Crucificado por el pasado



Cuando el furibundo sol, de ufana mirada, profana e invade el sagrado relicario de mis ojos dormidos, mi alma, alejándose en una frágil barca del embotado y neblinoso reino de los sueños, comienza a pensar mientras se abre dificultoso paso por entre las airadas amonestaciones que mi ánimo, conturbado por la repentina interrupción de su reposo, le antepone. Llega así el pleno uso de mi funesto raciocinio a tomar posesión activa de todos los resortes de mi mente, los cuales reanudan su movimiento, momentáneamente interrumpido en la bien ganada ociosidad vacacional del turismo onírico, para dar inicio una vez más a mi eterna agonía, la agonía que sufre todo aquel que es rehén involuntario del poco provechoso sadismo de un cerebro que cavila en demasía. ¡Ah, antiguo elixir del no-ser, amado desde antaño por los hombres, desconocido entre los espíritus astrales!, ¿por qué debes alejarte de mis sentidos y renovar así el tormento de la desgarradora conciencia de mí mismo y el flagelo de la percepción de mi inconsumible pesar? ¿Por qué ese sol, insensatamente adorado en el pasado por alboreantes tribus que vieron oportunamente borradas sus innecesarias existencias, debe destruir de este modo lo que alguna vez, en la paz del sueño, en la embriaguez del olvido, nos es mostrado? Pues sí, ya lo oís: el olvido, el olvido es lo que más busco y añoro; pero en ningún otro lado más que en la fugacidad del reposo he podido yo hallarlo. Lo he buscado en el viaje, entre los peligros del mar embravecido y de las costas distantes; lo he buscado en la naturaleza, entre la fauna ferina, los sitios desolados y los climas procelosos; lo he buscado en el rostro del hombre, odiosa máscara descompuesta por las pasiones y la mentira; lo he buscado en la compañía femenina, frágil flor de volátil fragancia, aunque no exenta de delectables espinas; lo he buscado en el vicio, en el crimen, en el pecado, en la bebida; lo he buscado en el arte, la ciencia, la filosofía; lo he buscado en las cumbres distantes, entre los bellos graznidos de las aves de rapiña; lo he buscado en los abismos inexplorados, bajo la mirada del hipocampo y de la anguila; lo he buscado en los astros, en los misterios, en la noche y en el día; en ningún otro lado más que en la fugacidad del reposo he podido yo hallarlo. Bienaventurado el oso gris, en la noche semestral de su profunda cueva; mas otra es mi naturaleza, y la pérdida de mi paraíso se renueva, ante la impotencia de mis ojos ofuscados, renuentes a su feraz apertura cotidiana, de día en día. Así, hoy asisto nuevamente en mi lecho a la destrucción de mi sosiego, a la pertinaz partida de la obliteración de mi memoria, obliteración que muere entre mis desesperados y apesadumbrados brazos, que nada pueden hacer para evitarlo. Muerto el olvido, anegado en una negra sangre a través de la cual su valiosa vida se exhala, he aquí que renacen de él, como gusanos carroñeros precipitándose al exterior a través de una boca ya sin labios, los recuerdos, pequeños genios que danzan sobre ese indefenso cadáver mientras afilan los estiletes con los cuales se aprestan a lacerar nuestra debilitada carne. ¡Alejaos de mí, insidiosos demonios de pálida mirada: no os acerquéis con esa sonrisa burlona en vuestras diabólicas fauces! El olvido derramado no será negociado. Mi pasado es oscuridad, nada puede verse a través de esa ingente bruma; sólo un ventanal en ruinas arroja una mortecina luz, de azulado tinte, que muestra una cruz desmoronada y los insepultos huesos de la devoción. Nada más puede verse. ¡Alejaos, alejaos de mí, con vuestras filosas dagas de espanto, que me abren heridas a través de las cuales se drenan, de las venas de mi memoria, insignificantes hechos de altiva estupidez! ¿Es que ese pude haber sido yo? Ya es tarde para los nuevos reproches; ya es tarde para las culpas granadas y para los nevados temores. Tales hechos son los que afean mi necrosado pasado, del mismo modo en que a la condesa Báthory la habría afeado una vida piadosa. Dadme respiro: debo recobrarme de este golpe, ante cuya clara contundencia muy poco me ha valido girar velozmente el cuello, siendo incapaz de levantar mis temblorosas garras para cubrirme con ellas. Sin embargo, no podréis conmigo: me dispongo a dar batalla. Pero no, vuestros ardides son arteros en grado sumo, ya nada puedo hacer para venceros; aunque diminutos, vuestro nombre no es sino Legión. Muy bien, vosotros ganáis, recuerdos, pero tened presente que, a través de la larga espiral de los vertiginosos tiempos eternales, sólo vosotros y el Supremo habéis sido capaces de derrotarme. Os otorgo, a mi pesar, la singular palma de la victoria: disponed ahora de mis despojos. Los derechos del vencedor no os serán negados, únicos derechos que he jurado respetar. No ignoro que mi suerte será dura, esclavizado por vosotros, en tierras lejanas, empujando una rueda de molino y desprovisto tanto de mis más básicos beneficios como del exuberante penacho de la etérea libertad. No lo lamento: esto ya me había sido robado antes. Vamos, adelante, castigadme, golpead: estoy dispuesto a soportarlo todo, con orgullosa e inconmovible mirada. A partir de ahora, mi nobleza será la de ser quien soporte las más duras pruebas, los más crueles tormentos, las más despiadadas aflicciones, sin caer jamás. Os desafío; me habéis vencido en la liza de combate, pero nunca me venceréis en el altar de sacrificio. Ved que mi pulso no tiembla, ved que mis pasos no vacilan. ¿Queréis ver más? Yo mismo os arrebato vuestros estiletes y me lacero ahora las carnes con ellos. Mirad, llenaos de horror. No, no deis ese paso atrás, contrariados: sólo hago lo que mi alma me dicta, y un alma creada por Dios no puede ejecutar cosas del todo ajenas a su plan divino. Observad el espectáculo, inédito hasta ahora, y subsecuentemente irrepetible: una de vuestras víctimas se ríe de vosotros, se autoinflige las heridas más profundas, y lo soporta todo con adusta mirada. Sí, huid, huid espantados: es cuanto podéis hacer. Llevad esta noticia al Eterno, y decidle que mi capacidad para soportar el dolor es superior a la suya, sentado en su confortable butaca nubosa y abanicado por las tiernas alas del querube. Anoticiadle de esto que hago: he confeccionado una cruz de ébano y con vuestras odiosas armas clavo ahora mis pies en su base así como mis muñecas en sus brazos, extendidos en mudo pero palpable horror. Mi boca chorrea negra sangre mientras os hablo, y el recuerdo de una infamia traspasa, de lado a lado, mi tumefacto corazón. Mis alas arden en la combustión del pecado divino, y mis ojos vidriosos y blanquecinos se retuercen en el recuerdo de un crimen que permanece desconocido y sin nombre entre los perplejos legisladores de la facinerosa humanidad. Corred, corred a llevar esta buena nueva: el hombre ha sido salvado por segunda vez, en esta ocasión no del error del primero, en el distante Edén, sino del error del último, en un tiempo que vendrá. Cuidad de no tropezar en vuestra ciega velocidad, mientras escapáis de mi visión destrozada como un cervato escapa del rugido del león malherido, pues podríais haceros daño. Llorad, sí, llorad, piadosas sacerdotisas, pues este sacrificio voluntario también os concierne a vosotras. No me culpéis por lo que he hecho; es sólo que me molesta ser despertado por el efluvioso e intrusivo sol. Que los hombres recuerden este memorable día de locura y espanto, y que caigan de rodillas con cada nuevo aniversario para pedirme perdón.

1 comentario:

E. dijo...

Una pieza literaria tan divina merecía ser acompañada por la putrefacta Crucifixión de Matthias Grünewald (1470-1528).

Publicar un comentario

Casi todo comentario de los asombrados lectores ocasionales será tan bienvenido cuanto censurado: no es infrecuente entre los demonios amar el silencio. Sin embargo, cualquier planteo de guerra o disputa ideológica por parte de hombres o ángeles será atendido con gusto, siempre y cuando cumpla con el insoslayable requisito de no estar redactado en lenguaje adolescente y no incluir términos que parezcan vulgares y mundanos a los jerárquicos ojos de un demonio.