Azotado por fáusticas tormentas



¡Por cuánto tiempo habían padecido mis entrañas el aterrador martilleo del hambre, mientras mi cuerpo era presa de los tenaces grilletes de la pobreza! Imposibilitado, por mi naturaleza esquizoide y mi aspecto truculento, de obtener un empleo en el mundo de los hombres que me asegurase siquiera las mínimas bondades de un estipendio vil que resultase, no obstante, suficiente para arrastrar las cadenas de una existencia penosa sobre las húmedas callejas de los más sórdidos rincones de la tierra, afanábase mi cada vez más debilitado intelecto, abriéndose dificultoso paso a través de los agudos dolores propios de una inanición prolongada, por encontrar una solución al problema de mi inextinguible falta de recursos que no estuviese sujeta a la ignominiosa caída en el proceloso maelstrom de una indigencia mendicante. Famélico, desesperado por las acuciantes necesidades propias de una triste aunque digna y silenciosa miseria, mi alma destemplada había llegado ya a concebir el insensato plan de entregar el fuego a los hombres a fin de que Zeus, en su inmisericorde castigo, me enviase la tortura de un águila que me devorase las vísceras de manera cotidiana y aliviase así, jornada tras jornada, mis punzantes sufrimientos siquiera momentáneamente, hasta que mi estómago se viese reconstituido y, junto a él, las agonías de un apetito siempre insatisfecho; pero pronto reparé en que ni Zeus era dios, ni a los hombres seguía siendo desconocido el fuego. Mis mandíbulas, cada vez más magras y hambrientas, no osaban emitir quejido alguno ante la humanidad impiadosa, y, de ese modo, enfundado en los negros mantos de un loco orgullo, con mi ceño siempre furioso y no desprovisto de las insoslayables señas de un profundo desdén, transitaba yo solitario por entre las vertiginosas multitudes sin que nadie acertase a sospechar que el hambre batía sus esqueléticas alas poderosamente y sin cesar a mis espaldas. No fue de extrañar, pues, que, ante tal estado de situación, considerase yo como una inesperada bendición el irrecusable ofrecimiento laboral que me hiciera llegar entonces el melancólico aunque imprudente doctor Fausto. Me apersoné en su gabinete de estudio, al cual su ayudante Wagner me hizo pasar sin mayores dilaciones, y no tardé en formalizar mi situación por medio de un contrato temporal a prueba que fue solemnemente firmado con sangre por ambas partes. No fue menor el estupor de Fausto, que muy a mi pesar me recordaba más al sobrio Goethe que al ardiente Marlowe, al advertir que no era su alma lo que yo exigía en prenda de pago, mas no tardaron mis palabras en llevar quietud a su agitado océano de dudas: «Me pides el usufructo de mi poder, venerable anciano, y asómbrate descubrir que no hago de tu fatigado espíritu una mercancía que obre remunerativamente como contraprestación a mis inestimables servicios... ¿Es que acaso ignora tu vetusta ciencia el que el poder acucia el deseo, y que no es sino el deseo la esencia misma de los tormentos del Infierno? En tanto tú desees, tu alma ya me pertenece, y el Infierno no te es ajeno. Sólo aquel que ancla su navío en las dársenas del quietismo absoluto alcanza el Cielo, pero tal cosa te estará por siempre vedada en este mundo, pues hasta el anhelo de no desear es un deseo, y difícilmente puedas experimentarla tras éste si es que, en lugar de una estéril e incomprobable no-existencia, algún jirón de vida espiritual perdura tras la muerte». Mesándose meditativamente la luenga barba de la decrépita vejez, respondiome el filósofo: «Puesto que el Infierno es el único destino de la vida, nada pierdo al tomarte como dúctil cadete de mis proyectadas empresas. Sea pues lo que reste de mi viaje terreno el de un amigo de los placeres y de la belleza femenina, de los cuales, sempiternamente enfrascado en mis inútiles ciencias al par que abrumado por el insoportable peso de los más profundos saberes, no he tenido aún oportunidad de gozar». «Dichosa sería la existencia humana si, Tántalos para la belleza y el amor, los hombres muriesen con la garganta del placer reseca y vacío el estómago del hastío connubial; mas el espantable castigo que un Dios sin duda perverso ha impuesto sobre tu feble raza ha dictado que ni esas aguas ni esos alimentos se retirasen por siempre de vuestras bocas anhelantes, lo cual nunca ha redundado sino en vuestro propio daño, y en la multiplicación generacional de vuestros comunes deseos y miserias. Sin embargo, puesto que pretendes abandonar estas apacibles regiones tartáreas para elevarte al más inclemente de los infiernos, cumpliré tu voluntad.» Así diciendo, obré en Fausto el milagro de la juventud y del vigor, con lo cual su alma, segura de sí, no tardó en caer en la estólida esclavitud de una no vanamente esperanzada voluntad de vivir. Encaprichose con visitar una taberna y disfrutar allí por vez primera de la jovial compañía de algunos alegres paisanos, mas no fue mucho lo que tardó en abandonar el salón para hacer del divino Dionisos un hediondo charco sobre las baldosas de la acera, aureolado por algunos restos de comida que, bien se advertía, no habían sido digeridos del todo. A la noche siguiente, tras una jornada completa de sueño reparador, dirigiome las siguientes palabras: «Háblame por un instante con seriedad, chocarrero Mefistófeles, y dime si las riquezas, el poder y la soberanía, bienes tan solicitados por el común de los mortales, bastarían a hacerme dichoso». «No es pobre quien menos tiene, sino quien más necesita; y conocido es de todos que quien más tiene, al ser la vida inseparable del deseo, suele buscar el origen de esa eterna insatisfacción humana en la insuficiente cantidad de lo poseído, motivo por el cual su codicia cree que necesita acumular todavía más y suma así nuevas preocupaciones al febril y angustioso celo de no perder ni un céntimo de sus posesiones ya ganadas, todo lo cual hace de su vida una agonía que ninguna persona de costumbres sencillas y moderadas debería envidiar.» «Entonces, el demencial anhelo de los hombres por las baratijas del poder, en pos de las cuales se propinan tantos golpes y codazos entre sí, es sólo un engaño que los hace miserables en la lucha para sólo otorgar finalmente a los desdichados triunfadores, a modo de recompensa, más miseria aún.» «Y así sucede con todo: la vida del hombre no es más que un constante desear que lo llena de pesar y que, en el peor de los casos, lo lleva a alcanzar a la postre el objetivo de sus constantes desvelos para sólo revelarle, en esa desgarradora instancia, que la felicidad tampoco se hallaba allí. Feliz aquel que muere deseando en vano, viendo todas las cosas desde una enorme distancia que las embellece al ocultar sus innúmeras imperfecciones, y acunado de ese modo por hermosos e intangibles sueños.» «Mas respóndeme aún otra cosa, caro amigo: ¿es esta pasión por alcanzar los dorados aunque engañosos visos del poder, en la generalidad de los hombres, una manía solitaria e incomprensible del alma aturdida por los usos mundanos, o es más bien un oculto medio para llegar a un fin último y distinto, que no puede ser sino el de la mujer, fácilmente seducida por esas baratijas, y, con ella, el del placer, los cuales no son a su vez sino otros ocultos medios que nos llevan en realidad a la reproducción de la especie, sumo fin al cual la naturaleza cruentamente nos empuja?» «Hay ya más sabiduría en tu pregunta que la que podría yo ofrecerte en mi respuesta. Conténtate con saber que el poder y las riquezas no son los únicos medios para llegar a la mujer, sino, muy por el contrario, los peores, pues mediante ellos sólo se llega a las más superficiales, desenvueltas y vacuas de su género. Tu masculina apostura es digna de una femenil lozanía y de una modesta inocencia, y tus vastos conocimientos son merecedores del alto consorcio entre dos espíritus elevados. Deja al adinerado y al poderoso disfrutar de la grosera cortesana, y parte en busca del rubor juvenil y del agradable coloquio.» Así fue como, saliendo conmigo a recorrer su propia comarca, Fausto se prendó a primera vista, interrumpiendo súbitamente las epilépticas notas de la demencial marcha húngara de Berlioz que silbaba, de la piadosa Margarita. ¡Con qué fuegos no arderá aquel leño que, secado por el perpetuamente árido tiempo de una larga vida consagrada a la inconmovible erudición y a la metódica constancia del saber, recupera de pronto toda la vitalidad encerrada en su elemento al ser alcanzado por la súbita chispa de la pasión! Azotado por las recias tormentas del amor, Fausto experimentó la pronta pérdida de todo su reposo, abrumando por completo la extensa amplitud de sus días y de sus noches con su volcánica obsesión por Margarita, la cual, para empeorar la ya de por sí dramática situación, correspondía secretamente al doctor pero, a causa de ello mismo y de su inocente pureza, rehuía de él temblorosa y sólo le tributaba el cándido homenaje del más prístino pavor amoroso. En el colmo de la desesperación, desolado por los entendibles desdenes de una doncella aterrada, el enamorado no pudo evitar recurrir a mí en los siguientes términos: «¿Es que acaso no eres tú mi empleado, que tan impasiblemente me observas caer así a tierra, postrado bajo este impiadoso asalto de flechas de Eros ante el cual no hay ya escudo detrás del cual pueda mi atribulado corazón pertrecharse? Si tu voluntad aún conserva algo de poder sobre los elementos, pon ya mismo en ejecución algún ardid que pueda servirme de ayuda, dándome algún auxilio en esta fatídica hora de desgracia y de despecho». «Caído te veo, mas no sin fuerzas como para que se halle más allá de tus posibilidades el levantarte por ti mismo. Mucho tiempo tu alma ha respirado el polvo de los libros y se ha recreado en burbujeantes redomas y abstrusas fórmulas; incontables han sido las noches en que, con la industriosa mirada de un dios, te has consagrado a descubrir el secreto concierto de los astros y a meditar sus extrañas propiedades e influencias; con insólita frecuencia se han escuchado los tenues ecos del resonar de tus pasos en los marmóreos palacios de la moral filosofía; y no pocas han sido las dilatadas jornadas en las que los somnolientos ojos de la aurora se han sorprendido al encontrarte en vela, con la fatigada pluma aún empuñada en tu firme mano. No es, pues, de extrañar que tu tardía y repentina colisión con las encendidas llamas del amor obren en ti semejante efecto. En vano te he advertido sobre el Infierno del deseo; mas, ahora que has abandonado tu Tártaro científico para probar en carne propia los tormentos de mi reino, sólo puedo renovar ante ti mis previos consejos y sugerirte la salvación que podría proporcionarte un ágil y oportuno salto atrás: vuelve a la serenidad del conocimiento, explora con aventurado y resuelto espíritu los vastos terrenos del arte, aspira a alcanzar con tu ciencia el supremo laurel de la gloria inmortal, y da al olvido la loca pasión que te consume y que así te pone de rodillas ante los burlones ojos del universo cruel y pasmoso.» «¡Que el Infierno te confunda, maldito demonio! Ya no hay salto atrás que pueda salvarme de la constante imagen de ella, dulce visión que me acosaría en mis sueños, me perseguiría en mis estudios, y desviaría mis pensamientos de todos los libros y sistemas a los cuales infructuosamente intentase volcar mis fuerzas excitadas. Sólo la obtención de su belleza puede salvarme ahora de mi tormento, y sólo sus rojos y castos labios podrían sellar finalmente la urna de mi locura, restituyéndome a la paz que he perdido en un remoto tiempo cuyos más diáfanos vestigios han sido ya borrados para siempre de mi memoria por los huracanados vientos del deseo.» «Sin duda, lo eterno femenino te arrastra, como a todos, hacia abajo. Puesto que no está en mi mano salvarte de ti mismo, te empujaré al precipicio tal como me lo solicitan tus incoherentes palabras: de ese febril estado en el que te encuentras, sólo una dura caída sería capaz de despertarte.» Así, el amor entre Fausto y Margarita no tardó en consumarse. La relación de fuerzas entre ambos era sin duda muy despareja, y, por lo tanto, las consecuencias de ese acto resultaron catastróficas para ella, que terminó muriendo en un calabozo, junto al fruto de esa unión. El desconsuelo de mi exigente patrón no tuvo límites, por lo cual no fue ninguna sorpresa el que optase por enviarme de inmediato un telegrama de despido, endosado con sangre, dando así por terminada nuestra breve aunque intensa relación laboral. Al presentarme en su habitáculo para retirar mis pertenencias del casillero, no pude contener mi lengua y le espeté sin mayores preámbulos: «Mi único crimen, señor, ha sido obedecer sumisamente y con excesivo celo vuestras funestas insensateces. Nadie debería dejar de prestar oídos a un simple vasallo si éste es ni más ni menos que el propio Mefistófeles. No ha sido sino vuestra la culpa de todo lo acaecido, y, ya que no seré debidamente indemnizado como la ley lo estipula, aspiro al menos a ver un breve destello de arrepentimiento en vuestros ojos culpables». «Sobre mí ha de recaer, en efecto, amigo, todo el peso de una culpabilidad afrentosa. Los vastos volúmenes que han nutrido mi saber de poco me han servido a la hora de caminar con éxito y prudencia por el espinoso sendero de la vida; he llevado la tragedia al seno de la inocencia, y una sepultura, que hoy se abre bajo un límpido cielo azul pletórico de alegres brisas primaverales, señala a mi monstruoso corazón y a mi mano involuntariamente homicida con todo el negro horror de las endiabladas criptas subterráneas de mil avernos. Suyo es el reposo celestial que se destina a los puros de corazón, pero mío es el inexorable suplicio del criminal que es consciente de las irreparables abominaciones que su imperdonable conducta ha perpetrado y del inconsolable dolor a que sus actos han dado lugar. Prescindo de tus servicios porque únicamente la soledad puede ahora servirme de bálsamo, y porque sólo el fugaz quietismo que proporciona la abstraída concentración en el arte y la ciencia puede alejar de mis pensamientos, siquiera por breves e insuficientes instantes, la marchita imagen de aquella que ya no respira. Me he ganado un Infierno mucho mayor que todos aquellos que mi andar había hasta ahora atravesado, y consideraría indigno de mí el pretender ser perdonado y salvado por los poderes del Cielo y por plañideros coros de ángeles. Adiós, amigo: puesto que estoy decidido a afrontar, sin eludir ninguno de ellos, todos los castigos asignados conforme a la ley divina a mi odioso crimen, nos reencontraremos a la brevedad en tus lóbregos dominios inferiores, en los cuales me tendrás finalmente tú a mí por obediente vasallo.» «Mucho me conmueve tu valiente y aristocrática entereza de ánimo, doliente filósofo, y no estaría mi obrar acorde con la excelsa nobleza de mi estirpe inmemorial si yo aceptase oír los ayes de alguien como tú en mis negros antros de tormento. Que entre los hombres, pues, tu espíritu permanezca para siempre, como un hálito invisible que guíe hacia la grandeza a los más perceptivos y aptos de tu raza, mas también como una rigurosa admonición para todos aquellos que abandonen su recta senda para transitar por los abruptos y sinuosos desfiladeros de una errante parvedad. Te saludo, pensador afligido; que lo eterno creativo lleve algo de reposo a tu espíritu conturbado.» Así diciendo, abandoné la morada de aquel hombre y vagué por los bosques más sombríos de Europa durante varios cientos de años, meditando profundamente en lo que acababa de suceder. Mas ahora, que he consignado en mi diario la notable historia del doctor Fausto, siento que el extraño frío de una misteriosa sospecha recorre mi alma espantada: ¿es que acaso no hemos sido él y yo una misma persona?

3 comentarios:

E. dijo...

Mi extraña versión del mito fáustico va acompañada por un grabado titulado Walpurgisnacht del alemán August von Kreling (1818-1876).

Laura Engelbrecht dijo...

Magister dixit... Qué placer encontrarme el vano recuerdo del tan singular poema dramático de Göethe en el diario del mismísimo Mefistófeles, quien tan sabias palabras ha puesto en pluma del nativo de Frankfurt am Main.

"-Vita brevis, ars longa, occasio praeceps, experimentum periculosum, iudicium difficile.- Diría que debieras aprender; asóciate a un poeta que se afane en encontrar ideas y en amontonar sobre tu cabeza de laureado todas las nobles cualidades, el valor del león, la rapidez del cuervo, la sangre ardiente del italiano y la tenacidad de los del norte. Déjalo que encuentre el secreto de unir magnanimidad y astucia con el cálido impulso juvenil que te haga enamorar conforme a un plan. Me gustaría conocer a un ser así;le pondría por nombre Microcosmos."

Una de mis citas preferidas, que aunque dude de mi memoria humana osé poner entre comillas, ampliando la frase hipocrática para hacer gala de mi latín.

Ab imo pectore, benedicti Diaboli, amplector te cum laude.

L.

E. dijo...

A modo de comentario de esta estrofa de innegables ecos schopenhauerianos, quiero hacer énfasis en el giro más importante que he introducido en mi versión, claro está que verídica, de esta inmortal historia: el verdadero Fausto tuvo la inigualable grandeza de, perfectamente consciente del horror del crimen cometido contra su amada, condenarse byronianamente a sí mismo y resignarse voluntariamente al Infierno antes que intentar salvarse, del mismo modo en que yo tuve una grandeza sin igual al renunciar al alma de Fausto y redimirlo antes de que Margarita, Dios o los ángeles llegasen a intentarlo. Ésos, y no otros, son los Fausto y Mefistófeles que yo puedo llegar a admirar: un Fausto que se condena a sí mismo y que afronta con valentía los castigos asignados a sus crímenes, y un Mefistófeles que, conmovido por esa aristocrática actitud, perdona.

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