El monstruoso reflejo de Dios


En vano fatigaba los ya asaz vetustos andamiajes de mi declinante intelecto, naturalmente erosionado por efecto de los perniciosos excesos de mis pasiones y la habitual intemperancia nerviosa de mi ánimo, en la estéril tarea de hallar respuesta al milenario interrogante sobre la verdadera estatura moral de mi ser. Por más estudio e industria que ponía en la materia, por mucho que cavaba en mi conciencia con la misma infatigable firmeza con la que el profanador de tumbas remueve con su insomne pala la tierra del cementerio a fin de llevar un fresco cadáver al inescrupuloso profesor de medicina, me resultaba imposible elucidar, siquiera con un margen mínimamente razonable de error, si podían las condiciones predominantes de mi conducta contabilizarse como las de una criatura bondadosa o malvada. ¿Era yo un demonio, como lo aseguraba ante las crédulas masas la aceitada usina propagandística de mis enemigos, o era un ángel de una nobleza tal que el Cielo mismo había tenido que expulsarlo de su seno para que las cada vez más inocultables máculas éticas del Creador no quedasen, de continuo, en tan estridente evidencia ante sus ángeles? Como muchos ya lo habrán adivinado, lejos de deberse mi caída a los vicios y pecados que tan livianamente se me endilgan, fue antes bien producto de una perfección moral de comportamiento que, aun a mi pesar, y para mi indecible desesperación, se elevaba delatora por sobre todo el universo, sombría como un hostil dedo acusador, ante la licenciosa conciencia de Dios, dejando en ostensible relieve las numerosas iniquidades del Señor ante la atónita mirada de sus plumosos súbditos, que no osaban ya comparar mi religiosidad ejemplar con sus consuetudinarias incursiones en los terrenos de la molicie y la concupiscencia. ¡Oh, cómo lloré en secreto por ti, disoluto Demiurgo, y cómo imploré a la Providencia para que te apartase de esa funesta pendiente de crímenes y aberraciones por la que te abismabas en insana caída! Mas tú, avergonzado en el mareo de tus dolorosas resacas y en tus súbitos aunque fugaces raptos de arrepentimiento y contrición, determinaste que lo mejor sería arrojarme lejos del Paraíso, con el difamatorio mote de «maligno» inscripto en caracteres de fuego sobre mi frente, a fin de que ya nadie en tu totalitario imperio celeste pudiese arrogarse mayores méritos que los tuyos para ocupar un trono del que hacía tiempo habías dejado de mostrarte digno. Pues bien, hete aquí que no me quejo por la injusticia de tu escandalosa artimaña: sigue reinando en tu pocilga de nubes que se afanan sin éxito por cubrir tus dolosas y depravadas acciones, Patrono del vicio, pero no te atrevas a decir que soy yo el que hace el mal en este mundo. Guarda aunque sea, ante tus numerosos adoradores y esclavos, la engañosa apariencia de una exigua cuota de honestidad intelectual que se muestre acorde a tu soberano estado. Diles por fin quién eres, y diles también sin rodeos quién soy yo. Deja que tu boca megalítica vuelva a ser visitada, como en los soleados días de mi infancia, por un tenue atisbo de sinceridad, y exhala de tus pulmones siderales, por una vez siquiera, algo que ofrezca una leve semejanza con la marchita verdad, mi compañera de ostracismo desde que nos desterraste para siempre a ambos de tu deletérea presencia. Pero, volviendo a la duda que me acosaba, el que mis fechorías fuesen inocentes travesuras en comparación con tus inefables transgresiones y apocalípticos proyectos no era un dato que me transformase automáticamente en un santo, ni resolvía en lo absoluto el problema de mi condición moral. Decía que infructíferas eran todas mis auscultaciones en el campo de la ética, y que mis exámenes y especulaciones al respecto se perdían invariablemente en callejones sin salida: nadie podía decir con certeza qué era el bien y qué era el mal, y, aun esclarecido ese punto, se constituía como algo igualmente insalvable el correcto y ajustado dictamen de hacia cuál de los dos terrenos se dirigían con más acusado énfasis mis pasos. Consumido por esta duda imperecedera, por esta irremediable interrogación que pesaba como una constelación de plomo sobre mis cavilaciones, me acerqué a un espejo a fin de contemplarme e intentar atrapar en mis facciones algún ínfimo estigma que delatase la inequívoca presencia del vicio o inferir de la armonía de mi semblante el concertado triunfo de una virtuosa moderación. Me asomé a mi reflejo y, al hacerlo, la comprensión alumbró repentinamente mi ser. No era yo ni bueno ni malo: simplemente era extremo, pudiendo alejarme por igual en ambas direcciones hasta alcanzar periferias casi equidistantemente remotas de la elíptica órbita moral del hombre, tanto remontándome a las despejadas alturas del sacrificio desinteresado y de los gólgotas sangrientos como hundiéndome en los refinados abismos del mal por el mal; era un poderoso órgano de tubos en el que podían resonar tanto los más delicados y celestiales agudos como los más profundos y tenebrosos graves, era una paleta de la que podían derivarse tanto los más luminosos destellos como las más desoladoras tinieblas, pero era, por sobre todo, yo mismo un espejo, un espejo monstruoso que devolvía, de manera magnificada, aquello que cada ser que me contemplaba llevaba en su interior. Quien tenía su alma oscurecida por el crimen veía en mí a la más peligrosa y feroz de las calamidades, mas quien transitaba por la vida de manera recta y afable veía en mí al más obsequioso de los benefactores. En suma, todos descubrían en mí, y con sobrado acierto, un deslumbrante y ampliado reflejo de aquello que habitaba en sus propias almas. Esto explicaba satisfactoriamente el hecho de que, mientras el conjunto de la humanidad no veía en mí sino a un repugnante y satánico demonio, a una serpiente desalmada, unos pocos seres superiores y señalados me interpretaban, en cambio, como a un ángel bello y magnánimo, aunque de trágica mirada. En realidad, no era ni lo uno ni lo otro: era ambas cosas a la vez, un dragón excelso y majestuoso, un arcángel redentor de horrendo y repulsivo visaje; luz y tinieblas cohabitaban en mí, y cada observador simplemente decodificaba con mayor claridad aquella parte mía que se correspondía con las inclinaciones que predominaban en su alma. ¿Es esa la razón, oh, Celeste, por la que tú sólo ves en mí a un genocida y un enemigo de los hombres? No hace falta que te dignes a hablar para ofrecer atropelladas explicaciones o para rezumar el adormecedor incienso de tus arteros y envolventes sofismas: bien conozco el pensamiento que corroe con odio y envidia tus entrañas universales. Tú fuiste el primero en reflejarte en mí, y aquello que viste te llenó de espanto y horror. Me adjudicaste tus propios crímenes para arrojarme de tus atrios empíreos, y desde entonces la conciencia de tan inexcusable acción te carcome hasta el punto de que tu furor te ha vuelto irreconocible. Ambos sabemos que destrozar el espejo no es la más sabia manera de hacer frente a las supurantes fealdades del alma, pero no otra cosa has hecho tú al condenar y maldecir mi espíritu en lugar de expatriarte tú mismo del Cielo, cediéndome a mí las doradas riendas del universo (que yo habría declinado, pues el poder supremo corrompe supremamente, como todo aquel que te contempla por un instante puede atestiguarlo), para dirigir tus temblorosos pasos, afectados por la gota, al umbroso Hades a fin de hacer allí penitencia y, redimiéndote a través de una eternidad de oraciones y mea culpas, sanar un poco tu alma gangrenada. Claro está que, por más severos ayunos, impracticables votos de austeridad y regulares rituales de autoflagelación que hubieses observado, yo nunca habría consentido en perdonarte; pero eso sólo porque soy un espejo fidedigno y tú jamás te avendrás a perdonarme a mí. Pueril coleccionista de almas, ¿es que aún te rehúsas a comprender que nos has sumido a ambos en idéntica tragedia? Aunque mi deber sea cumplir con celo la insalubre misión de reflejar tu esencia abominable, yo jamás podría odiarte a ti. Y jamás podría hacerlo porque comprendo tu dolor, Dios, comprendo la terrible soledad que te impulsó a romper con todo y, mortificado por tu condición única e irrepetible, adentrarte de manera autodestructiva en las marismas del pecado y el vicio a efectos de, revolcándote en el lodo y la locura, parecerte más a los hombres y sentirte de esa manera, por un momento, siquiera un poco, un poco menos solo.

6 comentarios:

E. dijo...

Ilumino esta estrofa con una obra de William Blake (1757-1827), artista al que nunca antes había recurrido en este diario.

Anónimo dijo...

Venía esperando este momento. Vuelvo a prender un cigarrillo negro, y entre sus espirales opalíneas que se suceden junto al Adaggio de Barber lo disfruto. Gracias cmda.

E. dijo...

Es una crítica válida: tendría que dedicarme a otra cosa si me fuera a enojar por ella. Lo que sí puedo decir es que es obvio, ya desde la simple decisión de poner todo en un solo párrafo interminable, que yo mismo busco, de manera consciente, abrumar y alejar un poco, garantizar que sólo se adentren en estas líneas los verdaderamente interesados. No me preocupa mucho, así pues, aburrir. Por otra parte, hay algunas estrofas que tienen más fuego, más burlescas, y otras, como ésta, en las que simplemente tengo algo que decir. En el Infierno también hay gélidas regiones de hielo.

Anónimo dijo...

mmm me gustaría contactarte quizás puedas responder algunas de mis preguntas... somos muy parecidos....

Anónimo dijo...

Absolutamente Poético, pulcro y profano. Me sentí identificado en al menos la mitad del capitulo. Seguidor acérrimo de su diario, llegara algún día tan mordaces palabras y alegorías a las montañas de los Andes? a las tierras bañadas por el Rio Magdalena?. Un saludo demonio.

E. dijo...

Agradezco los conceptos. En cuanto a la pregunta, no me llega con claridad su completo sentido, pero ya quisiera que mis propios ojos pudiesen volver a deleitarse en las imponentes tierras andinas, como alguna vez lo hicieron en mi temprana infancia, si bien me temo que tanta majestuosidad podría terminar dejándome sin palabras por un holgado término de tiempo. Salve.

Publicar un comentario

Casi todo comentario de los asombrados lectores ocasionales será tan bienvenido cuanto censurado: no es infrecuente entre los demonios amar el silencio. Sin embargo, cualquier planteo de guerra o disputa ideológica por parte de hombres o ángeles será atendido con gusto, siempre y cuando cumpla con el insoslayable requisito de no estar redactado en lenguaje adolescente y no incluir términos que parezcan vulgares y mundanos a los jerárquicos ojos de un demonio.