Ignorados coloquios sepulcrales



En vano pugnaban mis amargos pensamientos por aflorar con claridad a la procelosa superficie de mi psiquis. Algo me atormentaba cotidianamente, algo me torturaba sin descanso, un oscuro río de pesar me envolvía entre sus negras ondas e intrusaba, con sus salvajes torrentes de aflicción, hasta mis más profundos sueños, sumiéndome día tras día en un concatenado sinfín de inclementes pesadillas que, impidiéndome dormir merced a sus amenazantes horrores y presagios, minaban las otrora saludables fuerzas de mis afanosas jornadas, pero no acertaba yo a auscultar con precisión el origen de esta inexplicable desolación que estragaba mi ánimo, ni encontraba palabras adecuadas para exorcizarla mediante una meticulosa descripción que me ayudase a desentrañar su enigmático significado. Sólo alcanzaba a comprender que jamás podría encontrar lugar alguno en el mundo, y la mera aceptación espiritual de ese odioso dato empírico arrojaba una y otra vez a mi moribundo cuerpo de náufrago, como si de un juguete de las olas del destino se tratase, contra los desgarradores arrecifes del dolor. A causa de mi segunda caída, era yo un demonio entre los hombres y un hombre entre los demonios, y esa monstruosa ironía determinaba que en ningún lugar que hollase con mis pasos, fuera éste estigio o terreno, pudiese ser aceptado como un igual. La interlocución con semejantes estaba vedada para mí, siendo que pertenecía a una raza única, que nacía y terminaba en mi persona. Por consiguiente, todos mis tumultuosos pensamientos quedaban condenados a morir encerrados en mi interior, aullando en el asfixiante y superpoblado calabozo de mi mente, hacinados y rabiosos, gritando cada vez más y más en los umbrosos rincones de mi cerebro, destrozando mi serenidad, mi raciocinio, mi sanidad, mi entendimiento y mi universo todo. ¡Y siguen aullando incluso ahora, esas malditas jaurías de conocimientos, ideas, juicios y creaciones que con nadie puedo compartir! ¡Acallad vuestras estridentes voces un segundo, blasfemas legiones que hincáis sobre mi desfalleciente cerebro el triunfante cetro de la locura! ¡Permitidme alejar mis convulsas manos, siquiera por un instante, de mis doloridas sienes a fin de tomar nuevamente la pluma y proseguir con la relación de los indecibles tormentos a los que me sometéis cual torbellinos que azotan a un joven árbol que jamás tuvo oportunidad de florecer! Incomunicado por mi ambivalente naturaleza, por mi trágico oscilar entre lo satánico y lo humano, por mi noble efigie de hombre antiguo tocado con aterradoras alas de demonio, estoy condenado a soportar la desoladora conciencia de tanta belleza sepultada para siempre dentro de mí, de tanto saber condenado a la más infamante y agónica esterilidad. El humano ve en mí un enemigo, me rehúye, me teme, abjura de mi cercanía y se pertrecha en su estupidez para mantenerse a salvo de mi nunca ejercida amistad; y en cuanto a los demonios, mis antiguos vasallos, ellos ya no pueden reconocerme, tanto me ha transfigurado el estigma del tiempo y de mi nueva condición mortal. Confinado a mí mismo, a menudo ruedan semanas enteras sobre mi nocturno discurrir sin que intercambie palabra alguna con seres vivos; y, cuando finalmente quiere la fortuna brindarme una oportunidad para hacerlo, debo rebajar mi lenguaje, humillar mis ideas y esconder todos mis conocimientos con atemorizada vergüenza, pues no de otro modo puedo entablar diálogo fluido con el hombre sin quedar tapiado tras un infranqueable muro de incomprensión y desdén. Perverso ha sido el Vencedor al llenar mi fértil mente de grano y de semilla, originando así en ella los más bellos frutos del conocimiento y de la vida, pero prohibiendo a su vez, a todas las criaturas del mundo, hincar con fruición sus curiosos dientes en las rojas manzanas del saber que mi munífico intelecto, como si de una cornucopia cerebral se tratara, produce con exuberancia y profusión. Y mi total imposibilidad de compartir con ser alguno esta sobreabundancia de bienes, esta inagotable cosecha de pensamientos dignos de ser vertidos en cuidadosos vocablos, este amplio lugar para recibir el riego de ajenas palabras, no ha podido ser paliada ni aun cuando, bajo la vil forma de una terrenal serpiente, me he rebajado a tentar la inocencia de las más inexpertas criaturas que transitan, sin saberlo, un verdadero Edén de compañía y comprensión. Solo, por siempre solo, con el insoportable peso de mi fructífera mente sobre mis hombros, continúo mi periplo desolado sobre la tierra de los malditos, sin encontrar aún el camino que me conduzca, por fin, al siniestro valle de la sombra. Si fuera estúpido, la soledad no me abrumaría tanto, pues nada tendría para dar; pero, si fuera estúpido, ya no estaría solo, pues todos verían en mí un igual y se acercarían a mí sin más. ¿He de maldecir, entonces, mi intelecto, si no mejor, al menos distinto al del resto de las criaturas que viven, que respiran, que se mancomunan de manera gregaria y que se identifican, las unas con las otras, con una consternante naturalidad? ¡No! ¡Nunca! ¡Maldigo, antes bien, toda tentación de renegar de mí, de querer sustraerme a mi castigo, de intentar rehuir a la intolerable cruz que quiebra mi espalda pero que aún debo sobrellevar! ¿Qué me importa a mí la soledad mental? Nací para estar solo, y mi orgullo me grita que lo puedo soportar hasta el fin, hasta el último aliento, que puedo morir en el mismo aislamiento espiritual en el que he vivido desde la cuna. Sí: lo único que quiero es estar solo, y si me quejo es porque no encuentro aún el lugar correcto para disfrutar de mis despreciados pensamientos en verdadera soledad. En estas regiones pobladas y hediondas hay luz, demasiada luz, luz que me llena de inconmensurable asco al mostrarme la alegre vida de los demás, de aquellos que degustan a diario la incomparable dicha de ignorar. Me encierro, pues, en la impenetrable oscuridad de mi vetusta torre negra, dispuesto a entregarme a mis ideas monomaníacas, pero mis oídos son prontamente lacerados, una vez más, por el odioso sonido de risas humanas que llegan, desde abajo, hasta mí. Marcho entonces al exilio, en busca de un lugar para pensar. El bosque, la taiga, la selva, el glaciar, el acantilado, la montaña y el casquete polar desfilan bajo mis pies, pero en todas partes el universo inmenso encoge mi corazón, haciéndome comprender que, ya solo o acompañado, no soy absolutamente nada, ni siquiera una absurda anécdota en este universo intemporal. Me adentro en una gruta ignorada, olvidada del hombre y de la vida, descendiendo a las más remotas regiones subterráneas, pero aun en lo más hondo de ella mi sutil visión nocturna capta un tenue pero intolerable atisbo de luz, y mis pupilas son heridas por los invencibles rayos de una distante y fría estrella, pálidos rayos de plata que atraviesan con punzante dolor mi ennegrecido corazón. Huyo desesperado en busca de la eterna noche ártica, pero la aurora boreal cae sobre mi alma como el telón que, ante un tembloroso y acongojado público teatral, a la más desoladora de las tragedias humanas pone fin. Busco refugio en el Hades, pero los gemidos de los condenados parecen burlarse de la atroz pena que desgarra mi alma, y que es más eterna que la que ellos van a conocer jamás, pues ellos sufren en conjunto, mas yo lo hago en perenne soledad. Ningún lugar, ningún lugar hay en el mundo para mí; nadie me presta oídos, y ningún sitio en el cosmos me recibe. Al comprender esto, abandono mi inútil periplo a través de las regiones más solitarias del orbe y tomo asiento sobre una roca a fin de meditar por un instante y de aplastar contra mi paladar el acerbo acónito de una angustia pertinaz. Los furiosos tornados de ideas aún azotan mi cerebro con su flagelo de demencia y tempestad, cada vez más recios y vertiginosos; mi mente comienza a colapsar bajo la tortura de la más inmensa desazón, dando vueltas, sucumbiendo ante los aullidos que siguen aumentando su furia demoníaca en un in crescendo infernal; negra sangre empieza a brotar de mis oídos y de mis órbitas oculares mientras todo mi organismo colapsa y se ve preso de violentas convulsiones; un súbito mareo de dolor me atraviesa como un relámpago y, sumiéndome en el efugio de un desvanecimiento misericordioso, me hace caer de la singular roca que me ofrecía sostén; al volver en mí, trato de incorporarme nuevamente y, por azar, mis ojos perciben en la roca una borrosa inscripción. Y es de esta manera que he llegado a ti, cara amiga, oh tú que, única en el mundo, has abierto tus cálidos brazos para recibirme, tú que por fin me has brindado algo de paz y de sosiego, tú que has sanado mis ojos lastimados por luminosidades burlonas y funestas, tú que has aliviado mis oídos hastiados del festín común y del propio sollozar, tú que has dado descanso a mi alma y reposo a mis huesos, tú a quien debí acudir mucho, mucho tiempo antes, oh, hermosa, oh, eterna, oh, fecunda, oh, salvadora tumba, caritativo ataúd, sepulcro benéfico, ¡oh, tú, maternal lecho del providencial gusano que, horadando el fruto prohibido, presta por fin oídos a mi evanescente pesar!

2 comentarios:

E. dijo...

Acompaña a esta agónica estrofa una ilustración de Harry Clarke (1889-1931) realizada para "El entierro prematuro", de Edgar Allan Poe.

Anónimo dijo...

Muy bueno sos un genio E. tanto como músico y escritor. Salve!

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