Mitologías aquerónticas



Desdichados de aquellos muertos en vida que, embutidos en los fúnebres caparazones de sus absorbentes intereses rutinarios, y con su campo visual restringido por las tiránicas anteojeras de un materialismo idiotizante, pululan ciega y apresuradamente por el grisáceo entramado urbano de la vetusta ciudad que, en virtud del irritante enfado que las numerosas altanerías de sus disolutos y procaces moradores causan desde tiempos inmemoriales a los dioses mayores, fue sentenciada por éstos a la funesta desgracia de parir un demonio, que ahora escribe estas líneas, y de darle cobijo hasta edad avanzada; desdichados de ellos, sí, pues, al no contar con unos ojos clarividentes y ávidos de poesía y maravilla como los míos, ignoran todas y cada una de las diversas presencias mitológicas y del inagotable abanico de sucesos asombrosos que prestan (asaz hipócrita sería negarlo) algo de belleza a la sórdida osamenta de concreto que compone la pestilente metrópolis portuaria en cuyo pútrido seno discurre, como un agónico gemido que nunca cesa, el monótono cauce de sus intrascendentes periplos existenciales. Pero yo, que he visto, y que sé, repasaré ahora, para intentar consolar un poco a mi alma, que busca reponerse de sus náuseas dado que acaba de asistir, una vez más, al horripilante espectáculo de la siempre diversa pero siempre repugnante configuración del rostro humano, máscara derretida por el enfermizo fuego de las pasiones más inconfesables sobre una calavera llena de egoísmo y de malicia, repasaré ahora, séame lícito el epítome, algunos de los mitos e historias que nutren, con su melancólica sabiduría otoñal, el misterioso pasado de esta vaporosa urbe que eleva hacia un inclemente cielo revestido de perennes grises sus tristes moradas y sus derruidos monumentos consagrados al olvido mientras se acurruca, temblorosa, junto a las infaustas márgenes de un perezoso Aqueronte de aguas condenadas y leprosas.

Imagino que ninguna divinidad podrá manifestar la más leve sombra de despecho si mi pluma se inclina a comenzar su crónica por aquella aciaga historia, que tanto ha hecho ya llorar a generaciones enteras de almas sensibles, y que tanto hará aún llorar a otras, del semáforo cuya luz nunca cambiaba. En un recóndito barrio de las periferias metropolitanas, zona de calles lúgubres y de casas mayoritariamente bajas, vivía hace mucho tiempo una humilde doncella, la inigualable hermosura y esbeltez de cuyo garbo concitaba la admiración y el elogio de todos los que posaban alguna vez sus ojos sobre ella, y la sencillez y nobleza de cuyas desprendidas acciones le granjeaban la bendición y el amor de todo el vecindario. Pero aconteció que, durante cierta noche de invierno, la muchacha se vio compelida a abandonar, a una hora intempestiva, el seguro refugio de su hogar tras recibir el urgente llamado de una anciana vecina cuyo frágil estado de salud le hacía requerir, como en muchas otras ocasiones, la invalorable ayuda de la doncella a la cabecera de su lecho. Envuelta en una capa a fin de combatir el frío del insalubre clima, la joven partió, solitaria, hacia la morada de la anciana, apretando su ágil y leve paso en medio de las sombras nocturnas de las húmedas callejas; mas, cuando la muchacha se hallaba ya en las cercanías del parque arbolado que debía cruzar para llegar a destino, un rostro depravado salió súbitamente a su encuentro, clavando pronto lúbricas miradas en la virgen inocencia del ángel que había hecho tan extraña aparición ante sus bestiales ojos. A continuación, no bien el abyecto sátiro se lanzó en pos de la doncella como un halcón famélico lo haría sobre una tierna paloma, una frenética persecución tuvo lugar, mientras la ciudad entera, abandonada al reposo, permanecía indiferente entre los mullidos brazos del apacible sueño; exhausta por la carrera, con el corazón saltándosele del pecho, y ya al borde de la más extrema desesperación, la muchacha, cayendo de rodillas en una esquina ante la despiadada mirada de su verdugo, invocó en su ayuda a todas las divinidades y dríades urbanas protectoras de la juventud, las cuales oyeron sus votos conmovidas e intercedieron ante las diosas de la polución por ella. Éstas, mostrándose propicias, decidieron proteger la virtud de la muchacha acorralada en tan espantoso trance, y así fue que, frustrando las salaces intenciones del confundido violador, la metamorfosearon inmediatamente en un semáforo, el cual, desde entonces, se yergue en esa esquina sin que ninguna autoridad gubernamental acierte a determinar quién fue el que lo puso allí. Mas el semáforo, que alberga en su interior el alma de la joven aún traumada y aterrada, llena de culpa y de dolor, permanece siempre en rojo, para congoja de Desórdeos, el ruidoso dios del tránsito, y para impaciente furor de las interminables filas de vehículos que esperan día y noche por una luz verde que nunca llegará. Nadie conoce con exactitud la ubicación de esa esquina, mas es tradición ahora que todo aquel conductor que espera durante horas frente a un semáforo en vano, aguardando infructuosamente a que el rubor de una virgen consumida por la vergüenza dé paso al amarillo del perdón y al verde de la esperanza, adivina al fin lo que sucede, se persigna, maldice los numerosos ejemplos de la maldad humana, fuente siempre de lamentables consecuencias, pone marcha atrás, y esa noche, al elevar sus plegarias al cielo, pide por el descanso del alma de la doncella ultrajada.

Innúmeras son las legendarias transformaciones, desconocidas por Ovidio, que tuvieron lugar, al igual que la recién narrada, entre los vastos pliegues de este dédalo urbano, como por ejemplo la de aquel vagabundo, veterano de guerra sumido en la miseria, que había sido arrastrado por el alcohol a la insensata locura de creer que tenía por misión dirigir el tránsito, con su silbato, frente a una vía en la que no había barrera, hasta que, tristemente empujado, por su constante embriaguez, a ser embestido él mismo por el tren de cuyas arrolladoras cornamentas protegía a todo el mundo, fue transformado por los dioses, que no pudieron evitar apiadarse al conocer su infortunada historia, en una nueva barrera que es hoy profusamente elogiada por su inigualable vocación de servicio y su cronométrica precisión de corte; pero, estando seguro de que habré de tratar otras notables metamorfosis más adelante en mi crónica, prefiero enfocarme ahora, ya que he mencionado al veloz ciempiés de acero, en la perturbadora leyenda de esa brumosa bocina, oída por muchos en la noche, de un tren fantasmal que nadie puede ver. Cuentan que todos los solitarios transeúntes que vagabundean pensativos y cabizbajos por la ciudad, mientras albergan en su pecho algún deseo funesto o meditan alguna mala acción, escuchan súbitamente, al estar por cruzar un paso a nivel, la sonora advertencia de un tren que se aproxima; deteniéndose mecánicamente para dar prioridad a la temible e irrefrenable marcha de la máquina, levantan con resignada lentitud la cabeza y hacen girar entonces vanamente sus contrariados ojos en torno a un tenebroso paisaje vacío, sitio del cual, sin embargo, la bocina inequívocamente ha procedido, y en toda cuya extensión sólo alcanzan a ver los vapores de la noche meciéndose fantasmagóricamente en diáfanas volutas sobre una árida desolación de rieles y yuyos. Aterrados, los viandantes ahuyentan inmediatamente las aladas sombras de sus deshonestas cavilaciones y dirigen a toda prisa sus tambaleantes pasos hacia la iglesia más cercana, en cuyo confesionario caen pesadamente de rodillas para descargar toda la negrura de sus pecaminosos corazones ante la severa mirada del párroco, que asiente con su cabeza mientras escucha, comprendiendo lo que ha sucedido. Pero hay quienes dicen que no es la bocina de un tren espectral la que produce este singular fenómeno, sino que se trata de la poderosa trompeta de un ángel de justicia, que con su apocalíptico clarín se ocupa celosamente de mantener apartados de las sendas del mal a los hombres, en una eterna tarea que Dios le ha encomendado como castigo por haber osado interceder una vez por el perdón de mis pecados, si bien no faltan tampoco quienes aseguran que ese sonido, que muchos tímpanos insensibles interpretan y decodifican como de índole ferroviaria, es en realidad la maléfica carcajada de Satán, que, oculto entre las malezas, celebra al ver que las filas de sus súbditos se incrementan con un alma más.

Pero no sólo la maldad y el remordimiento anidan en el pecho de los solitarios, sino también, aunque en raras ocasiones, la tragedia y el amor, como bien puede atestiguarlo la historia de aquel poeta bisoño que moraba en ese altillo frecuentado por murciélagos desde el cual, según se decía, era posible escuchar todo lo que sucedía en cualquier punto, no importa cuán distante, de la ciudad. Este taciturno y sufriente poeta, inmerso entre sus cuartillas y sus libros, y siempre encerrado entre los carcomidos tablones de su destartalada buhardilla, soñaba día y noche en medio de esa babel de calidoscópicos sonidos que le llegaban desde los más remotos puntos de la insensible urbe que lo ignoraba, a él, a él que había escuchado las desdichas de todos, y que había tomado parte, secretamente, en las lágrimas de cada uno de sus conciudadanos. Pero esos sueños que eran todo su sustento se vieron drásticamente interrumpidos, para dar paso a más vastos y deliciosos mundos oníricos, en cuanto oyó por vez primera las cautivantes notas de un misterioso piano que sonaba apagadamente en la distancia, la dulzura de cuyo fraseo delataba que era ejecutado por una melancólica muchacha de la que el poeta no pudo evitar enamorarse en sus fantasías. Abandonando su altillo, el joven comenzó a vagar al azar por las calles, bajo las desnudas ramas de los árboles, persiguiendo esas delicadas melodías que llegaban fragmentariamente a sus oídos empujadas por la brisa y que a los pocos pasos se perdían de nuevo; finalmente, tras varios días de búsqueda, el mapa de su procedencia se fue clarificando en su mente y pudo así dar con la mansión en ruinas, cubierta de hiedra y rodeada por un amplio parque lleno de rosales, de cuyo interior brotaban los cautivantes arpegios y las desoladoras semifusas del emotivo piano. Desde ese día, el poeta comenzó a visitar religiosamente esa casona, ante cuya puerta se quedaba extasiado durante horas, con el alma perdida en esas envolventes sonatas que conmovían y estremecían su atribulado corazón. Con el tiempo, se atrevió al fin a depositar en el buzón una tímida epístola amorosa, a la cual siguieron otra y otra, todas dirigidas a la joven sin nombre que había hechizado su mundo de sueños como jamás ninguna otra cosa podría haberlo hecho. Los vecinos de la mansión, sabiendo de qué se trataba, no osaban comunicarle al muchacho, temiendo que perdiese la razón al enterarse, que la joven que tocaba ese piano había muerto hacía años, y que no era sino su fantasma el que perturbaba a todo el barrio con sus fúnebres composiciones pianísticas. Mas el poeta, habiendo visto ya innumerables veces la silueta de sílfide de su amada asomándose por un instante a la ventana, seguía enviando misivas, cada vez más desesperado por la falta de respuesta, hasta que, loco ya de pasión y de sufrimiento, se suicidó cierto atardecer de agosto frente a la impasible puerta del jardín de la ejecutante. Conmiserativo por el trágico destino del joven, y suficientemente familiarizado con el mal de amores, el dios tutelar de la ciudad, Wennus, decidió metamorfosear al muerto en un cartel colgante, al que suspendió sobre el portal, a fin de que el alma del ardiente poeta pudiese seguir oyendo por siempre el melancólico piano de la muerta, para responderle luego con su chirrido metálico al ser balanceado por los vientos del invierno, chirrido que, expresando los lamentos de un amante, fastidia desde entonces a la pianista, que comete gruesos errores y descuidos en su otrora perfecta ejecución y, algo apenada, a menudo se reprocha por haber desdeñado a su pretendiente. Ya que nadie se atreverá nunca a decirlo, permítaseme expresar que, aun cuando algún día esta ciudad desaparezca y sólo queden de ella ruinas, o verdes campos salpicados aquí y allí por algún que otro escombro, sin vestigio alguno del altillo, de la mansión o del cartel de la puerta, el piano de la muerta y el chirrido metálico de su amante seguirán entremezclando sus tristes voces, por los siglos de los siglos, entre las ululantes hebras del viento apesadumbrado y quejoso.

Y ya que lo eterno es motivo de nuestros pensamientos, mencionemos ahora la luctuosa historia, conocida por pocos, aunque no por ello menos verídica, de la terrible condena que cayó sobre el ucraniano errante. Quien quiera que haya atravesado el epicentro del tumor urbanístico un día viernes, durante el horario en el que las uniformes muchedumbres abandonan sus cubículos laborales y se apresuran a disfrutar anteladamente del merecido recreo del descanso sabático, habrá comprobado, en su propia carne, lo que es soportar toda la crudeza del fatídico e inexorable estancamiento propio de un embotellamiento asfixiante. Habituados a este tipo de situaciones, los automovilistas nativos de la ciudad, devenidos ya en filósofos, afrontan su destino con semblante resignado, mientras dirigen vagas plegarias a Desórdeos y le ofrendan el dulce incienso de sus religiosos caños de escape; mas el forastero recién llegado, atascado de golpe en ese novedoso maremágnum vehicular, cae presa de la desesperación y se transforma prontamente en un sujeto pasible de cometer cualquier tipo de locura. Tal lo que le sucedió a cierto taxista ucraniano, que, viéndose por primera vez atorado más allá de toda ayuda divina en ese horizontal embudo multitudinario de monstruos alimentados a base de combustible, juró por el Diablo que saldría de ese trance sin jamás cambiar de carril ni pedir paso, así tuviese que esperar hasta el día del Juicio Final para hacerlo. Rápido de reflejos, el Maligno tomó su palabra, de modo que, desde entonces, el ucraniano está condenado a circular para siempre en su taxi fantasma por los sórdidos laberintos de asfalto, perseguido en perpetua e indeclinable cacería por los más feroces y pétreos embotellamientos, entre jaurías de ensordecedoras bocinas y miríadas de vehículos que, abatiéndose sobre él como aves de rapiña, no le dan un segundo de respiro, y así deberá seguir errando, eternamente, hasta que el hechizo que signa su existencia se rompa, para lo cual debe conseguir una pasajera que no pueda abandonar su charla y acepte acompañarlo en su taxi por cien años y un día, momento en el que el ucraniano recobrará al fin su añorada libertad y podrá hallar reposo para sus huesos milenarios. Pero también es digno de mención que, si la persona que sube al taxi está completamente libre de pecado, la tarifa final del viaje estipulada por Satán para ese desafortunado pasajero no es ni más ni menos que su propia alma, motivo por el cual hay muchos avisados que, con prudente advertencia, antes de subir a un taxi constatan fehacientemente, escrutando las ojeras y el cetrino semblante del conductor, que su chofer no resulte ser un fantasma. Mucho contrasta la historia del ucraniano errante con la de aquel colectivero al que una diosa, que recorría la ciudad bajo el aspecto de una fugitiva, le concedió el don de la juventud eterna por haberse detenido para permitirle subir en una esquina en la que su línea carecía de parada; claro está que, siendo este colectivero un humilde trabajador de carácter noble y sencillo, no fue poco lo que sufrió al ver envejecer a su mujer y a sus hijos mientras él permanecía siempre joven, con su cutis acariciado por las gráciles ninfas de la tersura, todo lo cual determinó que el pobre hombre optase, a la larga, por quitarse la vida: es que tales dones suelen resultar de mayor provecho en individuos pérfidos e inescrupulosos que en almas bellas.

Pero será mejor que hable ya de ese dios que, en un extraño culto, recibe, por parte de los hombres, sus adoradores, todo tipo de ofrendas y sacrificios tributados en la forma de un interminable cúmulo de sustancias contaminantes y de desechos de todo tipo; me refiero al dios del río Achueles, divinidad de fétido y verdoso corazón corroído por el odio que empuja sus tóxicas aguas hacia el río Argénteo, el cual también tiene su culto de heces e inmundicias, pero que sabe mantener un poco más límpido y bravío su corazón indomable. Historiadores que acostumbran escribir bajo el efecto de drogas sedativas aseguran que, hace varios siglos, el río Achueles supo ser cristalino y sonriente, y que una alegre población de colonos gustaba de bañar sus vigorosos miembros en sus aguas; pero entonces llegó el progreso del hombre y, con él, todas las palabras hermosas con las que los políticos encandilan a las masas ignaras, de modo que el río conoció la mugre, y su sonrisa se fue opacando bajo todo tipo de residuos fabriles y de fluidos anómalos, y los hombres ya no corrían a nadar en él pues debían palidecer trabajando en las sombrías y ceñudas fábricas, para alborozo de todos los chamanes ideológicos que dicen soñar con un mundo mejor. Y así, el alma del río se fue pudriendo, y el veneno del resentimiento hizo presa en él; los peces fueron los primeros en notarlo, y no fue mucho lo que tardaron en alejarse todos de consuno para perderse en las distantes aguas de los mares, prefiriendo arriesgarse a ser devorados por desconocidos escualos antes que ser mancillados por la degradante corrupción del hombre. No contentos con esa destrucción, los habitantes del puerto decidieron que había llegado la hora de contaminar también las aguas del Argénteo, y de igual modo se le empezó a rendir culto, pero el audaz río, en complicidad con la sudestada, a menudo devuelve, enfurecido, sus sucias aguas a los moradores de la ciudad, desbordando los arroyos que le son afluentes, e inunda así sus barrios bajos; mas los hombres, arrodillados ante la diosa de la razón, que sacrifica a millones de víctimas diarias en todo el mundo, prefieren, en vez de ofrecer cincuenta doncellas y cincuenta mancebos al río para aplacar, como antaño, su ira, maldecir al intendente de turno sin jamás pedir perdón a la deidad acuática ni dar muestras de arrepentimiento alguno; y tal vez hagan mejor así.

¿Seguirá alguien leyendo todavía este extraño florilegio de prodigios urbanos? Si tal individuo existe, sin duda ha de tratarse de un artista, y, puesto que su alma ha de ser la de un soñador, la historia que me apresto a narrar ahora no le resultará desconocida, pues ya habrá visto, con sus propios ojos, la espectral cabeza de un albañil posándose sobre los muros o flotando misteriosamente por la ciudad. Todos aquellos devotos de salir a caminar pensativamente por las calles desiertas en medio del silencio de la noche, habituados a hacer abstracción del mundo circundante y a extraviarse en el secreto entramado de sus ensueños más recónditos, han sido arrancados alguna vez de sus bucólicas fantasías y devueltos a la realidad, con un salto y un estremecimiento de pánico, por el repentino ladrido de un perro que, asomado a la vereda tras las rejas de la casa en la que fungía como fiel guardián, logró sorprenderlos y aturdirlos. Pero hay algunos caminantes, si bien son los menos, que una vez en sus vidas han conocido un terror mucho mayor al ser asaltados, tras un instante en el que apartaron, aún sumidos en embriagantes cavilaciones, sus ojos de las baldosas del suelo, por la súbita aparición de una muda cabeza que, a la misma altura de sus rostros, los miraba fijamente y les hacía inexplicables señas. Narran crédulas pero fidedignas ancianas que, en épocas en las que la ciudad apenas si alcanzaba el status de aldea, existía cierta casona en la que un señor de alcurnia aposentaba con pompa y ostentación los reales ducados de sus grandes emporios. Tenía este hombre una hija adolescente que era célebre por su inigualable belleza, y que había sido educada con dedicación y esmero a fin de que pudiese alcanzar un matrimonio capaz de acrecentar satisfactoriamente las riquezas de su codicioso padre. Al solo efecto de presentar finalmente a su hija ante lo más granado de la alta sociedad, el adinerado magnate decidió organizar un importante baile, razón por la cual, entre otras cosas, ordenó que se llevasen a cabo ciertas refacciones edilicias en la fastuosa mansión. Pero aconteció que, entre la cuadrilla de obreros y restauradores contratados para realizar dichas tareas, se contaba un albañil algo entrado en años que, aunque delgado, ofrecía un aspecto general bastante desagradable, lo cual a menudo le valía las burlas de sus compañeros y el desprecio de las damas. Difícilmente podría alguno de ellos haber imaginado que, detrás de su escasez de dientes, de su rala calvicie, de su piel pringosa y de sus cejas hirsutas, se escondía, con injustificada aunque comprensible timidez, un alma que había sido agraciada, por esas hadas lunares que visitan a veces las cunas de algunos infantes predestinados, con todos los inestimables dones que la imaginación, la inteligencia y la sabiduría pueden reclamar como propios. Nadie sabe cómo sucedió, pero, de algún modo, la hija del acaudalado dueño de la mansión alcanzó a percibir la belleza intelectual de ese humilde albañil, de suerte que pronto nació, inevitable y arrolladora, entre esas dos desparejas existencias, la violenta chispa del romance. Sin poder dar crédito a los crecientes rumores y murmuraciones, el padre puso a su hija bajo estricta vigilancia, y, aunque los enamorados eran hábiles en sus maniobras, el determinante hallazgo de ciertas cartas de ardiente tenor resultó suficiente para despejar todas las dudas de un progenitor consternado y furioso. Sin perder un instante, dio precisas instrucciones a sus sicarios para que se deshiciesen del albañil de manera discreta pero suficientemente cruel. El calloso trabajador fue, pues, golpeado, vejado, torturado y humillado de manera tal que, una vez más, como tantas otras, los demonios, llegando en bandadas desde el Hades, debieron tomar nota para aprender del hombre el perfeccionamiento en las difíciles artes del ultraje, el vituperio y el estrago. Como corolario de tanta horrorosa insensatez, se decidió que no tenía ya mucho sentido que la cabeza y el cuerpo del albañil permaneciesen unidos por más tiempo en una sola pieza, y robustas manos provistas de desafilados machetes procedieron a consumar la odiosa operación de desguace. Dejando esos escombros humanos a un lado, llegó el turno de la pala, que se abocó a su faena con tanto celo que, cuando los esbirros del tirano fueron a arrojar las ruinas mortales del albañil a la fosa, advirtieron, atónitos, que la cabeza faltaba. Esa misma noche, se dice, tuvieron lugar los primeros síntomas de la locura del magnate, que comenzó a asegurar que era perseguido por una cabeza que flotaba por los pasillos de la casa y que lo acosaba a toda hora. Y lo mismo les sucedía a todos sus secuaces: así, unos murieron gritando en un manicomio, mientras agitaban sus brazos para mantener alejado algo invisible que aparentemente veían en el aire; otros lo hicieron mascando precipitadamente las amargas bayas del suicidio, desesperados; y los más, como el señor de la mansión, pisaron la barca de Caronte a raíz de fallas cardíacas provocadas por el pánico, si bien se sabe que sus cadáveres, al ser hallados, mostraban raras marcas de lacerantes mordidas en el rostro. Y desde entonces, esa misma cabeza, la cabeza del albañil, es avistada a menudo surcando, taciturnamente, el aire de la ciudad como un silencioso cometa, o recortando fantasmagóricamente su pálida calvicie contra el cielo nocturno, lo cual genera a veces la ilusión de que se trata de la misma luna que desciende lentamente hacia las ventanas de los hogares para observar más de cerca y con mayor detenimiento las enigmáticas costumbres de los hombres. Pero esta cabeza espectral no se muestra a cualquiera: hay quienes dicen que su aparición vaticina algún suceso funesto para aquel que es visitado por ella, pero otros afirman, y yo les creo, que el verla es prueba segura de que uno conocerá pronto al amor de su vida.

Posiblemente alguien se pregunte qué sucedió con la hija del magnate, pero, para hablar de desgracias y tribulaciones padecidas por doncellas custodiadas por padres celosos, prefiero introducirme en la mucho más turbadora historia que da marco a la célebre leyenda de la moto sin jinete (tal el nombre con el que, inexplicablemente, pasó a la fama el mito, pese a que de lo que puede carecer un ciclomotor no es de un jinete sino de un motociclista). Todo comenzó cuando al padre de una hermosa doncella le fue augurada la inquietante profecía, encontrada en el horóscopo de un chicle, de que su nieto habría de darle muerte. Tras mucho meditarlo, el padre tomó la determinación de encerrar para siempre a su hija en el altillo de la casa, bajo siete llaves, a fin de que ningún hombre tuviese jamás posibilidad alguna de seducirla y de producir en su vientre el milagro de la vida. Pero sucedió que el dios Wennus, que siempre se hacía mantener actualizado por sus duendecillos sobre el paradero de las distintas beldades ciudadanas, estaba ya al tanto de todo, de modo que, codiciando la inmaculada belleza de la joven, se transformó urgentemente en contaminación ambiental y, escapando del caño de escape de un vehículo, logró filtrarse por la ventana del altillo para alcanzar así, de incógnito, el delicioso lecho de la infortunada cautiva. Teniendo bajo su mando toda una organización de contraespionaje formada por un nutrido séquito de duendecillos propios, Aairas, la celosa esposa de Wennus, no tardó en enterarse de la triste hazaña de su incorregible marido, razón por la cual urdió la estrategia de apersonarse bajo el aspecto de una gitana en la casa de este crédulo hombre para hacerle saber que su hija estaba encinta; pero el dios, anticipando la hábil maniobra, puso en libertad a la muchacha, la cual al poco tiempo dio a luz un retoño. Explotando de ira, Aairas la de blanco cuello resolvió acabar con la vida de ambos, pero Wennus el Asfáltida, temiendo lo peor, transformó a la joven madre en una moto y a su hijo en un casco, razonando que tal metamorfosis sería suficiente para burlar la perspicacia de su mujer; mucho se engañaba, pues ésta, desenmascarando de inmediato, como siempre, los ridículos manejos de su esposo, envió a uno de sus ángeles para que, disfrazado de policía y convenientemente motorizado, persiguiese a la muchacha de alta cilindrada a fin de extenderle una elevadísima multa espiritual. De modo que, desde entonces, la moto recorre, sin jinete y con sólo un misterioso casco sobre su asiento, la ciudad incansablemente, acosada por un ángel uniformado que, siempre en pos de ella, nunca cejará en su misión de condenar las almas de un hijo y de una madre. Es así que muchos peatones se han visto ya sorprendidos por el consternante espectáculo de una motocicleta que anda sola y que se desliza velozmente sobre el húmedo empedrado, pasando frente a sus estupefactas narices, con un agente celeste siempre detrás, tal como seguirá haciéndolo por toda la larga eternidad sin poder gozar jamás de un solo instante de reposo, pues tanto perseguida como persecutor disponen de un mágico combustible que nunca se consume. En las noches lluviosas de mayo, el hombre soñoliento puede oír, desde su lecho, que por la calle pasa cierta moto que hace sonar desesperadamente una bocina de quebrados acentos: se trata del desolado lamento de la muchacha, que con sus atiplados aullidos ruega al dios, su antiguo amante, que intervenga por ella y por el fruto de su unión, librándolos a ambos del horrible sortilegio… pero Wennus observa el furioso ceño de Aairas la tormentosa, y tiene miedo. Cabe destacar, como principal moraleja de esta historia, que el oráculo de la goma de mascar presagió la muerte del anciano de manera totalmente infundada, lo cual no era, empero, demasiado imprevisible.

Mas, a fin de ahuyentar un poco la indignación que este último detalle produce, demos paso a la maravilla que encierra la no menos desgarradora tradición de esa legendaria criatura que, pletórica de misterio y de inhumana fortaleza, tanto conmueve a mi alma cada vez que mis ojos perciben su extrañísima silueta recortándose sobre el horizonte de una calle desierta. Todas las noches, del oscuro bostezo de un puente inmundo, emerge un ser mitológico, mitad hombre, mitad carro, que, como un monstruo de proporciones inabarcables, marcado por las mil cicatrices espirituales de un terrible pasado, comienza a desplazarse por el entresijo urbano a fin de juntar cartones y remover, para subsistir, la basura que criaturas más afortunadas depositan frente a sus cerrados y firmemente aherrojados portales de fría indiferencia. Los gatos, él lo sabe, le aborrecen tanto como las diosas de la ventura, toda vez que este ser los despoja de sus viejos dominios y, disponiendo como propios de los residuos que la estirpe felina había sabido conquistar para sí tras siglos de cruentas batallas contra tribus enemigas, genera en sus ojos amarillos un rencor que, aunque disimulado tras una afectada pose de dignidad y desdén, no morirá sino con la existencia misma del nuevo amo de las bolsas. Así de solitario, así de sombrío, a duras penas animado por un valiente corazón capaz de sobrellevar cualquier fatiga, discurre el afanoso mundo del carrotauro, mientras empuja su existencia de fragmentos y de escombros a través de las adoquinadas curvas de melancólicas callejuelas dormidas que prefieren ignorarlo. Su resignada tristeza, que sólo en mí evoca la admiración, cosecha a menudo las burlas de los humanos, que lo suponen una leyenda e, incluso, ríen con desprecio cuando alguien menciona su nombre. Pero el carrotauro sigue marchando, mientras amargas lágrimas surcan en silencio su arrugado rostro, sin osar emitir reproche alguno hacia las mudas viviendas que lo observan hostiles y recelosas, mostrándole ceñudos frontispicios en los que la hospitalidad nunca podría tener morada y arrojándole hediondos despojos al tiempo en que alimentan con regalo a sus perros y mascotas, con lo cual intentan recordarle que su naturaleza no es para ellas más que la de un monstruo. Amigo mío, yo comprendo tu soledad y tu miseria, y jamás he recibido del hombre mejores ofrendas que las que hayas podido sacar hasta ahora tú de su mano avara y temblorosa; sigue adelante, pues, sin nunca detenerte, manteniendo siempre vigorosas tus dos pezuñas delanteras y tus dos ruedas traseras, y cumple así con el secreto destino que te fue impuesto por un hado impiadoso mientras yo combato a la monstruosa hidra ideológica que, tras fundirse en impuros abrazos con el negro dios del asfalto, te dio esta terrible vida que padeces y deploras.

Pero dejemos a este noble ser seguir trabajando, y continuemos con nuestro inolvidable periplo mitológico. Inagotable es el vasto acervo de leyendas que podría seguir narrando a lo largo de centurias, adentrándome, entre otras miles, en la historia del laberinto de Chas, en la de las hamadríades de Melián, en la de los trasgos de las baldosas flojas que en los días de lluvia se divierten manchando los pantalones de los transeúntes, en la de la glorieta de los amantes fantasma, en la del niño flautista de ojos deformes, en la de la pálida banshee del edificio bancario, en la del bandoneón reptante, en la de aquella fuente en la que a menudo una diosa alada se sienta a llorar, o en la de los dos castillos rivales de Devoto, el del hada negra y el del hada blanca, pero finalizaré mi ya excesivamente extensa crónica hablando por vez primera de unas taciturnas pero benevolentes deidades a las que los hombres, sumidos en el ingrato materialismo de sus negros corazones, jamás rezan. Muchos humanos han visto ya, llenos de estupor y sin poder dar crédito al inaudito portento al que sus ojos asistían, el extraño fenómeno, perfectamente documentado, de un individuo de negros atavíos a cuyo paso, mientras vaga errante por la ciudad en las noches frías y azotadas por vientos furiosos, todos los faroles de la calle van opacando sus brillos y sumiéndose en las tinieblas, a fin de evitar alumbrarle, para volver luego, no bien el sombrío ser se ha alejado lo suficiente, a encenderse y seguir brillando como de costumbre, a no ser que adviertan que el individuo en cuestión se apresta a perpetrar algún nuevo crimen, momento en el cual todas las luces comienzan a arder de pronto con inusitados fulgores para denunciar su presencia a los ojos del hombre y para intentar delatarle ante el impotente brazo de la ley siempre burlada. Sabed que se trata de mí, y de la terrible maldición que me han impuesto las ninfas de los faroles, ninfas de bellísimos rasgos que dan vida a esas largas constelaciones callejeras y que, como un vapor, juegan en torno a sus luces en las noches de llovizna, o bien, durante las vigilias estivales, forman jocundas rondas y danzan incansablemente, alrededor de su vasta pléyade de focos, asumiendo la caprichosa apariencia de lumínicos halos. Hace ya muchos años, en negros tiempos que mi memoria ha casi olvidado, me enamoré yo profundamente de una de estas ninfas; sus resplandecientes contornos habían logrado seducir mi ávida mirada, y el misterio de su existencia de sincera alegría inflamaba, por su contraste con mi desolador destino de penumbras, mi curiosidad y mi deseo. De modo que todas las noches me dirigía religiosamente a su farol con el objeto de embriagarme en sus pálidos fulgores y de cortejarla, mas la ninfa me era renuente y no ponía mayores reparos en manifestarme abiertamente todo su desprecio. Yo no cejaba en mis vanos empeños, y pasaba veladas enteras hablándole, con conmovedora elocuencia, de la imperiosa necesidad que mi espantosa noche interior tenía de un simple rayo de luz, luz que ella ofrecía despreocupadamente hasta a los más indignos de los hombres; por toda respuesta, la cruel ninfa se divertía atizando el fuego de mis celos al dejarse besar solícitamente por pilosas polillas nocturnas y otros inconcebibles bichos nocturnales, lo cual tenía por todo efecto que mi indeclinable pasión se viese desgarradoramente acrecentada. Así jugó durante meses con mi corazón el perverso numen, dándome a veces engañosas señales y esperanzas para luego rechazarme nuevamente, hasta que, durante cierta noche otoñal, rompí, furioso, su lumbre con un certero adoquinazo. Inesperadamente, el cadáver de la ninfa se materializó al pie del farol, revelando todo el horror de la muerte ante mis paralizados ojos; espantado por la imperdonable acción que yo mismo, según mi confundido raciocinio empezaba a entender de a poco, había llevado a cabo en un fugaz arrebato de locura y de despecho, tomé ese diáfano cuerpo en mis brazos, lloré amargamente sobre él, besando con desesperado arrepentimiento la etérea belleza de sus miembros exánimes, y lo conduje finalmente, en una lúgubre procesión funeral, a un parque cercano en el cual lo enterré al pie de un ciprés que ahora se ha vuelto sagrado, y al que peregrino todas las noches a fin de regar sus raíces con el rocío de mis desconsolados llantos. Y es ésta la razón por la cual, desde entonces, todos los faroles, perfectamente enterados de mi crimen atroz, apagan uno tras otro, enojados, sus fulgores en cuanto me acerco a ellos, para prenderlos luego a mis espaldas de manera tal que siempre que camine por la ciudad lo haga en tinieblas, toda vez que las ninfas faróleas, eternamente bondadosas con el hombre que busca su camino y con la anciana que teme al malhechor que se ampara en las sombras, han decretado, con inapelable justicia, un irrevocable castigo en mi contra según el cual ya nunca más volverá ninguna de ellas a alumbrar mis solitarios y abominables pasos de demonio.

4 comentarios:

E. dijo...

Esta inusitadamente extensa al par que lujosa estrofa, que continúa la saga de embellecimiento urbano iniciada en mis "Bendiciones satánicas", no podía evitar ser ilustrada por una pintura de John Atkinson Grimshaw (1863-1893), genial retratista de melancólicas bellezas ciudadanas.

E. dijo...

Y cabe añadir que me resulta imposible determinar si estos mitos urbanos, y todos los otros que de momento me he guardado para mí, son verídicos o si sólo yo he llegado a conocerlos, pero, en cualquiera de los dos casos, agradezco el que me hayan hecho algo más soportable la vida en esta desagradable metrópolis llamada Buenos Aires y el que hayan bendecido mi perpetua soledad impregnándola con algo de antigua magia, magia que sólo en mí encuentra hoy día terreno fértil para fructificar y seguir viviendo.

A continuación, el listado completo de los mitos que he dado a conocer en las líneas precedentes:
. El semáforo en perpetuo rojo
. El hombre de la barrera
. La bocina del tren espectral
. La pianista muerta y el poeta
. El ucraniano errante
. El colectivero recompensado
. Los dioses de los ríos infectos
. La cabeza del albañil
. La moto sin jinete
. El carrotauro
. Las ninfas de los faroles y el peregrino en tinieblas

Anónimo dijo...

En general la adaptacion urbana, y a veces ambigua(debido a que a veces se cuenta como verdadero, otras tantas como leyenda...) me ha captado mas la atencion, que su anterior historia "Victima de una posesion Angelical", En cuanto al cuento de la moto sin jinete y su increible parecido al principio con la historia de Danae y Zeus, El encierro por parte de ambos padres (Acrisio), hasta en la manera como quedo encinta (Polvo de Oro, Contaminacion Ambiental), podria muy bien tomarse como una adaptacion actual y urbana, al mito griego del nacimiento de Perseo.

En fin, saludos demonio desde las heladas tierras de los andes... Colombia

E. dijo...

Sí, sólo que luego mi historia muta y se transforma en la de Hera y la sacerdotisa Ío, transformada por Zeus en ternera y perseguida interminablemente por un tábano enviado por la diosa. Lo saludo.

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