El negro hálito de la Muerte



Soy un ser aislado, desterrado del mundo de los hombres y maldito para siempre por ese refulgente astro que oficia de sacerdote del reino de la luz. Mis noches (pues ya no hay días para mí) transcurren lenta y angustiosamente inexorables en las perpetuas penumbras de mi desolada guarida, que tiene por únicos penates a la miseria y el dolor. Y mientras las ínfimas criaturas diurnas cumplen con sus menesteres de labor y de recreo, mientras disfrutan de sus apacibles jornadas en la fatiga del trabajo y en la recompensa del amor, en la cotidiana preocupación por el sustento y en el alegre tumulto de las causas comunes, yo, inmóvil en mi antro, no puedo apartar ni por un instante mis ojos de las negras órbitas de la Muerte, la cual, sentada frente a mí, es mi única compañía en este aterrador universo de sombras cuyo nocturno reino se enseñorea en mi húmedo y descascarado cubil de ermitaño. No podría decir, pese a lo muy a menudo que abrumo a mi mente con sofisticados aunque infructuosos cálculos matemáticos para al fin extraviarme en intrincadísimos laberintos de derivadas y diferenciales, cuántos años llevo así, encerrado en esta lúgubre y silenciosa cámara de torturas mientras el odioso sonido de las inocentes y gozosas risas del rebaño humano ascienden hasta el alto tragaluz de mi sombría torre, pero es posible que ya hayan pasado centurias desde el primer instante en que la Muerte se sentó frente a mí y me paralizó de este modo con su hueca si bien fascinante y horrorosa mirada de desolación. Ambos permanecemos así, enfrentados en el mismo estado de rígida catalepsia, aguardando a que sea el otro quien ejecute el primer movimiento, mientras la mohosa y alada quietud de siglos y milenios de sombras caen desde la nada sobre los consumidos huesos de nuestra quebrantada realidad. Mi atenazado cuerpo se encuentra ya cubierto por una espesa capa de polvo y telarañas, e ignoro si a esta altura me sería aún posible volver a moverme si alguna vez lo llegase a intentar. Mi orgullosa dignidad me impide llorar y dar abierto cauce a mis emociones frente a la lacerante situación de la que soy víctima, pero incontrastables pruebas me han hecho ya comprender que, aun cuando me permitiese a mí mismo hacerlo, la facultad de derramar lágrimas se ha perdido para siempre en mí al tiempo en que las fuentes de la vida quedaban irremisiblemente secas en mi interior; el odioso sonido de risas humanas llega, desde abajo, hasta mí. ¡Oh, Muerte!, sé que a veces tu espíritu errabundo se lleva la vida de los numerosos humanos que habitan la tierra, la vida de todos esos que ríen ahora, y hasta me inclinaría a creer que algún día tus alas surcarán poderosas y pestilentes los cielos y te los llevarás a todos, pero sólo a mí me torturas de este modo bajo un reloj que ha quedado para siempre detenido en alguna hora de un pasado irrecuperable y remoto. ¿Existe alguna razón para este castigo con el que me atormentas? Así me atrevo a esperarlo, aunque por las dudas, sabiendo desde el mismo día de mi fatídico nacimiento que todo tipo de calamidades se abatirían inclementes e injustificadas sobre mí, he dedicado mi vida entera a desarrollar una suerte de karma inverso, haciendo todo el mal posible a fin de poder así explicar el mal que, bien lo sabía, no tardaría en padecer yo. Pues lo he logrado: no me faltan atroces e infamantes motivos para tenerte sentada frente a mí mientras te relames tu carencia de labios, ansiosa por mi vida y por mi sangre. Sí, he cometido suficiente cantidad de crímenes y de hechos dolosos como para merecer esto, ¡y qué poco me parece, gracias a ello, el castigo!; mas no por eso dejo de sufrirlo. Y conste que te digo esto lleno de un audaz orgullo que recuerda demasiado a la demencia; el odioso sonido de risas humanas llega, desde abajo, hasta mí. Así es, Muerte, nos conocemos muy bien el uno al otro desde mi misma infancia, tú cuya familiaridad fue el gran legado que mi madre me dejó al partir... ¿es que acaso puedo violar ley sagrada alguna si te otorgo el nombre de hermana? Tú has acunado mi inquieta mente desde mi más temprana niñez, llenándola de preguntas que me surgían en medio de las sombras de los rincones de mi estancia o en la soledad de los bosquecillos a los que me escapaba, y fuiste la compañera de todos mis vagabundeos y fantasías desde que te conocí en aquel abierto ataúd. ¿Me enamoré entonces de ti? No podría asegurarlo, pero la ominosa sombra de tus alas cubre todas las agrietadas escenas que pueblan la atestada biblioteca de mis remembranzas. Y así como crecí tomado de tu mano fraternal, aprendiendo de ti todos los secretos de la filosofía y apartándome de los alegres y populosos senderos de los hombres para transitar solitario por tu lóbrego camino de fúnebres cipreses, así te transformé más tarde en la única diosa de mi aciago mundo y te di un lugar de privilegio entre las umbrosas arcadas e imponentes columnatas de mi derruido olimpo personal. Miríadas sumaron las víctimas que te ofrecí en sangrientos y humeantes altares de sacrificio, intentando aplacar por medio de ellas tu furia vengativa, convirtiéndome en tu más leal y efectivo arzobispo de holocaustos, estragando a la humanidad entera con mis asesinatos despiadados a fin de que me perdonases y me dejases vivir el mayor tiempo posible, pero tus ojos nunca me abandonaron, ni esa mueca de deseo que siempre me insufló tanto pavor. Entonces, desagradecido de mí, quise olvidarte: me abalancé a las bacanales y a los grandes salones, intentando mimetizar mis negros atavíos entre las coloridas risas y danzas de los insensatos, mas no tardaba en descubrir que, entre los especiosos manjares y las bebidas espumantes, aún te veía paseándote burlona mientras me vigilabas implacable a través de tu roja máscara; me revolqué en el libertinaje, ávido de ahogar mi miedo en los placeres y de sofocar mis inquietudes en los engañosos hechizos del acto genitivo, pero por detrás de los desnudos y voluptuosos hombros de mis queridas tu negra mirada asomaba para clavarse impiadosa sobre mí; salí a recorrer el mundo, ansiando hallar el secreto de la vida en la esterilidad del desierto y de la tundra o en la exuberancia de la selva y de la taiga, pero los tumultuosos oleajes de los océanos no dejaban de recordarme tu nombre mientras la luna que gobierna las mareas posaba sus gélidos ojos, tan parecidos a los tuyos, sobre mi encogido corazón; me inicié en los misterios del arte, deseoso de perder en la más pura contemplación toda mi conciencia, pero en cada nueva página escrita por mi pluma tus contornos eran retratados con mayor fidelidad, mientras que toda melodía concebida por mi mente mecía a mi alma en tus agonías para aplastarla finalmente entre las más estremecedoras frases inconclusas y disonancias irresueltas; me aboqué a la febrilidad del trabajo adictivo y de una vida mediocre y unidimensional, carente de espiritualidad alguna y rodeada por las vacuas satisfacciones inmediatas procuradas por insulsos artefactos tecnológicos, pero te me aparecías entre sueños engalanada con tus más ricas prendas, que me hablaban en el olvidado lenguaje de la belleza, y sonreías sardónicamente sobre el basural al que estaba arrojando mi vida desperdiciada hasta que me despertaba entre agónicos gritos de terror. Asumiendo finalmente que me sería imposible escapar de tu mirada, decidí buscarte resueltamente: me alisté en la guerra, exponiendo mi cuerpo al filo del acero y al fragor del más encarnizado combate, pero huías de mí con más velocidad que mis enemigos, en cuyos rostros grababas, severa, tu frío signo mientras caían, segados como el trigo, a mis pies; concebí la blasfema idea de tener hijos, para generar futura muerte al dar nueva vida y multiplicar así tu reino, pero, como una novia celosa, apartaste a todas las mujeres de mí y, haciéndome a tu imagen y semejanza, me otorgaste esta belleza sepulcral cuya presencia sólo engendra horror; me sometí a la intemperancia de los elementos, alejándome del calor social para padecer privaciones en los sitios desolados, pero tu perro el hambre me fue esquivo y los bosques me aceptaron como propio y me dieron sustento y armas para sobrevivir; me interné en las solitarias sendas del suicida, pedregoso camino que con pasos titubeantes han transitado tantos valientes sabios con anterioridad a mí, pero en los mismos portales de la liberación me abrazaste y me obligaste a volver para aún vivir, para aún padecer, para aún sufrir. Ya sin esperanzas, me encerré en esta negra torre con el objetivo de entablar diálogo contigo, mas en tu silencio inquebrantable sólo he podido hasta ahora escuchar, vagamente, aunque una y otra vez, una y otra vez, por los siglos de los siglos, la aterradora palabra «eternidad»; el odioso sonido de risas humanas llega, desde abajo, hasta mí. ¿Te dignarás alguna vez a decirme, verdadera hermana de mi alma, por qué me has perseguido por todos mis caminos, por qué has sido mi guía y mi sombra en todos los parajes, por qué, olvidada del resto de los mortales, has decidido cohabitar de esta manera conmigo, marcándome desde mi negro nacimiento como a uno de tus favoritos? ¿Acaso he nacido sólo para cumplir con alguna misión que tu inescrutable sabiduría me reserva? Dime, Muerte... ¿quién eres? Dime, Muerte... ¿quién, quién soy yo? ¿Y qué es la vida, quién fue el idiota que se atrevió a crearla, quién fue el insensato que, lleno de odio, la inoculó en mí, en mí, que nunca la pedí? Gracias, pero le ruego que para la próxima se la guarde: la vida sólo me ha servido para conocerte a ti. ¿Eres la única realidad de este mundo gris? Permaneces en silencio aún, nada dices, nada, nada salvo «eternidad». Déjame salir de esta postración, erinia de ajado semblante, déjame olvidar mi quebrado pasado, déjame ser uno más, un insecto más merodeando en torno a las marchitas flores de esa sociedad que nace y perece sin siquiera notarlo; quita tu marca de mi frente, deshaz todo el mal que me has hecho al apartarme de la vida y de los vivos, y déjame disfrutar por un instante, por un solo instante siquiera, de saber qué se siente, siendo, no ser. ¿Has escuchado mi vana súplica?; el odioso sonido de risas humanas llega, desde abajo, hasta mí. No sabría yo decir si eres un castigo o una bendición que se me dio a mí y sólo a mí de entre todos los seres de la tierra... sólo sé que eres todo lo que tengo, y todo lo que puedo dar. ¿Me dejarás apartar mis ojos de ti al menos por un fugaz y efímero momento para volverlos hacia la vida y formarme así una idea, siquiera vaga, de cuán poco vale lo que me ha sido negado, lo que he perdido para siempre, lo que no he podido ni podré conocer? ¿Qué es lo que hay del otro lado de mi ventana, debajo, en esas soleadas lejanías que jamás podré pisar; qué es lo que hace reír así a la humanidad, mientras yo sólo sufro contemplándote a ti sin cesar? Has arrasado mi vida, pero te perdono: me siento más cómodo aquí, en las tinieblas, siempre solo, siempre olvidado, despreciado por todos... ¿Me dejarás besarte antes de morir?: sólo he conocido el abrazo de las sombras. Devuélveme las lágrimas y déjame llorar sobre tu esquelético hombro: no es que vaya a hacerlo, pero al menos quiero saber que la posibilidad no me está vedada; el odioso sonido de risas humanas llega, desde abajo, hasta mí. Muchos años has ya habitado aquí en mi morada, Muerte: tómame de la mano y llévame a la tuya, ya sea bajo tierra, o en el glaciar, o en la montaña ignorada, donde mi cuerpo sirva de pasto a los cuervos y no de regocijo a los hombres que me odian pues en mi frente reconocen tu señal. Vamos, vayamos juntos a la tierra de sombras y de sepulcros que aguarda por todos, pero especialmente por mí; me he levantado, y veo que me imitas. Muerte, Muerte, Muerte, ¿por qué me miras de esa terrible manera? Siempre te he amado, yo sólo de entre todos los mortales, ¿acaso puedes ignorarlo? Te he buscado frenéticamente, te he tratado de olvidar, te he tributado millares de ofrendas y votos, te he cantado, he gritado tu nombre una y otra vez desesperado: ¿no sabes acaso lo que es el amor? Pues yo no, pero de nadie lo aceptaría salvo de ti. Magnéticamente, acercas tus labios a mi boca, y yo no puedo resistirme... nos besaremos al fin: era quizás nuestro destino; diremos ahora juntos, en silencio, «eternidad»... ¡Muerte, Muerte, Muerte!, ¿a dónde te has ido, por qué has huido, por qué me has dejado vivir? He besado un espejo, sólo un frío espejo, lo único que he tenido todo este tiempo, todos estos interminables siglos, frente a mis pasmados ojos, que ahora dejan caer tenues lágrimas, que ahora pueden al fin llorar; el odioso sonido de risas humanas llega, desde abajo, hasta mí.

1 comentario:

E. dijo...

Con Der Tod als Erwürgen del alemán Alfred Rethel (1816-1859) como ilustración, hago honor a mi palabra de volver a mi diario si la Muerte no cerraba ante mi rostro sus negros e infranqueables portales, pero no sin agradecerle su permiso hablando de ella por un rato.

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