mofe de mi situación desesperada asegurando que mis penalidades tienen como ulterior finalidad mi propio bien, lo perdono, lo perdono, en nombre mío y de todos los seres humanos; porque sé, porque sé positivamente, que su inconcebible furia no es más que el lógico producto esperable en el enfebrecido pecho de alguien que siempre fue temido y adorado por muchos, pero que nunca fue amado por nadie».

Cuando esta negra voz hubo cesado, una lágrima silenciosa rodó por la abrasada mejilla de Dios; y, conforme ese acuoso testimonio de un dolor divino comenzó a mudar lentamente a través de toda la sangrienta gama de los escarlatas, mientras resbalaba hacia un éter infinito de cascada irremediable, los ángeles que rodeaban al Señor bajaron sumisamente los ojos, fingiendo no entender.

1 comentario:

E. dijo...

Va acompañada, esta estrofa digna de Akira Kurosawa, por un grabado de Gustave Doré para el Paraíso perdido de Milton.

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