El cíclope del altillo



¿Podrá jamás alguno de esos abominables mamíferos bípedos cuya naturaleza es tan inverosímilmente débil y viciosa que, no bien se apiñan en sociedades un tanto numerosas, han menester, a diferencia de la manada de antílopes o de la jauría canina, del dictado de férreas leyes, secundadas por las filosas espadas de los guardianes de la justicia, a fin de regular sus conductas y no despedazarse ni esquilmarse entre sí tan a menudo como quisieran, podrá jamás alguno de esos especímenes, repito, pues ya las frondosas ramificaciones de mis impenetrables frases comienzan a cruzarse, como siempre, al otro lado del no tan caudaloso río de lo racionalmente inteligible, de tal modo que considero más prudente retrotraerme sin disimulo a la raíz de la oración antes que seguir avanzando, podrá jamás alguno comprender, repito una vez más, aun a riesgo de que se me tache, no sin razón, de insistente en grado sumo, podrá jamás alguno comprender, siquiera vagamente, qué es lo que se siente aullar noche tras noche de manera desesperada y sin sentido, en la soledad del inexpugnable encierro en un sucio altillo, durante años muy difícilmente computables en los que el único rostro que cada tanto nos observa compasivamente es el de una luna que se asoma tras unos barrotes herrumbrosos y sombríos ante los que nuestra alma retrocede aterrada? ¿Podrá alguno no ya comprender, pero siquiera imaginar ese horror, esa soledad, esa desesperación, esa locura de sueños rotos y de esperanzas mutiladas? ¿Podrá alguno llegar a otear con escudriñadora mirada lo que realmente yace en los abismos del alma de un monstruo que, al buscar el afecto de quienes no se le parecen, sólo engendra un terror de muerte y el más demencial aborrecimiento a su alrededor? ¿Podrá alguno entender por qué el Minotauro asesinaba, entre lágrimas, a las doncellas que gritaban al verle en su laberinto, cuando él sólo ansiaba hablarles y manifestarles sus legítimos sentimientos de ternura? Tales eran algunas de las preguntas que me formulaba sin cesar en los bosques desolados, entre violentas aunque mudas gesticulaciones que llamaban la atención de todas las perplejas aves que poblaban la foresta, tras conocer la aciaga historia de Etelvandro, historia que aún me produce escalofríos y me desgarra el alma hasta el punto de que no puedo permanecer un minuto más sin transcribirla, aunque lleno de espanto y con una pluma temblorosa, en este diario que ha sondeado ya a menudo las más profundas sentinas del dolor y del sufrimiento pero, según me lo dice el corazón, jamás hasta honduras tan pasmosas. Por eso, preparaos, abortos de Dios, pues lo que vais a leer a continuación, mientras me aparto del estilo y los temas que suelen poblar mi manuscrito sangriento, es algo que podría helar vuestras almas y llevaros al suicidio inmediato si no fuese porque vuestra bestialidad os imposibilitará comprender ni la más sutil sombra de una sola de las aleccionadoras palabras que enhebran este acerbo drama. Entre los acaudalados muros de una mansión señorial en la cual el primer acto de esta sublime tragedia encuentra su marco, una célebre dinastía familiar vivió durante siglos una envidiable historia de dicha y de prosperidad, transmitiendo de una generación a otra no sólo el apellido sino también, con él, el éxito y la bienaventuranza. Al morir el último patriarca que esa familia tuvo antes de la presente narración, su heredero, uno de los más agraciados vástagos de esa noble alcurnia, contrajo nupcias, como era ya usual en su linaje, con una de sus bellísimas primas. La felicidad coronó esa unión, y no fue mucho lo que tardaron en ser bendecidos con la dulce espera de un retoño en el cual, pues no de otro modo podía esperarse, enormes expectativas fueron depositadas. Pero, entonces, la sombra de la fatalidad hizo su funesta aparición sobre ese antiguo terruño, pues aconteció que el hijo de este matrimonio nació con manifiestas anomalías físicas que sumieron en el estupor y aun en el horror a quienes asistieron a la parturienta, y que bien podía decirse que alcanzaban con holgura la magnitud de lo directamente aberrante. Comenzó a murmurarse que ese infante era hijo del Demonio, aunque puedo afirmar que no era tal el caso, y gran parte de la servidumbre se negó a seguir prestando servicio en esa casa en la que hasta entonces sólo habían encontrado comodidades y excelente trato, casa sobre la que así caía la sombra de una extraña maldición. La inenarrable abominación fue amamantada por una nodriza ciega, y, tras habérsela bautizado clandestinamente, puesto que el párroco oficial no quiso reconocerla como hija de Dios, con el nombre de Etelvandro, se la confinó a un altillo de la mansión, donde poco a poco, mediante la sucesiva aparición de hijos hermosos que sanaron esta primera herida de sus padres llenándolos de orgullo y satisfacción y restituyendo a la mansión a su antiguo esplendor, fue olvidada por todos, salvo por un anciano criado que se ocupó de su educación hasta que fue la muerte, y no la dueña de casa, la que tocó la campana para llamarlo. Nada más se supo entonces de la espantosa criatura por unos años (si bien no cabía duda de que alguien se ocupaba diariamente de alcanzarle alimentos por una trampilla), hasta que las fuerzas de la adolescencia irrumpieron en su palpitante pecho, no exento de pasiones. Desde ese momento, por las noches empezaron a escucharse alaridos desgarradores y espantosos, que llenaban de horror a los transeúntes que los oían surgir de las inescrutables tinieblas que se demoraban entre las altas enramadas que rodeaban la decrépita mansión. Se decía que esos gritos sólo podían ser proferidos por un demonio nocturno que elevaba sus satánicos clamores al Diablo, y que ni en las cercanías del viejo manicomio la noche se veía perturbada de tal modo por los estridentes coros de lunáticos. Los padres de la criatura fingían no oír nada, pero, cuando los pequeños hermanos del engendro inquirían por la procedencia de esos gritos que alcanzaban a escuchar desde el ala opuesta de la residencia, los progenitores del desdichado monstruo palidecían. Yo mismo, cierta vez que caminaba en la noche para inspirarme en la belleza del silencio y de las sombras, pude sentir cómo, en la lejanía, dichos aullidos rasgaban el aire nocturno hasta llegar a mis oídos, si bien imaginé que se trataría tan sólo de un idiota al que alguna familia perversa tendría encadenado en una húmeda buhardilla: no podía siquiera atisbar aún las maravillosas bellezas e innúmeras perfecciones morales que el alma de Etelvandro encerraba, como relucientes gemas, en su desolado interior. Pues sí: el ser que así perturbaba con sus aterradores alaridos el sueño de todos los mortales en varias millas a la redonda, intentando ser oído por alguien que lo liberase de su encierro físico y, sobre todo, de su encierro espiritual, era un ser que, tras una monstruosa apariencia, escondía todas las bellezas que pueden caber en un alma sin que el mismo Dios pueda, al verla, evitar ruborizarse por la secreta vergüenza de sus propios actos pecaminosos. Un ser de luz, de amor y de sabiduría había sido engendrado por esa ingrata familia que, llevada por los preceptos del mundo de las apariencias, había dado con los huesos de la poesía en un calabozo para malhechores; y todo ese cúmulo de amor sufría de una manera inconcebible para nosotros, animales egoístas, la infranqueable barrera material que su confinamiento suponía a la hora de intentar brindar afecto a sus semejantes, semejantes que, por otra parte, como él bien lo sabía, jamás lo habrían reconocido como tal, razón por la cual sus gritos nocturnos, que más parecían provenir de los pulmones de una bestia semihumana que golpeaba su cabeza contra los muros descascarados de una sombría habitación, eran tan sólo, en el fondo, la desesperada expresión de un dolor que ningún mortal de los que respiran hoy día en este frívolo mundo moderno podría jamás llegar a comprender. Etelvandro tenía sueños, sí, luminosas imágenes sobre las cuales nunca dejaba de caer la sombra de los barrotes que lo separaban para siempre del mundo humano, y, a causa de ello, no tardó en forjar en su alma las aptitudes del verdadero artista, componiendo incansablemente, en los soledosos recovecos de su mente, pasmosas sinfonías capaces de transmitir con cada acorde todo el dolor conocido por el hombre, fugas que habrían dejado sin aliento a los más respetados académicos y sonatas cuyas exquisitas melodías habrían conmovido al mundo entero hasta formar un nuevo océano de lágrimas, tan vasto como el Atlántico, si tan sólo hubiese tenido papel para transcribirlas y, de ese modo, inmortalizar las inigualables obras que le dictaba su fecundo y melifluo cerebro. Mas su arte, que con nadie podía compartir, no lo hacía del todo feliz, y, aunque era consciente de que algunos nacieron para gozar de la belleza y otros sólo para crearla, aún deseaba abandonar su estrecha celda... y aún, aún seguía aullando. Fue entonces cuando un terrible incendio, producto de un rayo divino, devoró la casi totalidad de la mansión en una conflagración atroz que todavía hoy es recordada por los más memoriosos de los lugareños. Mientras los moradores de la vivienda y los vecinos de la zona luchaban denodadamente contra las llamas, nadie tuvo tiempo de advertir que de entre ellas surgía, para perderse sigilosamente entre las sombras de los bosques de la colina trasera, la monstruosa figura de una criatura que, como un niño asustado, escapaba de la insaciable voracidad del fuego. De ese modo, Etelvandro encontró su libertad y empezó a caminar por el mundo; pero el escape de su antigua prisión, lejos de ser un regalo del Cielo, no tardó en confirmársele como un nuevo tormento, millones de veces más cruel que el anterior. Donde quiera que nuestro héroe asomase su rostro, el horror hacía veloz acto de presencia entre los circunstanciales testigos de su patente fealdad, y, junto a él, el loco odio que la cobarde ignorancia muestra siempre hacia todo lo distinto y desconocido. No fueron pocas las veces en las que el desgraciado monstruo estuvo a punto de perder su vida, aunque, lejos de llenarse de rencor y resentimiento hacia quienes le aborrecían de tal modo, su mayor temor pronto fue el de causar molestias a los demás con la insultante presencia de sus deformidades. ¡Ah, cómo lo hubiese amado el mundo si lo hubiese conocido! Pero, al ver su semblante, nadie, absolutamente nadie, ni aun los niños, dudaba de que sería más prudente asesinarlo que atreverse a conocerlo, riesgosa tarea acaso propia de una raza más fuerte y bella que la humana. Así, transitando por los sitios desolados, escondiéndose, temeroso, del rostro del hombre, siempre más monstruoso que el suyo, siempre huraño, acercándose a las ciudades sólo de cuando en cuando para, enfundado entre negros paños que ocultaban por completo sus facciones de cualquier indiscreta mirada, garantizarse, por medio del más tímido latrocinio de comestibles, su sustento, Etelvandro se abrió paso por el globo, siempre ansiando ser escuchado, siempre ansiando ser amado, siempre ansiando rodearse de niños para jugar inocentemente con ellos y llenarlos de valiosas enseñanzas, pero siempre solo y aborrecido, siempre señalado y denunciado, siempre estigmatizado y perseguido. Ni Kaspar Hauser en su sótano, ni Joseph Merrick en su circo, ni la criatura de Victor Frankenstein en su escondite pudieron jamás imaginar sufrir una décima parte de lo que su refinadísimo intelecto y su purísimo corazón padecían; y algunas noches, en los bosques más negros y olvidados, o en las costas solitarias y barridas por vientos enloquecedores, sus aullidos se volvieron a oír como antaño, pero ahora más desolados, más impregnados de llanto, más faltos de respuestas, más carentes de esperanzas. Es que, bien lo sabía él, en el calabozo había podido al menos soñar con una salida, con un mundo desconocido y con el amor que podría hallar en él, pero ahora, en ese mismo mundo, y ya vedada para siempre la posibilidad del amor, no podía soñar más que con volver al calabozo para probar, cosa vana, si sería posible, encerrado nuevamente en él, recuperar aquellos antiguos sueños, tan bellos comparados con todo cuanto le circundaba y hería ahora. Pero no: los sueños eran para Etelvandro cosa del pasado, mientras todo el peso de una realidad ineluctable lo hundía en el lodo de la desesperación, negra charca desde la cual se debatía agónicamente extendiendo sus manos hacia lo alto. Comprendió, finalmente, que la muerte era lo único que podía salvarlo de tan cruda situación, por lo cual meditó la comisión de un acto aborrecible que le garantizaría, unido a su monstruosa apariencia, la ejecución inmediata en una plaza pública. Ya que la humanidad no podía amarle, era necesario que la culpabilidad de esa vida destruida cayera sobre todos los hombres, que su sangre salpicara todas las conciencias de los mortales que no supieron reconocer en él a un nuevo mesías; sí, era necesario que le crucificasen y que cada gota de su sudor y de sus heridas fuese una eterna denuncia en el rostro del universo. Se dirigió, pues, hacia una aldea que entonces divisó cerca de las extraviadas sendas de su azaroso vagabundear; mas, no bien hubo alcanzado sus cabañas más periféricas, un lugareño lo abordó en términos amistosos, preguntándole por su nombre y procedencia. Al mirarlo, advirtió que el campesino tenía un solo ojo en el medio de su rostro. Pronto se encontró, sin entender cómo, gozando de toda la hospitalidad de esa alma caritativa, sentado a una mesa rebosante de manjares, y con asombro descubrió, atónito, que tanto la mujer como las hijas de ese hombre contaban, también, con un ojo único que se entronizaba, victorioso, bajo el sereno dosel de una frente llena de sabiduría. No tardó en comprender que había llegado a la ignorada aldea de los cíclopes, y que entre ellos él no era ya un monstruo, sino uno más, un igual, alguien con quien se podía intercambiar amablemente pareceres y a quien se podía tributar el afectuoso trato del amor. Arduos esfuerzos le costó vencer su natural timidez, pero finalmente pudo comunicarse de manera más o menos satisfactoria con sus nuevos semejantes; al poco tiempo, contaba con un empleo y una vivienda, y destacaba entre todos los cíclopes por la increíble belleza de su alma y por su sabiduría sin igual, beneficiada por su largo recorrido a través de las más renombradas ciudades del orbe. Admirado, idolatrado, solicitado de continuo por las amabilidades del sexo opuesto, él mantuvo su humildad como si no mereciese nada de todo ello, o como si desconfiase de ese súbito vuelco de la fortuna, sin atreverse a gozar de su cambio de suerte y del mundo de felicidad que se abría ante él tras un camino tan lleno de fatigas y dolores. No obstante, con el tiempo accedió a la idea de aceptar en matrimonio a una de las dulces hijas del campesino que moraba en las afueras de la aldea. El sol de la vida despuntaba así, aunque tardíamente, en la desdichada existencia del cíclope del altillo, y él se aprestaba a darle la bienvenida en los dorados pórticos de su dócil y afable corazón cuando Polifemo, cíclope lleno de envidia hacia él y de rencor porque se hallaba ciego y despreciado, lo apuñaló por la espalda y puso fin de ese modo, catastrófico y cruel, al mísero periplo terreno del monstruo. Mucho agonizó Etelvandro, el tiempo suficiente como para mensurar, sobre el charco que iba formando su propia sangre, la terrible burla que el destino le había jugado; y aun así murió lleno de amor y agradecimiento a la vida, contemplando la belleza del sol que poco a poco se nublaba ante su mirada, y perdonando a su asesino, a quien supo comprender y al cual tendió una mano amiga a la hora de expirar. ¡Oh, Etelvandro, tú que yaces en esta tumba solitaria que, de cara al Adriático, visito yo todos los inviernos, yo, que me reiría de la sola idea de visitar el sepulcro de mi propia madre!: sé que en tu corazón perdonaste a toda la humanidad que te despreció y destruyó de tal modo; y es por eso, es por eso que sigo sufriendo y viniendo año tras año, en un peregrinaje que ya se ha vuelto parte religiosa de mi vida, a llorar aquí... porque sé, Etelvandro, y toda mi naturaleza arde en rebelión cuando pienso en ello, sé que jamás la superficial y monstruosa humanidad podría alguna vez haberte perdonado a ti.

1 comentario:

E. dijo...

Acompaña a esta luctuosa historia, que rompe con el usual egocentrismo de mi diario, El cíclope de nuestro conocido Odilon Redon (1840-1916).

Y cabe aclarar que entre las fuentes que me revelaron esta historia verídica están, entre otros, no sólo el cuadro de Redon, el Frankenstein de Mary Shelley, El extraño de Lovecraft y el hermafrodita y el rey de los peces del Maldoror, sino sobre todo aquella lejana noche en la que, mientras vagabundeaba por la ciudad desolada y dormida, escuché surgir un desgarrador grito de lo alto de esa vieja casona de dos plantas cuyos inescrutables misterios jamás dejarán de acosar mi imaginación.

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