La mascarada infernal



A veces extraño la vida en el Infierno. Acontéceme especialmente tal fenómeno, la magnitud de cuya novedad tampoco amerita, a mi juicio, que el lector permanezca un segundo más con la boca así abierta de par en par, cuando con torva mirada observo a mi alrededor y advierto, sin sorprenderme, la pasmosa hipocresía de estos inconsecuentes abortos de demonio que, llenos de ínfulas y con un elástico fingimiento que podría sumir en la estupefacción al mismo Proteo, pretenden ser catalogados, en el voluminoso y siempre abierto libro de la Naturaleza, ni más ni menos que con el artificioso mote de «seres humanos». ¡Infame mascarada! No bien mis pasos hicieron su fatal arribo a este mundo, tras cruzar las circunfusas regiones nocturnales en las que la aurora boreal murmura sus taciturnos enigmas al viajero que la roza con su ala, quedé inmediatamente deslumbrado por esa distinguida especie que desplegaba las enseñas de su señorial dominio a lo largo de los cinco continentes del orbe. En efecto: a primera vista, el humano me parecía tocado por una rara aureola de nobleza. Y por mucho que fatigaba mi mente en nuevas y más profundas observaciones, el huraño promontorio de la incredulidad salía invariablemente a mi encuentro, arrojando a mi faz la sombra del estupor, cada vez que mi juicio transitaba la paradójica idea de que una criatura hecha a imagen y semejanza de un Dios criminal pudiera guardar un modo de vida tan casto y virtuoso. ¡La astilla me resultaba tan distinta al palo del cual procedía! ¿Se trataría acaso de una creación de otro dios, más sabio y afable, al que Yahveh había dado muerte para arrebatarle su invento con las arteras armas del plagiario? La suposición no se me antojaba del todo inverosímil: con frecuencia le había visto llevar a cabo aún más tristes proezas. Lo cierto es que allí estaban los bellos y soñadores ojos del hombre, de pudorosas pestañas, que parecían desmentir la vil ruindad de su Soberano. Abrumado por tal prodigio, cuya plausible explicación se sustraía una y otra vez a las infructuosas redes que mi imaginación arrojaba al encrespado piélago de los misterios, me hallaba ya a punto de ceder con resignación al ceñudo imperio de la evidencia cuando, repentinamente, un sutil tintineo a mis espaldas atrajo la inmediata atención focal de todos mis sentidos: un antifaz, ornado con negras plumas y brillante pedrería, acababa de caer al suelo en un fatídico descuido de su portador. Elevé mi mirada hacia aquello que había permanecido hasta entonces oculto tras tan artificioso adminículo: se recortaba así por vez primera, ante mis atónitas y dilatadas pupilas, el verdadero rostro de la humanidad, perversa y traidora criatura amamantada por el vicio. ¡Ah, qué semblante aquel que se ofrecía a mi escrutinio interminable! La tosca cuña del egoísmo había esculpido con esmero, en la ajada mampostería de esas disolutas facciones, las indelebles huellas de la depravación y del dolo. ¿Es que podía existir una criatura que igualase en perfidia al Altísimo y a todos los miembros de mi estirpe demoníaca? Así lo hacía presumir aquella visión que me había petrificado por completo, y en la cual por fin el humano se revelaba como auténtico receptáculo del fácilmente identificable código genético de su Hacedor, cuya paternidad ya no hacía falta seguir poniendo en duda, tan manifiesta era la filiación de ese inequívoco ADN de hipocresía que a todas luces los emparentaba a ambos. En cuanto vi al hombre así despojado de su engañosa máscara, completamente desnudo en medio de ese decadente teatro de imposturas morales y travestismos ideológicos que, ahora lo sabía, era el mundo, comprendí que los únicos atributos que lo diferenciaban de los moradores del Hades eran su falta de nobleza y sus notables cualidades de histrión; pues, si bien ambas razas me resultaban idénticas en su legítima inclinación al crimen, mientras los que hollaban con dignidad la ardiente marga del mundo inferior se enorgullecían de mostrarse, con irreprochable sinceridad, tal cual eran en toda su fatal degradación, el humano, al igual que su Padre, se afanaba en cambio día y noche por ocultar, con la destreza del embaucador consumado, su innata orientación vocacional por el vicio y su intrínseca tendencia al mal. De modo que, desde aquel día de colosal desengaño en que llegué a contemplar, con horror, el secreto rostro de estos arteros seres que son demonios en sus acciones y se fingen ángeles en sus palabras, experimento en mi interior una viva nostalgia por las pestilentes llanuras estigias, toda vez que percibo la enorme similitud que existe entre ambos mundos en lo que respecta a la impiedad y alevosía de sus moradores, pero sin poder dejar de notar que en este no me encuentro rodeado tanto por insignes semejantes como por falsarios criminales que escudan sus fechorías tras la cobarde fachada de la virtud. A veces extraño la vida en el Infierno, sí, ¿y cómo podría ser de otro modo? Juzgad, sin que merme la firmeza con la que vuestra palma oprime el punto pectoral en que sentís latir vuestro insensible corazón, la insoslayable diferencia que se patentiza a mis ojos entre Azazel, armonioso corifeo celeste, que aun ostentando siete cabezas viperinas logra, sin mayor esfuerzo, mancomunarlas a todas en la inequívoca dirección del vicio infernal sin que una sola de ellas contradiga ni en su más íntimo pensamiento a las otras seis, con la nada monódica doblez que existe en el único cráneo de cualquiera de estos farsantes que, cuanto más predican el humanitarismo y la tolerancia, más sobrepujan en crueldad a todos los demás seres de la Creación. Como monstruos que proyectan sobre ficcionales muros las sombras chinescas del santo y del héroe, o como pantomímicos pierrots y colombinas paseándose en un carnaval veneciano de hipocresía bajo los antifaces de la impostura y la mistificación, recurre el libertino a la máscara de la circunspección y del recato, y apela al disfraz del comprometido con los derechos ajenos el partidario de la feroz opresión totalitaria sobre el pensamiento de los demás. ¡Legiones infernales, acudid a mi lado, venid a enseñar a estos apestosos humanos un poco de sinceridad! ¡Ven aquí, Balban, viejo camarada de armas, demonio del engaño, ven y enseña a estos hombres tu comparativamente honesta mirada, ven y enséñales a decir siquiera una única, pequeña, inocente verdad! «Sincero como demonio entre los hombres» debería ser ya una extendida fórmula proverbial siempre presente en boca del sencillo campesino. Cierta vez quise mimetizarme en la mascarada general y experimentar la trágica desazón de sentirme uno más entre los miembros de este mundo. Me apersoné ante el sastre de la corrección política y ordené un vistoso atavío de mentiras con el cual engalanarme como todos. Tras calzarme ese ridículo atuendo, confeccionado con harapos retóricos arrancados de enunciativas banderas solidarias y cosido con el hilo del más falaz puritanismo, me introduje en el opulento salón en el que la gran farsa social había fijado los esplendores de su fausto. Una vez en ese grotesco baile de máscaras, en medio de un infinito calidoscopio de candelabros y un sinfín de especiosos manjares, pude ver a las grandes eminencias éticas del orbe desfilar solemnemente por la escena con pomposa vanidad, ufanándose de sus vocablos y de su inmaculada moral dialéctica. Con el hocico atorado por las más refinadas y exquisitas viandas, hablaban elocuentemente del drama de la pobreza. La afectación y el disimulo teñían cada movimiento de ese odioso entremés en el que la sociedad, tocada con sus dispendiosos antifaces y sus costosos trajes de arlequines, se entregaba al cotidiano ejercicio de sus sobreactuaciones. No faltaba nadie en ese surrealista guiñol: allí estaba el mercader en todas sus formas y avatares posibles; el político demagogo que emprende, con la actitud del mártir, una nueva cruzada nacional contra enemigos ficticios cada vez que necesita que la atención popular se desvíe de sus sostenidas incursiones predatorias a la estatal cornucopia; el joven que saborea con placer, secretamente, el infortunio de su mejor amigo; la esposa que, tras deshonrarse en la adúltera yacija, derrama la lágrima de la indignación ante la lícita sospecha de su burlado marido; el apasionado militante que se desgañita, fuera de sí, al condenar en el gobierno de signo contrario el mismo crimen que, multiplicado por diez, aplaudió antes en el propio, y que volverá a aplaudir mañana; las promesas que, recolectados ya los frutos de Eros, el hábil seductor olvida; la cordial simpatía detrás de la cual se esconde, agazapado, el sombrío interés; los ofendidos clamores con los que el resentimiento intenta ahogar la risa; el hombre, vigoroso; el anciano, experimentado; la mujer, fecunda en sutilezas; el niño, en sus ineluctables primeros pasos; y, por encima de todos, su Dios. El amanecer me vio en mi inútil huida de ese antro, con mi maquillaje de mimo transformándose gradualmente en el horrendo rostro de la tragedia bajo el matinal rocío. Acababa de entender palmariamente, con una sorpresa que no me atrevería a tildar de pequeña, misterio que llenaba de perplejidad a la ardilla y a la alondra que me oían declamar a solas en el bosque mientras gesticulaba, bajo el cielo cerrado, con desesperación, que jamás podría atreverme a confiar en la amistosa sonrisa o en las melifluas palabras del humano sin terminar, más tarde, con el cuerpo cubierto de heridas y escaras de variable gradación. Pero ¿es que acaso puede decir algo contra el hombre aquel que también utiliza un disfraz? Pues debo confesar que, cuando durante el lejano transcurso de una secreta misión divina sufrí la fatal rotura de un ala y quedé prisionero de este mundo para siempre, tomé de inmediato, por un entendible instinto de autoconservación, la medida precautoria de fijar a mi rostro, con inamovibles hilos de acero, la atemorizante máscara de un demonio; adopté luego, por medio de la mutilación y la cirugía reconstructiva, dos piernas caprinas en lugar de las mías; acto seguido depilé, en medio de agonías que me hacían hender el aire con demenciales aullidos, todas y cada una de las plumas que cubrían mis apéndices voladores; y por último, con enorme dolor, renuncié de por vida a mi bondad, que me habría delatado más que cualquier otra cosa: es que no deseaba bajo ningún concepto que los monstruosos y destructivos hijos de Dios, por detrás de sus angelicales apariencias, se percataran de que podían encontrar en mí la fácil presa de un ángel verdadero.

1 comentario:

E. dijo...

La parodia humana, de Félicien Rops (1833-1898), es la ilustración que acompaña a esta verídica estrofa, reescritura de En un antro de demonios.

Publicar un comentario

Casi todo comentario de los asombrados lectores ocasionales será tan bienvenido cuanto censurado: no es infrecuente entre los demonios amar el silencio. Sin embargo, cualquier planteo de guerra o disputa ideológica por parte de hombres o ángeles será atendido con gusto, siempre y cuando cumpla con el insoslayable requisito de no estar redactado en lenguaje adolescente y no incluir términos que parezcan vulgares y mundanos a los jerárquicos ojos de un demonio.