La deidad sin rostro



Si se me solicitase escoger, de entre todos los infranqueables misterios del universo con los que me he topado en mi extenso y fatigoso periplo a lo largo de tres mundos diferentes, el empíreo, el terreno y el estigio, aquel que con más frecuencia me ha sumido en la confusión y el asombro, aquel cuyo elusivo carácter más noches de mortificación y despecho me ha hecho pasar en vela, aquel que durante más tiempo se ha sustraído a mis infructuosas indagaciones, irguiéndose victorioso ante mi perplejidad enfundado entre los enigmáticos pliegues de una coraza impenetrable, me inclinaría, sin que la duda asomase a mi mente siquiera por la más ínfimamente divisible fracción de un segundo, por el insondable arcano que rodeaba a mi inexplicable imposibilidad de tener un encuentro cara a cara con Dios. Por mucho que lo había intentado, incluso en las incalculables eras en las que había morado en el Cielo mismo, nunca me había sido posible avistar, ni aun de fugaz manera, la refulgente presencia y el augusto rostro del Tirano. ¿Existiría realmente? Los recuerdos de mi propia creación y nacimiento eran muy difusos. Sólo podía rememorar una enceguecedora luz que había herido mis pupilas y que, ya desde mis primeros instantes en el universo, me había hecho experimentar una natural inclinación hacia el reparador alivio de las tinieblas. Aun cuando me esforzaba denodadamente por revivir aquellas indescriptibles memorias de mi fatídica gestación, no era yo capaz de evocar ningún detalle, por vago que fuese, que delatase la presencia fáctica del Demiurgo en la sala de partos de la existencia espiritual. Mi largo paso por los angélicos coros no había arrojado ninguna revelación mucho más alentadora: el trono de Dios al que de continuo dirigíamos nuestros himnos y antífonas permanecía perennemente velado tras un denso cinturón de nubes y resplandores que mis ojos, agudos y penetrantes como eran, jamás habían sido capaces de atravesar. ¿Qué me garantizaba que, de verdad, el Regente estuviese allí prestando oídos a mis insensatas alabanzas? Sobrevino entonces mi rebelión contra ese esquivo Déspota que, oculto tras sus perpetuos cortinajes vaporosos, no permitía que ninguna mirada profanase sus misterios, pero ni aun en el más encarnizado fragor de la batalla pude percibir su figura interviniendo para decidir, en un sentido u otro, la suerte de la feroz conflagración. ¿Qué clase de Dios era aquel que no se presentaba ni siquiera para sofocar las sangrientas contiendas que se libraban en sus propios salones imperiales? Mi temido brazo había estado a nada de derribar su dorado trono, pero en ningún momento el Todopoderoso me había salido al encuentro para impedirlo. ¿Por qué ni aun en los momentos más dramáticos de la guerra, mientras el Cielo entero temblaba y se conmovía bajo los aterradores bramidos de arenga con los que lideraba yo las cargas, el Soberano se había dignado a hacerme frente? ¿Qué era lo que tanto tenía que ocultar? Ninguno de mis ultrajantes dicterios y gritos de desafío había bastado para hacerlo salir de su hermético escondite. ¿En qué lugar exacto de las vastas planicies celestes habría practicado aquella cobarde Divinidad su desconocida madriguera? No me era posible descubrirlo, por lo que su real ubicación seguía siendo un completo enigma para mí. Mi caída a las ardientes simas y tenebrosas profundidades del Averno pareció obliterar para siempre toda posibilidad de tener, por fin, ese demorado encuentro frente a frente con mi inmortal Enemigo, pero, con mi subsiguiente escape al mundo de los hombres, tan cercano al Elíseo, mi infatigable búsqueda volvió a renacer. Exploré esa azul esfera palmo a palmo, esperando descubrir en algún lado siquiera una borrosa huella o débil rastro que delatase la presencia del Altísimo, pero mis meticulosas pesquisas jamás fueron coronadas por el hallazgo de indicio alguno que me pusiese tras la pista de aquella artera y burlona Entidad que llevaba ya incontables eones escurriéndose de entre mis frustradas manos. Según todo conspiraba a indicarlo, mis ojos no eran eficaces para poner finalmente al desnudo sus proteicas artes de camuflaje y obtener siquiera un somero atisbo de cómo sería el verdadero rostro de Dios. ¿A qué obedecería esa inconquistable renuencia a permitir que su reluciente gloria fuese al fin apreciada por mi envidiosa y ofuscada mirada? ¿Acaso el Creador sería de una fealdad suprema y eso lo empujaría al tímido recato de no exponerse a los ojos del vulgo para no ser convertido en objeto de mofa? Era una posibilidad muy real. Se aseguraba que la bestia humana había sido creada a su imagen y semejanza, pero yo había visto a esa estirpe extenderse holgadamente en un rango de tesituras que iba de la belleza más sublime a la deformidad más nauseabunda. ¿Cómo podíamos saber cuál de todos esos humanos era el que de verdad se le parecía? A mi juicio, su modelo debía de reflejarse con mayor fidelidad en los rasgos de un leproso en una etapa avanzada de la enfermedad, aunque era imposible descartar otras posibilidades. Quizás Dios, maravillado al descubrir lo bien que le había salido el ser humano, había mentido sobre el tema de la semejanza y en realidad era una quimera en la que confluían rasgos de los más horrendos animales de la Tierra. Quizás su rostro se asemejaba al de la escolopendra, al de la manta raya o al de alguno de esos hórridos peces cuya extrema fealdad los lleva a ocultarse, con vergüenza, en las más negras y profundas aguas de los abismos oceánicos. O quizás se escondía porque ni siquiera tenía la apariencia de la vida, sino que era una especie de nebulosa con tentáculos y ojos, una solución esponjosa con pinzas o un informe y repugnante charco de luz. ¡Sí! Todo me gritaba que su apariencia tenía que ser tan abominable como su conducta: un Dios con una moral tan monstruosa no podía ser sino una suerte de babosa megalítica rezumando el verdoso limo de la locura en los alucinantes confines de la irrealidad. Mi alma era presa del vértigo, y a mi pecho afloraba el conato del vómito, cada vez que mi imaginación se abismaba en las posibles configuraciones del viscoso y lúbrico bicho canasto gigante que debía de ser aquel acomplejado Demiurgo que tan celoso empeño ponía en mantenerse oculto a mis ojos. ¿Cómo podría luchar alguna vez con Él, cómo podría matarlo, si no me era posible encontrarlo jamás en ningún lugar? Decían que Dios estaba en todas partes, pero, a su vez, yo en ninguna podía hallarlo. ¿Cuál sería, pues, la razón por la que mi afanosa búsqueda y mis incontrolables ansias deicidas jamás habían podido dar con su ignorado paradero? ¿Cuál sería el misterioso sortilegio que de ese modo signaba su existencia, oponiendo una infranqueable barrera a la diferida resolución de nuestra eterna rivalidad? ¿Y por qué clase de invocación me sería posible traerlo al fin ante mí? ¡Atrévete de una vez por todas a dar la cara y enfrentarme, incognoscible Manitú que huyes de mis pasos como el día huye de la noche en alocada carrera por el globo! ¿Existes acaso? ¿O es el miedo el que te empuja a esconderte de mí a donde quiera que yo vaya? Quizás simplemente se trate de que eres invisible, pero, en ese improbable caso, al menos las estentóreas resonancias de tu voz o los pestilentes hedores de tu cuerpo deberían haberte delatado hace rato ante mis sentidos siempre alertas. Mas no: la distancia que pones siempre entre ambos ha de ser sin duda sideral, escapando como el rayo hacia mundos distantes no bien me ves aproximarme o detectas mi peligrosa cercanía, pues jamás he sido capaz siquiera de presentir vestigio alguno de tu paso. ¿Dónde es que te escondes, furtiva Deidad que desde el inicio de los tiempos me has hurtado tu presencia? ¿Dónde es que sepultas tu amorfa figura cada vez que oyes mi resuelta e incansable marcha pisando, amenazante, tus céleres talones? ¿A dónde es que te esfumas cada vez que estoy a punto de sorprenderte? ¿Acaso nunca accederás a revelarme dónde es que has emplazado el apestoso cubil en el que te cobijas para ronchar a gusto, lejos de mi contrariado ceño, los huesos de esa aterida humanidad que día a día perece venerándote? ¡Vamos, evanescente Rey del escapismo, proporcióname de una vez por todas las coordenadas del descomunal pozo de sapo en el que has asentado tus medrosos reales! ¡Dígnate por fin a revelarme en qué malsana región es que se emplaza el asqueroso pantano bajo cuyas fétidas aguas estancadas permaneces inmóvil, conteniendo el aliento desde hace siglos, para no delatar tu posición! Dímelo, eximio Maestro del disfraz, pues ya casi no queda lugar del mundo en el que no te haya buscado. Te he buscado en los sitios desolados, allí donde el viento habla en lenguas misteriosas y el eremita consagrado a ti hace su morada; te he buscado en los sitios populosos, allí donde tu criatura se congrega en multitudes y las magníficas catedrales se afanan por alcanzar los cielos distantes; te he buscado en las iglesias y en los templos, entre los encendidos sermones de los párrocos y los dulces salmos de los coros acompañados por el órgano; te he buscado en los conventos y los claustros, entre las jaculatorias oraciones de tus fieles y las severas penitencias de los pecadores; te he buscado en tu libro, a través de cada uno de los versículos que has dictado; te he buscado en tus milagros, a través de cada estatua que lloraba sangre, cada aparición religiosa y cada portento inexplicable; te he buscado en la medieval filosofía, a través de las abstrusas e ininteligibles páginas redactadas por tus monjes y tus santos; te he buscado en la antigua poesía, a través de muchos piadosos versos que, como la musa de Dante, conducían hacia ti; te he buscado en las mazmorras inquisitoriales, entre las agonías de los acusados y las crueldades de tus sacerdotes; te he buscado en el ascetismo, entre las costillas de las privaciones, los cráneos de la contemplación y los solitarios cementerios que susurran metafísicas reflexiones; te he buscado en los campos sembrados de ruedas de tortura, entre los gemidos de los condenados cuyos rotos miembros eran picoteados en lo alto por las aves; te he buscado en los naufragios y los cataclismos, allí donde decenas de voces invocaban tu nombre al unísono mas en vano; te he buscado en la inocente sonrisa de los niños; te he buscado en el contrito suspiro de los ancianos; te he buscado en el frío aire de los más altos picos y cumbres; te he buscado entre las perpetuas sombras de los más profundos abismos y fosas; te he buscado entre las oníricas regiones de la oscura noche; te he buscado entre las empíricas regiones del luminoso día; te he buscado allí donde reinase la muerte; te he buscado allí donde reinase la vida... ¿qué lugar he dejado sin revisar? ¡Te he buscado en cualquier parte del universo en la que sospechase que pudieses esconderte! Pero, agotadas ya todas las posibilidades, sigues escamoteándome tu presencia como un hábil prestidigitador. ¡Ah, Divinidad huidiza como un venado!, ¿es que nunca te dignarás a mostrarte ante mí? Deseo verte siquiera un momento para poder al fin escupir tu infame faz con la saliva del desprecio y el rencor. Te prometo que me alcanzará con eso y que no necesitaré consumar mi proyectado deicidio. ¡Vamos, Invisible, manifiéstate ante mis sedientos ojos de una vez! Si tan horrendo eres, hazlo aunque sea poniéndote una bolsa de madera en la cabeza, pero confírmame, con tu aparición, que existes. Confírmame, a mí entre todas tus criaturas, que no has muerto aún. Quizás seas, en efecto, una luz enceguecedora y necesite antes procurarme unas gafas oscuras para soportar tu visión, o quizás seas tan execrable que mi única salvación al verte sea sumirme en el efugio de un desvanecimiento misericordioso, pero no me importa: permíteme contemplarte siquiera un instante. ¡Ven a este recinto de acolchadas paredes en el que me han confinado y deja que pose finalmente mi mirada sobre tu nauseabundo ser! Dicen que estoy loco, pero sé que se equivocan. ¿Acaso es locura querer ver a Aquel que nos creó? Mira esta mosca que se ha posado sobre mi mano: no le haré nada para que comprueben que es cierto lo que sostengo y que mi sanidad mental es absoluta. Verán que se engañan cuando dicen que en realidad soy yo el que no existe, cuando dicen que el Demonio, y con él todo el mal que causó así en la Tierra como en el Cielo, no tiene entidad individual alguna sino que sólo es una faceta de Dios, quien está encerrado en este manicomio, en esta misma celda y sujetado por estas mismas cadenas, porque padece un severo desorden de personalidades múltiples... ¡cuando dicen que los dos Homicidas en realidad somos sólo Uno, y que nunca hemos podido vernos cara a cara porque nuestra eterna guerra a través de los mundos y los tiempos nunca ha sido sino una colosal e imperecedera guerra interior!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Casi todo comentario de los asombrados lectores ocasionales será tan bienvenido cuanto censurado: no es infrecuente entre los demonios amar el silencio. Sin embargo, cualquier planteo de guerra o disputa ideológica por parte de hombres o ángeles será atendido con gusto, siempre y cuando cumpla con el insoslayable requisito de no estar redactado en lenguaje adolescente y no incluir términos que parezcan vulgares y mundanos a los jerárquicos ojos de un demonio.