Plegaria a la luna



Escuchad ahora, oh pueblos, sin cometer la sinrazón de conmoveros apresuradamente y en vano, el cándido llamado crepuscular que, asustado en medio del frío invernal y la oscuridad de la noche cerrada, dirige a la luna, ignorando que yo le observo desde su ventana bajo la forma de un murciélago, un niño desamparado cuya madre he asesinado hace un tiempo a sangre fría, asesinato del que ya os hablaré más adelante, frase esta última que significa que no pienso hacerlo jamás. Pero dejemos de lado estos abusivos considerandos y detengámonos, aquietando por un instante el pendular fastidio de nuestro ánimo agobiado, a escuchar impremeditadas palabras, tan llenas de inocencia como de aflicción, cuya resonancia a través de las diáfanas capas del éter nocturno sólo puede verse justificada por la supina indiferencia que de seguro habrán de despertar en todos y cada uno de sus oyentes, asaz preocupados por sus estómagos y su vida afectiva, a no ser por aquellos pocos que, bien lo saben ellos, noche tras noche se ven forzados a aullar al vacío estelar, por los siglos de los siglos, a través de los jirones de un alma desgarrada que cae abrumada bajo el peso del dolor. Escuchad, pues, débil hojarasca conducida de un lado a otro por la más tenue brisa mediática, escuchad; sólo acercaos un poco más a esa oscura ventana tras la cual el débil resplandor de una vela consumida vacila, y escuchad:

«Sagrada luna que me contemplas, desde tu silencioso lecho de cómodo éter, con ojo dulce y acariciador, olvidada entre los negros vacíos de la noche e imperturbable en tus infinitas meditaciones, mientras te rezo, pobre niño sin consuelo, junto a la ventana de mi cuarto, poco antes de acostarme, con toda la devoción que de ordinario hacia todo lo que a mi alma se asemeja siento: escucha ahora, conmovida, la humildad del ruego que hacia tu blanco disco elevo... ¡y que tu frío no me mate!, que tu frío no me mate... Sí, hoy mi plegaria es para ti, para ti, pues mi atenazado ánimo me impele a contemplar a quien le hablo. Hoy mi plegaria es para ti, pues encuentro, con dolor, tras tantos grises y tempestuosos años de desvelo, que he sido abandonado por el oscuro Dios del cielo, que, según todo me hace suponer, no dispone ya de tiempo para mí. Acepta, entonces, luna, esta inocente plegaria de mi alma, acéptala, por favor, oyéndome con toda la serenidad que a tal efecto puedas concentrar, tú, que no estás acostumbrada a hacerlo... Tengo miedo de morir, sí: estoy enfermo; cuando mis diminutos párpados comienzan a cerrarse, vencidos bajo el insoportable peso del sueño, imagino que ello en realidad significa que estoy cayendo a la negrura de esos terribles pozos secretos en los que la Muerte roe, interminablemente, con una mueca de jubilosa lujuria en su rostro podrido, los agonizantes restos de la conquistada humanidad, que se revuelve bajo sus pies triunfantes. Tengo miedo de morir, sí; pero ¿quién sabe con certeza lo que la muerte es? Cada vez que yo, acunado en las bellas necesidades que movilizan las inocentes pasiones de un alma casta, me he permitido soñar al respecto, hombres de semblante severo se me han acercado y me han hecho notar, a la fuerza, lo errado de mis cavilaciones; pero yo intuyo que, en realidad, ellos ignoran tanto como yo; y aún no he logrado adivinar por qué les preocupa tanto lo que yo sueñe, siendo que mi muerte no les importará en lo absoluto, y mucho menos mi destino tras ella. ¿Y qué hay sobre ti? ¿Acaso alguien teme por tu muerte, luna? ¿Acaso alguien te lloraría? A los hombres no les importas tampoco tú: ellos trabajan de sol a sol y luego se encierran, con doble llave, en la aburrida e insignificante cotidianeidad de sus hogares y de sus pequeños problemas, para la mantención de los cuales trabajan durante toda su vida, de tal modo que una eventual ausencia definitiva por tu parte les pasaría tan inadvertida como les pasa ahora este ruego que, en mi miseria y en mis temores, te ofrezco con toda la candidez virgen que aún puede emanar de mi horrible espíritu. ¡Oh, luna, que sólo existes, en este arruinado siglo de desidia universal, para mí, para este pequeño pecador, acalla a esas plateadas olas que debajo tuyo se elevan, mecidas por tu divina influencia, o enfurecidas en la humillación de descubrirse incapaces de alcanzarte, y que me hacen pensar, con horror, en lo efímera y frágil que la vida humana es! Acalla a esas olas, luna, pues su rumor me da miedo. Y no dejes tampoco que esas nubes que, azules, surcan el no menos azul firmamento, se abalancen sobre ti, tratando de empañar la visión que de las agonías de este mundo mortal tienes. Si es cierto que esos murmullos que el viento arrastra en su viaje eterno y legítimo a través de las tierras dormidas son sólo tus tristes y desesperados soliloquios, y no el tortuoso blasfemar de los demonios abrumados por el dolor que encuentran en la soledad a la que el ser humano los empuja, entonces, en esta fría noche en la que sufro solo en mi casa, abandonado por mi madre, que ya no volverá a mí, te prometo que me esforzaré, insomnemente, hora tras hora, aun a través de la languidez que me produce mi hirviente fiebre, por estudiar, hasta dominarlo con maestría, en el gemir de estos vientos, tu cristalino lenguaje; y ya no seguirás hablando sola, como hacen los locos. Te lo prometo... ¡Oh, luna!, ¿por qué me miras así? Enjuga esas lágrimas, que caen sobre mi alma, y que me hacen llorar a mí. Enjuga tus heladas lágrimas, incomprendida, antes de que la idiotez de los hombres las reduzcan, de un seco golpe, a pequeños fragmentos de opaco vidrio. Y nútreme con tus sombríos sueños, luna antigua, pues mi cuerpecillo jadea, enfebrecido, y no desea ya alimentarse con aquello que sólo da fuerza física e ignorancia a los hombres. Que tu lejana claridad de plata refresque mi cabeza fatigada, incapaz ya de discernir entre las diabólicas pesadillas que la enferman de noche y las consternantes realidades que la marean de día; vuélvete un poderoso y brillante escudo que me defienda de la lobreguez del absurdo conocimiento universal y de toda necesidad física y material; y líbrame de las visiones de mortandad que ahora me acosan. ¡Oh, luna, líbrame de la ominosa sombra de la Muerte, a mí, a mí que soy el único que te reza! Sí, luna mágica y anciana, haz todo esto por mí, hazlo, por favor, actúa conforme a mis pretensiosos deseos, mientras los demás niños dirigen sus pensamientos al Dios que me desprecia. Y haz, a pesar de que no te esté rezando por convicción natural, sino en la congoja de saber que mis palabras y mis dolores no interesan a los feos humanos, que aman golpearme, pisarme e ignorarme, que tu fría y mórbida luz lave pronto la negrura de las heridas de mi sangre. Amén.»

Sigue rezando, niño, sigue rezando: no será mi férrea mano la que ponga fin a tu indiferente existencia, que ya suficientemente he destrozado, como si no me hubiese alcanzado con haber destrozado para siempre mi propia vida. Pero ¿es que acaso ese niño no soy yo? ¿Puede esta ventana aciaga comunicar con las demenciales noches de mi propio pasado? ¿Qué es esto que veo? Escapemos: mi alma, que no ha vacilado en marchar al frente en el más despiadado momento de las guerras etéreas, mientras combatía contra fuerzas infinitamente superiores a las mías, haciendo oír el firme liderazgo de mi voz donde quiera que la batalla se tornase más adversa, comienza a sentir temor. Escapemos, sí, y que esa estrella fugaz, que nadie puede ver pero que porta el alma de una madre, derrame sobre mi satánica cabeza, si es que la ruptura de su sanidad mental no la ha hecho ya incapaz, el fresco rocío que mana de la argéntea urna del más sincero perdón. Escapemos, sí, batiendo estas mucilaginosas alas que chocan contra el viento gélido y cortante propagando a su paso la peste y el horror. Aparta de mí tu rostro acosador, maldita Tisífone, negra erinia de sangrientos labios y tez cetrina, en cuyo lecho tantas veces he yacido: ya bastante tengo con el dedo acusador de mi propia conciencia, que apunta sin vacilar hacia mi despiadado corazón. He cavado una fosa de tales dimensiones, que todo el universo entero podría caber en ella, pero que aun así no alcanza a enterrar ni el más breve y sutil eco de aquel grito que me persigue odioso, maternalmente desgarrador.

3 comentarios:

E. dijo...

Aún me estremezco al recordar estas palabras. ¿A qué me he atrevido? Tratemos de olvidar. Para la ilustración he vuelto a recurrir a Caspar David Friedrich, esta vez a un detalle de su Seashore with Shipwreck by Moonlight.

La Anacoreta dijo...

Dios oscuro? El Dios del Cielo es hermoso y radiante de bondad y misericordia.

Dios jamás te abandona, a quienes lo buscan con sinceridad, ahora si vos no queres obedecerlo es claro que termines alejandote de Él, pero Él jamas de vos, porque te ama, sabes lo que es sentirse amado? yo si, solo cuando rezo encuentro consuelo en mis heridas.

Paz y Bien.

E. dijo...

Yo sólo encuentro consuelo en mis heridas cuando me sirven para superarme a mí mismo. Y para lograrlo, ningún dios del Cielo o del Infierno me dio una mano jamás. Pero si fuese débil, y mis heridas me abrumasen más allá de toda solución, sí, seguramente me consolaría creyendo en alguno de esos dioses y pintándolos en mi imaginación como "hermosos y radiantes de bondad y misericordia". Quien quiera que haya creado este mundo, si hay algo que no tiene es misericordia; quien quiera que haya creado al hombre, si hay algo que no tiene es bondad; quien quiera que haya engendrado a millones de seres nada más que para que, en medio de un océano de incontables pruebas y humillaciones, lo alabasen, no es hermoso sino horrible. Yo no quiero tener un Dios así.

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