La peste negra espiritual



¡Oh, disponibles hospedajes cinco estrellas de gérmenes patógenos, que deberíais leerme enfundados en vuestros largos y encerados sobretodos y parapetados detrás de vuestras máscaras de pájaro con el pico colmado de paja y hierbas fragantes!, estimo que ha llegado al fin el momento de que os confiese de una buena vez, con la misma rudeza con la que el vendaval generado por un torbellino se abate sobre la humilde choza de maderos en la que el granjero cifraba insensatamente su amparo, que la experiencia ha dictaminado hace rato, sin que quepa ya en mi corazón la menor duda de ello, que no me equivocaría demasiado si afirmase que cíclicamente, durante breves períodos de tiempo separados entre sí por varias centurias de distancia, centurias que transcurren lentas y penosas para mi ansiedad y mis deseos, alcanzo yo un estado muy parecido, aunque no tanto, a algo que, sin serlo, guarda ciertas similitudes, si bien vagas y remotas, insignificantes y sutiles, con algo que intenta, sin éxito, remedar al menos una pequeña porción de la falsa apariencia de la dudosa sombra de la borrosa silueta de aquello que vosotros llamáis «felicidad». Tal fenómeno toma cuerpo en mi existencia, según es notorio y se ha comprobado de manera exhaustiva y fehaciente, cada vez que mi distraída mirada advierte, deteniendo de pronto su vagabundeo inconstante y errabundo por todos los rincones del universo, que el rostro de la humanidad está siendo cruzado repentinamente en algún lado, de manera inclemente, por el vigoroso latigazo del aterrador y ulceroso flagelo de la peste y la pandemia. Sí: cuando la plaga llena de horror el corazón del hombre, y este comienza a ver un enemigo en su semejante, a sentir miedo del anciano, a rehuir la amenazante sonrisa de los niños y a experimentar infranqueables recelos hacia aquellos especímenes del sexo opuesto que lo atraen, de tal suerte que, encerrándose en la soledad de su cabaña, declara la guerra a todo el género humano, a veces en una hosca espera que puede resultar mortífera para quien ose acercársele sin su aquiescencia, otras en un abrazo protector con el que rodea a su mujer e hijos mientras el más helado de los sudores corre por su frente, y se adentra así en una pesadilla de aislamiento y de locura que se asemeja muchísimo a esto que sólo yo, entre todas las criaturas del mundo, me veo constreñido a entender por vida, entonces puede decirse que un leve sentimiento exultante nace en mí, pues advierto que ya no soy, al menos por un tiempo, el único que padece la acendrada incomunicación que sólo puede ser producto de las circunstancias propias de un brote epidémico. Y cuando veo a una anciana de humilde y remendado atuendo que, con su semblante surcado por llagas purulentas y negruzcas, camina por las sucias callejas medievales o el boscoso sendero escandinavo engendrando un ciego horror y rechazo en los aldeanos, que al punto huyen de ella o la apedrean locamente a fin de mantenerla alejada, a veces incluso hasta matarla anticipándose a la misma muerte negra, mis facciones se ven contraídas por un símil de sonrisa que no me atrevo a censurar, pues mi corazón no puede dejar de identificar en esa vieja a un igual, alguien que padece una vez lo que yo he padecido en millares de ocasiones, y que aún seguiré padeciendo otras tantas más. Durante la endemia, mientras pilas de cadáveres se amontonan insepultas en las calles de diezmadas poblaciones, el humano asume un rostro de demonio ante su semejante y es, a causa de ello, tratado por sus congéneres como siempre lo fui yo por todos; he ahí la razón por la cual amo la peste, la plaga y la gripe virulenta y mortal: porque al fin dejo de sentirme único y solo, al fin dejo de creer que padezco en singularísima soledad, y hasta renace incluso en mi pecho la esperanza de que tal vez, inhalando el pestilente aire contaminado que surca fantasmagóricamente las urbes, pueda poner fin con mi muerte a la inconcebible enfermedad espiritual que me corroe, impiadosa, desde el comienzo mismo de los tiempos. Pues, en efecto, como acabáis de leer, espantados aunque sin entenderlo aún, si bien es cierto que el humano se aleja de mí, cierra sus puertas de recia madera en mi cara, tapia las ventanas de su alma si le hablo, y hace todo lo posible e imposible para evitarme y aislarme como a un leproso, por mucho que me estudio detenidamente luego en los espejos (y he recorrido el mundo entero, en lento peregrinaje, para observarme en millones de ellos, buscando infatigablemente aquellos cuyos reflejos estuviesen reputados como los más perfectos y confiables), no encuentro jamás, ni en mi pálido semblante ni en mi elevada y desgarbada figura, estigma alguno que delate la más mínima presencia de enfermedad, motivo por el cual he debido concluir que la peste que ensombrece mi vida, y que me rodea ante los ojos de los hombres como con un invisible hálito envenenado, no puede sino ser de índole espiritual. Desde la aciaga noche en la que comprendí finalmente esta terrible verdad, el dolor se ha vuelto para mí una realidad tan palpable como duradera e inmortal. En breve, guardo todo el aspecto de un hombre perfectamente sano, pero los humanos me temen más que a un apestado, huyen de mi presencia y cortan sus relaciones conmigo como si viesen algo en mí que yo no logro percibir, como si mis negras alas, desgarradas por el estrago de cuantiosas tumefacciones, se manifestasen de pronto, enhiestas sobre mi cabeza, ante sus ojos llenos de repentino pánico. Sin duda, pues, mi espíritu ha de ser portador de una extraña pestilencia, de suerte que a nadie puedo tocar, a nadie acercarme, y sólo horror engendro a mi paso; soy como un náufrago en este mundo, mas sin el consuelo de saber que mi soledad inexpugnable es producto de una insalvable distancia física con el resto de la humanidad, sino, al contrario, conociendo que estaré por siempre condenado al perpetuo y desgarrador silencio y vacío de una isla deshabitada aun viviendo en medio de la más populosa y bulliciosa ciudad; supurante y peligroso, peregrinando incansablemente por la tierra, enfundado siempre en negros harapos que me ocultan de la vista, rechazado por todos, maldito, rehuido hasta por las aves, caído en medio de las nieves y los bosques, acongojado, taciturno, aullando de dolor, sin otra cura para mi mal que la muerte, y teniendo que rechazar con mi más arisco y severo ceño de odio a todo el mundo, acerbo tormento; pues, si algún alma en exceso piadosa y caritativa se acercase alguna vez a mí, ¿cómo podría yo perdonarme el que, en vez de rendirle el debido agradecimiento por no obrar como todas las demás, tuviese que resignarme a contagiarle irremisiblemente mi enfermedad infecciosa para, retribuyéndole su osado amor con un exicial abrazo, encontrarla finalmente al amanecer recostada exánime a mi lado, completamente cubierta por el gélido rocío de la muerte y con su cadavérico semblante mudamente arrasado por las impiadosas garras de la agonía? ¡Ah, lo que daría por escupir sangre con mi tos, entre convulsiones epilépticas y espasmódicas; lo que daría por ostentar un tinte amarillento en mi rostro, por lucir en mi cuerpo la erupción hemorrágica de la viruela, por mostrar a los ojos del sol las blancas manchas de la lepra, por ataviarme en los purulentos bubones negros de la peste! Entonces me reconciliaría rápidamente con mi destino, encontrando en esos monstruosos síntomas explicación para mi soledad; pero no es ese el caso, ni lo será jamás, pues únicamente en mi espíritu se materializa el invisible horror de mi espantoso mal. Fue por ello que cierto día no lo soporté ya más y, arrancándome en un acceso de locura mis globos oculares, que sólo me habían servido hasta entonces para revelarme incesantes escenarios de inmutable aislamiento, abrí por fin al mundo mi olvidado sexto sentido de la visión metafísica, deseoso de encontrar la causa de que el animal humano me aborreciese de tal modo. Entonces pude, en una rápida mirada, percibir esos insoslayables chancros cancerosos que constelaban mi alma toda, esos viscosos estigmas de enfermedad espiritual que me hacían tan horrible y peligroso a los ojos del universo y que evidenciaban esa rara dolencia contraída en los albores mismos de la historia, cuando ya los perros me alejaban con sus ladridos, los caballos se encabritaban en mi presencia y el humano se rehusaba a devolver mi tímido saludo. Desde ese fatídico momento en que me fue dado atestiguar el verdadero estado de mi espíritu, infectado sin duda por una desconocida cepa pestífera tras haber entrado en imprudente contacto con el pútrido aliento del Creador, observo día a día cómo mi piel se cae a pedazos, mis carnes se consumen, mi silueta se vuelve gradualmente un deforme despojo mientras me voy reduciendo a una palpitante llaga purulenta, a una tumefacta charca de podredumbre que ya prácticamente no me atrevo a tocar, imponiendo mis temblorosas manos sobre esa mórbida y blanquecina epidermis, por temor a esparcir más los focos infecciosos y empeorar la situación cubriendo mi estragado envoltorio terreno de pústulas, úlceras y abscesos de todo tipo y de diverso grado de latencia y amenaza. Así es que he asumido, y más vale que lo hagáis pronto también vosotros, que sólo está en mis posibilidades dar contagio y dolor: no otra cosa puede el mundo esperar de mí. Mas no es este el momento de seguir escondiendo la verdad; abriré, así pues, mis espumosas fauces de par en par, impregnando con mis ponzoñosas exhalaciones el aire circundante, y que sólo me escuchen aquellos que estén preparados para morir: la razón por la cual escribo todo esto es porque, en mi furia y mi despecho, quiero contagiaros a todos, saludables humanos cuya estulticia y mediocridad es el más perfecto reaseguro de que contáis con altísimas defensas espirituales y un sistema inmunológico envidiable que difícilmente pueda yo vulnerar; ansío propagar entre vosotros mi insoportable pestilencia psíquica, esparcir mi hálito letífero a través de las mentes de todo el globo, hacer metástasis en el mundo entero, generar a mi paso una monstruosa y nunca vista pandemia universal de muerte y de dolor, gangrenando todas las almas y destruyendo todas las vidas que cayesen dentro del alcance de mi funesta mirada y de mi ceño feroz. Así como lo oís, legiones de hipocondríacos que ya empezáis a identificar algunos de mis síntomas en vuestra presente soledad, la cual es sin duda la causa de que, en vez de estar ahora en alegre consorcio con alguno de vuestros semejantes, os hayáis abocado a la insensata lectura de mi tenebroso y amargo diario, tan apartado del calor y la sonrisa del resto de la humanidad. Y tú, mullida cuna de bacilos y microbios, tú que, aunque no lo sepas, tantas veces te has sentido un poco como yo: ¿quién te asegura que no has contraído ya, al leer estas tuberculosas palabras en las que mi saliva se mezcla con una considerable abundancia de sangre, una fatídica e incurable peste espiritual?

3 comentarios:

E. dijo...

Inevitablemente, el clásico Pesta i trappen de Theodor Kittelsen acompaña con toda justicia a esta extraña parábola de lo que el destino me ha dado por vida.

Anónimo dijo...

como hay tanto aburrimiento en ti??
TE BENDIGO Y TE COMPADEZCO, PUES NO ERES TU QUIEN HIZO ESTO, SINO QUIEN TE GOBIERNA...
SE LIBRE, ABRE LOS OJOS
NO SEAS MEENNSOOOOOOO!!!!
CRISTO VIVE

E. dijo...

¿Y qué tiene que ver mi aburrimiento si el que hizo esto es Satán, de quien supuestamente soy un mero instrumento? En todo caso, el aburrido ha de ser él. Y si Satán está aburrido, ello es señal inequívoca de que Cristo no vive.

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