Un fúnebre trayecto



De pie sobre su decrépita barca, envuelto en un negro manto, silencioso como el meditar del invierno sobre las azules cimas de las montañas remotas, el muerto navega, ayudándose con un largo remo al que empuña entre sus esqueléticas garras, a través de hórridas galerías olvidadas, por las oscuras y pútridas aguas de un insondable arroyo subterráneo que se pierde en abismos infinitos. Desmoronadas arcadas de piedra y espantosos monumentos de dolor lo ven pasar, sombrío y distante, como si tan sólo fuese el reflejo de un espectro. Nada parece importarle, mientras regresa desde las lóbregas regiones estigias que le sirven de morada hacia el universo de los vivos en el que debe seguir purgando su inefable condena. Sus enigmáticos ojos brillan con el frío destello del desdén más lacerante, y sus fauces corruptas no se dignan a emitir sonido. Tal vez sea mejor así; hay cosas que un muerto sólo puede hablar con otros muertos... pero dado el caso, él no escatimará en ataques contra ti, oh repelente raza humana. Muchos hay que ya lo saben: sostienen que en sus escrituras anida el espíritu mismo de la locura, dispuesto a arrancar de un momento a otro las pesadas cadenas que lo atan a la carcomida pared de su celda, o que en sus extrañas palabras se esconde el terriblemente contagioso peligro de un sida espiritual, para el cual aún no se conoce cura alguna salvo una agonía digna y veloz, y no dudan en afirmar que con sus inmisericordes blasfemias origina más mal que el que podrían ocasionar un centenar de reputados criminales juntos, puesto que las dagas de estos últimos se ensañan en la carne del hombre pero no en su alma y su corazón. Quienes afirman esto, empero, ignoran que las tormentas de castigo que rodean a este ser, destruyéndolo todo a su paso, son sólo parte de un destino que le fue impuesto por una voluntad superior, motivo por el cual al menos la mitad de sus crueldades tienen su fuente en un plano puramente inconsciente, y no han sido pocas las veces en las que, transido por el vértigo que le producía el libre obrar de las vigorosas alas del genio y la locura, perpetró sus peores crímenes de lesa espiritualidad mientras se creía entregado al arte, mientras imaginaba que estaba haciendo el bien, o, cuando menos, una mera manifestación estética de los pensamientos y razones que conturbaban a su alma. Y si bien es cierto que este demonio ha puesto todo su talento al servicio del mal, muchas veces, al ver a los demás humanos, sumidos en sus mediocres vidas, en las que el egoísmo y la necesidad de subsistir son los sentimientos dominantes y los resortes de toda acción consecuente, uno creería que esa sombra que navega no es, en su abnegada capacidad de sacrificio y en la absoluta inconciencia de su verdadera malignidad, sino un ángel. Quizás alguna vez lo haya sido, en un tiempo remoto de cuya existencia real sólo las profundas arrugas que se forman cada tanto en la preocupada frente de Dios podrían brindar testimonio. Como sea, lo cierto es que estos peligrosos crímenes han supuesto, con el correr de los años, una inevitable enemistad entre este ser y aquellos que aún viven, enemistad que no pasa para nada desapercibida a su penetrante mirada... y justamente por eso es de extrañar que ni aun ante la impensada visión de este segundo compendio de horrores, que aquí comienza, deje él de ser concluyente en su idea de que la palabra milagro es el primero de los vocablos que deberían ser, de una buena vez y para siempre, borrados de todos los diccionarios y eliminados de todos los lenguajes de la tierra. Sí, a pesar de que todos le aborrecen y que querrían liberarse de por vida de la escalofriante visión de su horrenda silueta, no cree él que sea precisamente un milagro el que este segundo libro esté surgiendo ahora de su larga pluma embebida en sangre; por lo tanto, no vayáis corriendo a reprochar, con ojos vidriosos y mirada asustada, al Celeste, que prefiere más bien (al menos según lo afirman indefectiblemente sus fieles seguidores, quizás amedrentados por el hecho de que hace varios milenios que no llueve pan del cielo) obrar sus espantosos milagros entre los encantadores escombros de las más nefastas catástrofes, allí donde los cadáveres, que se cuentan con sofisticadas calculadoras, se ven opacados por la imbécilmente periodística noticia de un niño que sobrevivió bajo las ruinas y podrá, así, padecer demenciales infortunios durante unos cuantos años más en este humeante mundo en guerra eterna. Digamos, pues, que no es esto un milagro sino uno más entre los caprichos de la Noche... El muerto sigue remando, en silencio, con sus demoníacas alas proyectándose sobre su tenebrosa capucha. Las alimañas amigas de la oscuridad le observan con curiosidad, pero no tienen ni el poder ni el valor suficiente para seguirle en su interminable viaje hacia una derruida torre enclavada en una región de perennes sombras y de abismal perdición, barrida por fríos vientos e ignorada por todo el conocimiento universal. El muerto sigue remando, solo, en silencio, con un aspecto sombrío y distante. Allá va, perdiéndose entre las brumas mientras se interna en la fúnebre atmósfera de una gélida noche subterránea de indecibles portento y horror. La oscuridad comienza a cerrarse lentamente en torno a su espectral figura. Se ha desvanecido... pero me atrevo a asegurar que, ahora que ha regresado de su viaje a los avernales rincones de su pasado, el mundo no tardará en volver a tener oportunidad de leer, con una enloquecida mirada llena de pánico, las indisimuladas maldiciones que se apiñan en su diario como cadáveres de brujas y hechiceros en el cadalso inquisitorial. Por lo tanto, si no sois tan timoratos como él os supone, ¡estad alertas, oh, intrépidos niños de rodillas sangrantes que no vaciláis en devorar aquello que sólo puede acarrearos, como comprobaréis tras ulterior y tardío examen, un incurable mal!

1 comentario:

E. dijo...

Mientras amarro la barca de mis pensamientos, puedo deciros que la pintura que acompaña este regreso es The tomb of Böcklin, obra del inigualable Ferdinand Keller (1842-1922).

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