Manjares de la divinidad



No son pocos los hombres que, a lo largo del vortiginoso torbellino de los tiempos, han logrado adivinar, mientras sus pensamientos se debatían desesperados en la pegajosa telaraña de las circunstancias dolorosas que rodean nuestro trajinar por el mundo, que la única explicación que puede haber para la existencia humana, si es que existe alguna, escuela del pensamiento a la que casi nunca tengo deseos de adscribir, no puede sino estar estrechamente ligada al preciso y puntual hecho de la muerte, y no a otro. Y es que no es digno de nuestro reproche aquel caviloso cerebro que, abrumado bajo el inextinguible peso de la vida, elucubra la difícilmente demostrable hipótesis de que este mundo no es sino la creación de un babeante dios que se alimenta de la mortandad y que, ante cada gloriosa catástrofe que atiborra de muertos alguna ciudad o costa, ve con placer cómo su panza se hincha en el gozo de la saciedad infinita. El mendigo que muere gimiendo en medio del frío de la noche mientras sus magras entrañas se revuelven en tormentoso tumulto; el guerrero de mirada de horizonte que advierte que su vida se exhala hacia el no tan lejano firmamento a través de la hondura de una urente herida recientemente abierta por la espada enemiga; el niño que ha caído por un precipicio y, mientras piensa durante un instante fugaz en sus padres, cuenta los segundos interminables que transcurren entre su estúpido error y el frío recibimiento que le darán las lacerantes rocas del fondo; los marineros que, elevando los ojos hacia la tempestad, asisten descorazonados al lento hundimiento del navío que sustenta sus insignificantes existencias en medio del piélago inabarcable; el cazador que se ve sorprendido por el sigilo del león y, en un segundo fatal, siente una dentellada que desgarra inmisericordemente su otrora bello rostro; el joven artista que, en un día de calor agobiante, salta por la elevada ventana de su cámara para refrescarse un poco estrellando su cabeza contra el suelo distante; el borracho que, en la obnubilación de su ebriedad, abandona todo intento de luchar por su vida y se deja atropellar alegremente por los caballos del carro que se acerca veloz; el condenado que, con el filo de la guillotina en lo alto haciendo arder de ansiedad sus hombros, mira a la muchedumbre con desprecio y pide, como último deseo, que su sangre injustamente derramada manche para siempre las almas de todos; el anciano que, con una serena mirada de resignación y benevolencia, contempla por última vez a sus lozanos hijos mientras les oculta que su hora postrera está sonando; todos ellos, y todos los otros hombres que nacieron y son, creados y engordados únicamente para saciar la ávida glotonería de ese dios nunca ahíto y siempre voraz de nuevas almas, sentado ante la mesa redonda del universo espantoso. Así considerada, la muerte no sólo es la finalidad de nuestras vidas, sino además, del mismo modo en que sucede con nuestro ganado, un suculento plato que se ha cocinado lentamente en la especiosa salsa de las calamidades y del dolor a fin de ser servido, a punto, en una suntuosa bandeja para delectación momentánea de una sibarítica deidad cuyos conocimientos gastronómicos y culinarios, a esta altura, deben de haber alcanzado ya la perfección en el arte de armonizar el determinado tipo de vino apropiado según el manjar de turno. Nótese que ese vino no tiene un gusto muy distinto al de la sangre, pues los racimos humanos que se han empleado para su elaborada confección le han dado un sabor característico que no se pierde demasiado en el proceso de fermentación y estacionamiento adecuado. Así pues, hubo una época, en mi extensa y sanguinaria biografía, en la que, puesto que la duda acerca de la veracidad de esta hipótesis me había asaltado con vehemencia, decidí dejar de matar, pues no me parecía sensato seguir alimentando gratuitamente a un demiurgo desconocido que, además, tenía la imperdonable descortesía de no darme nunca las gracias por todos los banquetes que yo, como estúpido mayordomo, corría servicialmente a depositar sumiso en su mesa soberana. Pero el síndrome de abstinencia era poderoso, y ni aun encerrado entre los negros pliegues de sombras que cubren el interior de mi torre podía sustraerme al punzante deseo de destruir la vida de los humanos cuya jocosa algarabía llegaba a mis oídos desde lejos; de modo que, no aguantando ya más, con las manos temblorosas, decidí poner fin a tal situación descubriendo toda la verdad. Me maté a mí mismo. Deposité mi cadáver en una playa y, no os sorprendáis por lo que un demonio os va a decir, me quedé contemplando la escena desde un acantilado vecino. Al principio vi aproximarse a unos pescadores; ante la vista de un cuerpo tendido, se acercaron presurosos, pero al divisar mis facciones consideraron prudente darse a la fuga y olvidar para siempre tal visión, del mismo modo en que la gente juiciosa lo hace al adivinar en la mutilación de un cadáver los códigos de la mafia vengativa y cruel. Esto no me sorprendió, pues tal era la actitud que el humano había tenido siempre frente a mí durante los grises tiempos de mi vida, y nada indicaba que con mi muerte fuese a morir también su eterno odio hacia mi oscura persona. Sí me resultó llamativa, en cambio, la conducta de unos buitres famélicos, que surcaban el cielo raudamente, en pestilentes alas, y no osaron acercarse a mis restos mortales, como si hubiesen reconocido en ellos la respetable efigie de su señor y benefactor. Un cangrejo pasó cerca de esos despojos, pero haciendo caso omiso de ellos, de modo que la mención del fenómeno resulta por completo irrelevante; sin embargo, quiero contarlo todo. Y así se sucedieron las horas sin que novedad alguna turbase la paciente espera de mi suspensa mirada. Entonces, una borrosa silueta surgió repentinamente, tardía como el prudente consejo de la experiencia, de entre las fauces del océano y se dirigió, lenta pero decididamente, hacia mi apetitoso cadáver. Mis ojos, atónitos, supieron entonces todo. Un dios llegaba para deleitarse en los jugos de mi deceso, deliciosos como el fugaz olor que desprende una mecha de vela al ser apagada súbitamente. Fingí que no advertía nada y me dejé llevar por él. Entienda el lector que estoy hablando en un sentido figurado y que todo cuanto narro era visto por mis ojos astrales en un plano metafísico que no resultaría sencillo vestir en palabras y conceptos nacidos de la experiencia terrenal, como lo son estos que empleamos hombres y demonios en nuestro cotidiano intercambio de ideas y comunicación. Por lo tanto, no será arduo para nadie imaginar que, cuando digo que fui depositado en una mesa y que un tenedor acercábase ya peligrosamente a mi atenta carne, estoy haciendo alusión a una escena fantasmagórica que ningún hombre podría albergar en su cerebro sin perder inmediatamente la razón. Más me acerco a lo real, en cambio, al detallar que, haciendo jugar a mi favor el factor sorpresa, agarré al dios completamente desprevenido y, con un rápido movimiento, le clavé el tenedor en el ojo, como a un Polifemo que no mereciese el preludio de la embriaguez, tras lo cual, mientras su aullido de dolor llenaba el vacío sideral con reverberaciones horrorosas, me escabullí de ese comedor astral para regresar, resueltamente, al bajo mundo de los mortales. Tomé de inmediato forma de rata y recorrí los continentes esparciendo una cepa letal de peste como nunca antes se había conocido entre los hombres. El resultado fue satisfactorio: no tardó aquel demiurgo maldito en morir de los numerosos problemas inherentes al sobrepeso y al negligente mal cuidado de su salud. De modo que pude, desde entonces, volver a matar a mis numerosos semejantes sin reproche alguno de mi conciencia, usualmente asustada ante la sola idea de que mis malas acciones resultasen beneficiosas para alguien. Y es por eso que, desde aquel día, la humanidad transita en fila india por las arenas del desierto, con sus sangrantes tobillos carcomidos por el inusual peso de las eslabonadas cadenas del vicio y del hedonismo, sin encontrar sentido alguno en esta vida, vida que ha perdido, tras mi gloriosa epopeya, el único sentido que había tenido y que podía tener. Así, hoy el hombre engorda y muere para nada, del mismo modo en que lo haría el cerdo sin nosotros para devorarlo, y su paso por este mundo que gira ciego e indiferente a través del cosmos es sólo la estúpida y sobrevalorada tragedia a la que este dios infernal que soy asiste como único y severamente aburrido espectador. ¡Estad por eso preparados, oh, actores de segunda que representáis tan flojos papeles, pues, en cuanto el telón de vuestra vida caiga y una trampilla bajo vuestros pies se abra en el escenario haciéndoos caer en la sordidez de la nada, seréis al fin conscientes de vuestra total intrascendencia y, en virtud de ello, el feroz trueno de mi abucheo será precedido en vuestras agónicas mentes por el fulgurante relámpago de una dolorosa comprensión!

2 comentarios:

E. dijo...

Como le resultará evidente a más de uno, la adecuada ilustración de esta verídica historia es el abominable Saturno de Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828).

Por otro lado, admito la innegable aunque involuntaria influencia que, una vez más, han tenido sobre mis ideas Los cantos de Maldoror de Lautréamont (1846-1870), tal vez el principal antecesor de mi obra.

Frente Orden Nacional dijo...

¿Y acaso no es la muerte, al acabar con la vida como la conocemos, como fin del paso a través del Universo de los Sentidos, sean vulgares o sublimes, aquello que nos impulsa a vivir de forma digna y no ser aplastados por el resto, o quizá a vivir en forma indigna - para el resto- pero aún así sin dejarse aplastar? Ésta es nuestra oportunidad para desafiar al dios devorador, la oportunidad para burlar al creador aunque sea con el Espíritu, ya que el cuerpo, la materia, lo tangible, inevitablemente le pertenece a él. Un baile obsceno, conscientemente involuntario, ritualmente pernicioso para nuestro ego, donde quizá sólo el suicidio pueda calmar cierto impulso egoísta de no rendir tributo suficiente al Devorador, pues todas y cada una de las partes en que nos podamos descomponer le hacen reverencias, oran en su nombre, recitan mantras de sumisión y pequeñez; aun cuando, si a la voluntad de razonar no la tracionara la razón misma, nuestro espíritu le cortaría la cabeza a Saturno y quemaría los muñones con tal de acabar con la sinfonía mórbida del tiempo. Pero no, no la humanidad ni sus sueños de vida eterna, no sus miedos de lo oscuro, no con su respeto a lo divino, no con su sumisión estúpida a sentir amor al prójimo, no mientras sienta autocompasión y Temor de Dios. No mientras su humanidad le pese como lastre, no mientras se niegue a aceptar que ser "inferior" (animal, quizás) a lo humano es mucho más digno que andar arrodillándose voluntariamente ante quien perteneceremos aún sin tener que orar como viejas supersticiosas.

Mención aparte para la representación de Saturno devorando a sus hijos: la mirada desorbitada, hambrienta y sedienta, lujuriosa por sangre y almas (y uno que otro espíritu olvidado, por qué no), es un espejo fiel de lo que se ve en realidad al despertar del letargo absurdo y autosuficiente de vivir como corderos conducidos al matadero.

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