Bajo una tiranía celeste



Noche tras noche consultaba, a escondidas, tras encerrarme sigilosamente en una estrecha mazmorra que ofrecía la conveniente particularidad de carecer de abertura alguna que permitiese a la luna y a los cometas asomarse a su interior, aquel carcomido texto evangélico que por azar había caído en mis manos tantos siglos atrás; noche tras noche comprobaba, incrédulo, mientras el decrépito farallón de mi perplejidad se erguía cada vez más alto y enhiesto al arrojar su funesta sombra sobre mi alma desesperada, que aquellas palabras seguían siendo indudablemente las mismas y que los versículos bíblicos no habían sufrido alteración alguna en su unívoco e insobornable sentido. Apagaba entonces mi lámpara de aceite y, acurrucándome en un rincón de la mazmorra, dejaba escapar un sinfín de quebrados sollozos en medio de las tinieblas, desconsolado, tras lo cual me entregaba a lúgubres y devorantes reflexiones por el resto de la velada. ¿Podía ser posible? La prueba estaba ahí, incontrastable, en esa fatídica página que todas las noches me precipitaba a arrancar convulsamente de ese volumen mentiroso y que acercaba luego al fuego, con garras temblorosas, hasta verla consumirse por completo entre las llamas, pero que al día siguiente aparecía de nuevo encuadernada en su lugar habitual, ostentando, incólume, ese impiadoso texto que me trituraba el corazón como el mortero tritura el cardamomo. Y así como las potencias ígneas de las llamas se mostraban incapaces de destruir para siempre esa página terrible y victoriosa que de mí se burlaba, así mis tortuosas cavilaciones y vanos subterfugios se probaban incapaces de sofocar la espantosa verdad cuyas implicaciones destrozaban mi espíritu cada noche: el mismo Dios que, a través de su Hijo, ordenaba en esos versículos a los humanos ofrecer la otra mejilla ante cualquier ofensa recibida, a mí me había partido sin más la cara en dos con un rayo a la primera transgresión. ¡Su otra mejilla había brillado por su ausencia! ¿Es que acaso hay una ley distinta para dioses y hombres, más laxa para el más fuerte y más severa para los más desprotegidos? Si pusiera toda mi imaginación en ello, no encontraría jamás una manera más monstruosa de graficar tan perfecta y acabadamente la glorificación absoluta del concepto mismo de injusticia. No estoy diciendo con esto que los hombres tengan que exigirle a su propio Dios que les dé el ejemplo de cómo comportarse, pero por lo menos el muy ladino tendría que guardar el decoro de no hacer tan ostensible su abominable costumbre de considerarse, con flagrante impunidad, por encima de toda ley. Aunque en el fondo no me extraña: también he visto a ese mismo Dios predicar a sus creyentes la tolerancia irrestricta con sus semejantes y, acto seguido, mostrarse Él intolerante con los demás dioses, a los cuales desmiente al considerarse único y contra los cuales entabla desde hace siglos cruentas guerras que suelen embellecer ocasionalmente, a través del virginal rubor de la sangre derramada, el pálido rostro de la siempre aburrida historia humana. Un Dios que con tanto desparpajo hace gala de su beligerancia irracional no puede sorprender a nadie al no ofrecer su otra mejilla cuando un ángel rebelde intenta golpearlo. Pero mi alma se abisma en el dolor cada vez que mi mente es atravesada por la amarga certidumbre de que, si el Creador hubiese expuesto impasiblemente ante mi puño crispado el otro perfil de su barbado semblante, yo no habría encontrado jamás las fuerzas suficientes para asestarle una segunda bofetada, sino que, con los ojos arrasados en lágrimas, lo habría reconocido ahí mismo vencedor sin necesidad de una oprobiosa caída en las fúnebres regiones del Tártaro. ¿Por qué, Supremo, por qué no fuiste capaz de, siguiendo los consejos de tu manso Vástago, derrotarme con el mudo reproche de tu mejilla en vez de con el flamígero castigo de tu rayo? Toda la ingratitud de mi impía acción habría relumbrado entonces ante mis ojos, reflejada en cada uno de los sudorosos poros de ese pómulo mal rasurado que se habría levantado sobre mí, acusador y admonitorio, con la augusta reciedumbre de la montaña. En esa inerme mejilla yo habría podido leer con facilidad la superioridad indiscutible de tu poder, así como la irreprochable belleza de tu paciencia y la pétrea excelsitud de tu indulgente magnanimidad. Pero no fue así: elegiste, una vez más, el abrupto camino de quebrantar tus propias reglas y de abandonarte a las tentaciones del despotismo y de la prepotencia. ¡Y hay quienes aún se preguntan cuáles fueron las razones que motivaron mis sacrílegos conatos destituyentes contra las arbitrariedades de tu reinado! No era fácil la vida en ese imperio de columnatas dóricas y broncíneas pilastras cuando su Monarca no se sujetaba a ninguna de las leyes represivas que Él mismo redactaba para someter a sus súbditos. Nuestras libertades individuales se veían continuamente cercenadas por ese Estado policial que carecía de división alguna de poderes, principio básico de todo sistema republicano, y en el que incluso una férrea prohibición gravitaba sobre cualquier sano ejercicio de prensa libre e independiente, a la cual se tachaba de herejía sediciosa y, tras ser sometida a censura previa, se penaba con castigos eternales. No había lugar en esa opresiva dictadura nubosa para las ideas democráticas o para las denuncias de corrupción, nepotismo y abuso de poder, de modo que nuestro activismo militante debía desarrollarse al amparo de la más completa clandestinidad. Y las denuncias eran muchas: pecadores que alcanzaban el perdón por medio de emolumentos dinerarios a la Iglesia y a través de toda clase de sobornos expiatorios, un Hijo al que se le conferían atribuciones divinas y milagrosas a las que el común de los mortales no podía acceder por concurso alguno, y un Dios que faltaba una y otra vez a los dictados de su propia legislación. Todo esto era difundido por nuestros solapados órganos de prensa y por panfletos de tortuoso recorrido que circulaban subrepticiamente de mano en mano, propaganda mediante la cual nuestra justa causa ganaba cada día más adeptos entre los descontentos moradores del Éter; sin embargo, no tardaron demasiado los servicios secretos del Déspota en infiltrarse en las nutridas filas de nuestra creciente facción, de suerte tal que, una vez puestos al descubierto todos mis proyectos golpistas, el Cielo me expulsó de su seno como a un agente patógeno de nocivas cualidades, sin otorgarme siquiera las garantías constitucionales de un juicio previo y del derecho a una legítima defensa, y me deportó sumariamente al populoso calabozo del Infierno para rechinar allí mis dientes junto al resto de los presos políticos que me hicieron compañía en la aciaga caída. Así gobernaba, como legislador, juez y verdugo, y con el monopolio absoluto del uso de la fuerza para llevar a cabo sus violentas razzias empíreas, aquel Dictador celeste que, al asumir su cargo, a duras penas había podido reprimir en su pecho una carcajada ciclópea mientras declamaba la frase de que Dios le demandara algún día el eventual mal desempeño en el ejercicio de sus funciones. Digan lo que digan, únicamente la inclaudicable idiotez de los hombres puede llegar a suponer que esa pocilga autoritaria, en la que todos los habitantes son espiados y controlados sin cesar por un Ojo sin párpado que nunca duerme, es pasible de ser considerada un Paraíso. Pero allí se afanan por ir ellos, observando todas las vanas devociones y supersticiosas costumbres que estragan la libertad humana desde hace siglos, sin percatarse de que su meta final está fundada en un sistema monárquico de carácter netamente totalitario cuyo Mandamás, por si aquello fuera poco, hace ya rato que, tal vez debido a la endogamia de sus demiúrgicos antepasados, se encuentra privado del saludable uso de sus facultades mentales y, negándose a ceder la regencia del unicato a su inexperto Engendro, chochea a gusto en su magno sitial de oro, con su túnica empapada por las espumosas babas de la rabia. Pero los humanos lo siguen reverenciando como si nada, prosternados en el suelo, con el insensato objetivo de alcanzar, por medio de sumisas preces y humillados cánticos de alabanza, un lugar en el peldaño más bajo de ese reino enteramente jerarquizado desde donde poder agradecer por centurias a Uno que, sentado en su alto trono, y recordándoles a cada momento quién es y cuán grandes son su misericordia, bondad y poder, les prescribe la humildad como virtud. ¿Es que nadie advierte que está marchando voluntariamente hacia el yugo de una tiranía eterna? Admitamos que es una pena el que ningún pensador moderno haya nacido a tiempo para escribir el corpus bíblico y reformar un poco sus caducas instituciones empíreas: ¡cuánta razón tendrían entonces! No ha sido así. Su Paraíso quedó, por consiguiente, condenado a guardar la semblanza de un régimen monárquico muy similar a los que estaban en boga por aquellas épocas, tiempos en los que la guillotina aún no había sido creada y el cuello del Soberano de las nubes podía, merced a ello, dormir en paz. Cabe suponer de este modo, dada la caducidad ideológica de un absolutismo eterno, que el pensamiento de Dios no avanzó a la par del pensamiento del hombre, aunque quizás lo más probable sea que el Opresor tenga fundadas razones para proscribir de su reino el sufragio universal y para sujetar, con firme pulso, las riendas de mando en una sola persona que se ha arrogado para sí misma, desde antes de la Creación, la entera potestad de toda función ejecutiva, legislativa y judicial, sin que ningún tipo de mecanismos cautelares o garantías jurídicas puedan protegernos de las caprichosas arbitrariedades de su ánimo. Pero en fin, humanos: alejaos del pecado y la tentación, suplicad de rodillas por la pronta remisión de vuestras faltas, y ascended al Cielo cantando loas a vuestro Padre y llorando de gratitud por su misericordia: no seré yo, mientras bebo un martini en la muelle libertad de las playas estigias, quien vaya a envidiaros. Y en cuanto al Señor, estimo que todavía debe de tener sobre su trémulo regazo mi ofrecimiento, al que ha de estar contemplando transido de estupor y con el semblante demudado por las pasiones: un paquete de encomienda express en el que hoy mismo recibió, envuelta en gasas sanguinolentas, mi otra mejilla, la cual, para darle un castigo ejemplarizante y llenarlo de imperecedera vergüenza, me arranqué anoche de mi mutilado rostro con la ayuda de un filoso escalpelo.

1 comentario:

E. dijo...

La presente estrofa, que no es otra cosa que una completa reescritura de Letanías de orgullo infernal concebida en la reelaboración y compleción total que estoy haciendo del libro a fin de publicarlo en formato impreso, es ilustrada por El último rey, de Alfred Kubin (1877-1959).

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