El llanto de las musas



Quien ha pasado más de una larga y laboriosa noche, mientras el viento golpeaba violentamente contra los herméticos paneles de las ventanas e imitaba a lo lejos el imponente rugido de un alud o la tenebrosa flauta de un espíritu en pena, inmerso entre los antiguos y polvorientos volúmenes de saber olvidado, repasando, entre memorables leyendas y prodigiosos eventos, las carcomidas crónicas de tiempos pretéritos, sabrá, sin necesidad de oírlo ahora de mí, que, entre los numerosos sucesos favorecidos por la calidez de la uniforme y algo tosca divulgación universal, se cuentan algunos oscuros episodios que el canoso Tiempo y la encorvada Sabiduría han acordado, acertadamente, mantener ocultos del frívolo conocimiento de las mayorías, pero que no por ello son menos ciertos y pavorosos. Quien ha fatigado, sin descanso alguno, a sus enrojecidos ojos en los difusos caracteres de esas páginas ignoradas, quien ha hecho correr sus arrugados dedos por las interminables líneas que conforman esos venerables códices preñados de claros conocimientos y de elevadas ciencias, aunque no exentos de espanto, recordará sin duda la extraña historia de aquel forastero sin nombre a quien el noble y alegre espíritu de los helenos guardaba un terror inexpresable. Decíase de él que un interminable cortejo de crímenes seguía sus pasos, cual un grupo de ménades enloquecidas y salvajes, aunque obedientes a su potente voz, y que, donde quiera que sus pies hollaran, las hogueras de la locura y las espadas del estrago hacían veloz acto de presencia, llenando el corazón de los pueblos con dolor. Se afirmaba, por las noches, mientras el búho impartía sus sabias lecciones a lo lejos, en medio de un temor que los tiempos modernos no se han atrevido a conocer, que la falta de conciencia de este soberbio criminal era tal que, cada vez que cometía un odioso asesinato y las terribles erinias comenzaban a perseguirle en venganza, él terminaba seduciéndolas y acostándose con ellas. Hasta Némesis, inflamada por las llamas del deseo, hacía caso omiso de sus constantes faltas a las morales leyes de los dioses y únicamente solía castigarlo con el raro premio de sus caricias, o lo habría hecho si el extraño en cuestión hubiese sido más amigo de dejarse tocar por los seres vivos, ya materiales o espirituales, en exceso. Este oscuro ser transitó, así, toda la Hélade de punta a punta, y, allí donde se lo vio, incontables lágrimas, como ríos de pesares, fueron derramadas por la multitud. Los variados escritos de aquella época que la docta muchedumbre lee con pasión, como enjambres de sabios que vuelan en conjunto hacia las dulces mieles de las enseñanzas históricas, no dicen de sus aventuras una sola palabra: hasta tal punto era temida y aborrecida su negra existencia por quienes tuvieron el amargo privilegio de conocerle bien. Pero entre las pocas leyendas que de él se conservan, rescatadas, para horror de unas pocas cabezas que surcan como cometas perdidos la hiperbólica hélice de los tiempos humanos, en raros documentos de tiempos posteriores que nadie podría tachar de apócrifos, hay una que, entre todas, cautiva principalmente la atención. Narra que dicho ser, forastero entre los hombres y enemigo entre los principales dioses, intentó sin éxito, mientras se hallaba un día vagabundeando por entre las frondas y umbrías del monte Helicón, seducir a la trágica musa, Melpómene, bella virgen de castos labios y religioso ánimo, a quien vio tendida junto a su lira en pensativa y melancólica actitud. Enfurecido por el despecho, un imperdonable garrote, para el cual ninguna condena podría ser suficientemente severa, se abatió con violencia sobre la cabeza de la musa, que a punto estuvo de perder la vida. Para solaz de las siguientes generaciones, su música no se apagó, aunque es necesario decir que tras ese golpe sus facultades mentales viéronse drásticamente disminuidas, prueba de lo cual fue la creación del deus ex machina. Ignorando todavía lo que acababa de sucederle a su hermana, Talía, rubicunda y jocosa musa de la comedia, se prendó del semblante del oscuro ser, que seguía caminando ociosamente por esos parajes como si su mano jamás hubiese ejecutado tan impía acción, y le concedió sin mayores miramientos sus solicitados favores. El forastero, satisfecho, abandonó como la noche el monte Helicón, y nunca más volvió a saberse en el mundo clásico nada de él. ¿Por qué, entonces, he tenido que volver hoy, tras el paso de siglos capaces de aplastar los reumáticos huesos del fornido Atlas, a este sitio sagrado, cuna de las canciones inmortales y de la copiosa literatura de los hombres, para pedir un incierto perdón por un impune crimen juvenil que recién ahora, en la prudente experiencia de la recta madurez, comienza a escocer en mi satánica conciencia? Sé que tal favor no me será concedido y que la remisión de mi pecado pasará a ser sólo una estrella más en el exquisito recamado nocturno del luminoso cielo de las utopías. Sin embargo, heme aquí, mientras aplasto contra mi paladar las acerbas raíces de la contrición, dispuesto a hincar mi rodilla ante una dama como nunca lo hice ante mi Vencedor; dispuesto, incluso, a derramar toda mi sangre y a dejar fluir ese raudal de vida y de pasiones encontradas, en interminable arroyo, hasta que la última gota se desprenda del borde de este planeta y tiña de vergonzoso rojo la parte inferior de la vía láctea, en el distante confín del universo, con tal de devolver a aquella ultrajada doncella el don de su apostura original. Pero ¿qué es esto que veo? Al doblar un recodo he encontrado a las nueve musas maniatadas en una cueva, con sus bocas amordazadas y sus miradas oscilando entre una suplicante desesperación y una resignación conmovedora, en odioso secuestro. ¿Quién ha sido el autor de tal infamia, cuyo crimen me espanta incluso a mí, el más espantoso criminal? ¿Quién ha sido el cobarde? Allí se divisan unos hombres, de mirada artera y desprovista de toda compasión, que parecen ocupar el puesto de las musas y ofician de impostores en su lugar: sin duda han sido ellos. Advierto que la visión de esos barbados delusores no suscita en mi alma el más mínimo sentimiento de belleza, y, sin embargo, están inspirando el desafinado canto de los bardos modernos, travestidos con las mancilladas túnicas de las musas que, en irreparable oprobio, mantienen secuestradas en las sombras. Al ver el prosaísmo y la codicia de tales individuos, usurpadores de la sagrada tarea de las diosas olvidadas, fácil me resulta hallar explicación al porqué de que casi nada bello, nada libre, nada profundo, nada límpido, claro y purificador haya surgido de la pluma de los hombres desde hace tanto tiempo. Y es que estas nuevas musas redujeron el arte al nivel de un simple medio que, puesto al servicio de una sórdida lucha material, insulta y desdeña el mérito poético para premiar sólo la práctica y obediente militancia, el salmo panfletario y la prédica ideológica. Por eso son tan raros los etéreos soplos aonios desde que la inspiración no proviene de los rojos labios de la delicada Euterpe sino de la grosera e hirsuta barba de Marx. Resuelto a acabar con tal estado de cosas, tomé con celeridad mi espada, en previsible postura de ataque, mientras abarcaba serenamente con la mirada el completo cuadro de situación. Debía batirme yo solo contra nueve hombres, pero esto, lejos de amedrentarme, sólo prometía a mis ojos un festín de sangre difícil de olvidar. Ya la envergadura de mis funestas alas ensombrecía el firmamento entero, y la suerte de los secuestradores podía darse por echada, cuando advertí que la súbita anulación de esas discordantes e inarmónicas vocecillas podría predisponer a las volubles masas, siempre manipuladas por la victimización y la falacia, en contra de mi insigne y noble acción, y que los muníficos estigmas de la intolerancia y la censura serían grabados en mi frente con sorprendente velocidad, a un lado de la sulfurosa herida que el rayo divino me produjo mientras la humanidad aún gateaba y usaba pañal. De modo que, cambiando de estrategia, volé raudamente, remontando casi de memoria el sinuoso curso del río Estigio, a buscar un jugoso y tentador cheque de mi banco infernal, en contraprestación a mis inagotables reservas de pólvora y oro, y ofrecíselo diplomáticamente a los usurpadores a cambio de que abandonaran el sagrado monte y corriesen a evangelizar sus dogmas y predicar sus sermones desde un lujoso y renombrado lupanar. No necesité repetirles mi oferta. Aceptado el rescate, marcharon, sin cambiar sus femeninas túnicas por las ropas del olvidado obrero, a seguir monopolizando, pero ya lejos del sagrado arte, el actual mundo de los medios y las letras. Y así fue como, tras devolver su libertad y su hogar a las musas, recibí, todos los ojos bañados por ingentes torrentes de lágrimas, el benévolo perdón de mi antigua víctima, que hoy me bendice con esta tan variada cuan melodiosa inspiración a la que vosotros acudís, como vacas sedientas a un manantial cristalino, para saciaros solemnemente y reponeros también de las empalagosas escrituras que, multiplicadas hasta el infinito, atestan las librerías y los catálogos editoriales del mundo entonando siempre esa misma salmodia, bastante pedestre, prosaica y monótona, que proviene de un endogámico reducto cultural en el que el odio al arte por el arte embriaga a los peores especímenes de esta raza a la que, por su falta de nobleza, detesto desde lo más profundo de mi gallardo corazón. Tú que has perdonado mi aberrante crimen, pues no ignoras que aquella acción fue el lamentable producto de mi desbocada pasión por tu belleza, y vosotras que me otorgasteis el favor de hermanas: seguid haciendo manar de mi boca estas palabras de castigo que arden, como indelebles latigazos de justicia, en las sangrantes espaldas de esos pastores de masas que os han vejado con tan inhumana bestialidad, y cuya desmedida obsesión por las cuestiones materiales e ideológicas les velarán por siempre la posibilidad de apreciar, siquiera por error, la armoniosa y abstrusa grandeza de vuestras excelsas voces y de vuestro desinteresado amor por todo lo que verdaderamente merece portar el laurel de la inmortalidad.

2 comentarios:

E. dijo...

Algún día alguien tenía que atreverse a decir esto, amarga verdad.
El melancólico cuadro que acompaña está tan didáctica cuan verídica leyenda es el Sacred Wood de Böcklin.

E. dijo...

El mensaje de la estrofa no es sobre que en el comunismo no pueda florecer el arte, cosa que es al menos discutible (Prokofiev, Tarkovsky), sino sobre el estado actual del mundo de las letras en nuestra democracia, donde, para tener lectores o ser editado, tenés que elegir entre el gusto de la masa o el gusto de las elites intelectuales, que no dan bola a nada que no sea militancia progresista, y ni que hablar si alguien escribe algo así. Pequé adrede. No se puede hacer un diario demoníaco y maldito si no se rompe con los grandes grupos lectores, intelectuales y rebaño por igual. Ésa es mi manera, errada o no, de conquistar un poco de libertad: escribir para artistas, no para militantes o masa.

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