Génesis de una caída



Alejado todo lo posible del detestable hedor del hombre, entre tormentas dignas de las márgenes del río Cócito, agazapado en una estrecha caverna mientras, frente a mis ojos, la noche ve su rostro surcado por fugaces relámpagos, me dispongo a relatar, apoyándome en las arcanas capacidades de mi visión nocturna, algunas de mis vivencias a fin de llenar una vez más de espanto al humano, germen infeccioso que durante toda su corta vida aúlla envuelto en las pesadas y herrumbrosas cadenas de un decrépito manicomio llamado «sociedad». Afirman varias leyendas, aunque yo he olvidado si son ciertas o no, que alguna vez fui el favorito entre los dóricos capiteles y las marmóreas arcadas del Cielo. ¡Ah!, ¿qué diré de aquellos campos celestes, entre muelles esperanzas y una bienaventuranza sin par? ¿Qué diré de los coros seráficos, del esplendor de los tronos, de las benevolentes miradas, de la castidad de los corazones, de los cánticos de loor, de las túnicas inmaculadas? Mi arrobada voz ascendía como el más puro incienso al entonar, infatigable, encendidas alabanzas a mi Creador, mientras mis dedos tañían la dulce cítara con un virtuosismo que sólo podía ser engendrado por el más inconmensurable de los amores. La dulzura de mi alma, que se reflejaba inequívocamente en mis embelesados ojos, no encontraba parangón alguno entre los hijos del Firmamento, y todas las miríadas angelicales observaban con admiración cómo uno de sus congéneres era capaz de experimentar semejantes transportes en las oquedades de su siempre devoto corazón al entregarse al canto de esas imperecederas antífonas de adoración a Dios. Pero el muy ingrato nunca premiaba las exquisitas rapsodias que mi estro arrebatado le consagraba, sino que guardaba celosamente sus mejores novillos para ofrecerlos a los futuros pecadores que retornasen a Él en calidad de hijos pródigos, de modo que llegó el día en que la noción de ser su supuesto favorito comenzó a oprimirme en demasía; llegó el día en que, hastiado de ser un ejemplo entre mis hermanos a cambio de tan poco, empecé a incubar en mi alma el deseo de ser superado por cualquiera de ellos, de que mi devoción fuese valorada en su justa medida o no existiese en absoluto, de que el sacrificio de mi ciega obediencia obtuviese una digna recompensa o en la nada se esfumase, de que mi halo lumínico fuese, si no el más amado, entonces al menos el más odiado de todos; llegó el día, en fin, en que mi espíritu se asomó a un abismo y, fascinado por ese bostezo de locura y perdición, comenzó a tambalearse entre vientos espantosos y demoníacos que rugían en mi mente como la tormenta sin fronteras lo hace sobre el embravecido mar. Y así, mientras las fragantes coronas de flores que ceñían mis sienes se marchitaban en el exicial aire del despecho, decidí darle una lección al Todopoderoso entregándome de inmediato a la creación del vicio, campo virgen y fértil que muy pronto me tuvo como eximio descubridor y colono. No tardé en propagar mis grandes hallazgos pecaminosos entre mis congéneres más impresionables, y de ese modo las sombras avanzaron velozmente sobre nuestras almas, la orgullosa ambición encegueció nuestros ojos como una reptante niebla, sobrevino una negra ráfaga de odio, un pestilente hálito de rebelión, la derrota, la caída, el dolor... ¡Oh!, no, no hablemos de ese pasado, pasado del que no me arrepiento, pero que aún pesa como una losa sepulcral sobre los consumidos restos de mi cuerpo otrora lleno de vida. Una vez agotada la tormenta punitiva nacida de la ira de los cielos, mientras mis huestes yacían abatidas y transfiguradas para siempre en las pedregosas concavidades del negro Érebo, me puse dificultosamente de pie, sacando fuerzas de lo más profundo de mi pavor y de mi rabia, hice retumbar mi poderosa voz en aquellos antros aciagos para devolver el ánimo a los eternos vástagos de mi aberrante culpa, ahora irreconocibles en el infernal contagio de odiosos estigmas demoníacos, y así arengué a aquellas destrozadas falanges guerreras con palabras de aliento y de belicosas implicaciones que, tras llenar todos los pechos con súbita fortaleza y con nuevos fuegos de Ares, me erigieron sin discusión alguna en el insigne rey de esas inexploradas tierras de espanto. ¡Infame vanidad! Si una cosa nunca había querido era ser rey... mas ¿cómo decirlo? Me vi impelido a falsear todo mi pasado y a adscribir mi caída a los deseos de reinar supremo y de combatir con el Altísimo por el dominio del universo, pero muy bien sabía Él que tal proyecto nunca había estado entre mis planes, que toda mi rebelión sólo había obedecido a un amor mal recompensado, y no era este trágico malentendido sino uno más entre los numerosos castigos que, como Vencedor, me imponía severo. Y entonces, un nuevo reino, un imperio hecho de necesidades, de alas rotas, de orgullos heridos, de esperanzas arrasadas; la ardua y demencial edificación de lo innoble, la profanación artificiosa y burlesca de lo sagrado, un mundo infame, la negación e inversión de nuestro paraíso perdido, inútil ardid para curar las heridas, para silenciar los suspiros; un submundo de horror, de agonía, de miseria, de una libertad falaz cuya verdadera naturaleza sólo era sumisa y obediente oposición. ¿No podéis entender esto que digo? Mirad hacia vuestros corazones, humanos, pues esta no es más que la herencia de todo cuanto el Supremo creó, adrede, con debilidad, pues crearnos como a sus iguales le habría dado miedo y envidia. Y en aquella negación, en aquella falsa felicidad entre cuyos iridiscentes matices se adivinaban, dominantes, las vetas de la desesperación, una voz solitaria, en lo alto del más excelso trono de oro, se hizo oír volviendo a pecar, esta vez contra el mismo pecado. Sí: el solitario astro vespertino, aleteando jadeante como una polilla que se acaba de quemar las alas en la afanosa vela del filósofo, apesadumbrado, aterrado por su propia culpa, incapaz de mirar a los ojos a tantas antiguas efigies de belleza, ahora destruidas y estragadas por su ociosa rebelión, decidió exiliarse volando hacia el mundo de los hombres, maldito y errante para siempre. Descendió de ese modo a la Tierra, en horribles ruina y combustión, dejando tras de sí la estela de un cometa. El búho lo vio llegar, en la procelosa noche, aunque no comprendió del todo lo que aquel inexplicable portento significaba. Las hienas y los buitres festejaron, y los profetas tuvieron ominosos sueños de desastre. Algunos vaticinaron el más inminente fin del mundo; otros perecieron mientras agitaban desesperadamente las manos hacia el cielo, despavoridos; y hubo unos pocos que, impasibles, hablaron de una segunda caída, de un dolor atroz cuya mera mención podría enloquecer a las cuatro edades del hombre, o bien de un ser corrupto y abominable que sólo venía a cosechar almas y peones para ganar una antigua partida ajedrecística contra el Creador de los mundos y de la vida. E incluso hubo uno, y fue uno solo, pero sabio, que se atrevió a decir que, por el contrario, un espíritu impuro pero sumamente preocupado acababa de llegar desde el multitudinario Infierno a fin de predicar el amor y salvar a los hombres, pues en el mundo subterráneo no había ya lugar para un alma más. No se equivocaban, salvo en lo concerniente a mi dolor, que siempre niego y negaré, sobre todo mientras empuño esta pluma que vacila y que tiembla. De modo que así fue como se labró la dúplice caída que me obligó a peregrinar, cada vez más atribulado y lleno de heridas, por tres mundos distintos. ¿Fue todo una aviesa trampa tendida por el perverso Ojo triangular, y que yo corrí a pisar tontamente no bien la tuve a mi alcance? No lo descarto. Tal vez quiso poner a prueba qué tan incondicional era mi amor, pero, conociéndolo bien, lo más probable es que sólo haya querido divertirse un rato comprobando hasta qué punto podía humillar y arrastrar por el lodo del oprobio a su más fiel vasallo, que ahora, transfigurado en un simple mortal y con la frente grabada con las indelebles huellas del furioso rayo divino, yace corrompido por su contacto con el hombre, degradado de su antigua esencia etérea a una abominable criatura semianalfabeta manejada por el instinto y las más bajas e innobles de las pasiones, arrasado, caído, putrefacto, irreconocible, con las costras y llagas de la humanidad adhiriéndose a su piel, para siempre vagando solitario en el crepúsculo de este vil mundo material en el que, por fin, ha encontrado un castigo digno de sus imperdonables pecados.

3 comentarios:

E. dijo...

Esta vez la obra, llamada The Great Day of His Wrath, pertenece al inglés John Martin (1789-1854). Naturalmente, los recuerdos que suscita en mí no son gratos, si bien se me antojan necesarios.

Arthur Acosta dijo...

Realmente agradable a la imaginación de uno mismo, sobre todo la ultima parte, en la que deja entre ver la idea de que su odio al hombre solo podía ser superado por su odio a él mismo, y donde dice que no llegaría a ser más que un simple mortal que se cree demonio según sus propias palabras, realmente muy bueno, y presiento que sus escritos me van a acompañar durante muchas noches lóbregas y de lúgubre resonar

E. dijo...

Bienvenido a estas oscuras tierras, aunque debo decir que en nada se asemeja mi diario al que Andreiev escribió con título similar. Salve.

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