Bendiciones satánicas


 

La lluvia cae de manera colosalmente estrepitosa, entre poderosas ráfagas de frío viento y de granizo, sobre estas tierras en penumbra, azotando a los mudos árboles de desnudas ramas y llenando de pavor las pequeñas almas de los hombres, que eligen, atávicamente, permanecer acurrucados en el benigno calor de sus maternales hogares, dejando así libres y desoladas las calles para que, abandonando por unas pocas horas nocturnas mi negra torre, pueda transitarlas al fin tranquilamente yo sin necesidad de cubrir mis facciones deformes entre los pliegues y sombras de una negra capucha. Es que amo salir a caminar sin rumbo fijo, solitario y pensativo, por las lúgubres y húmedas callejas que circundan laberínticamente los estrechos barrotes de mi celda cotidiana, pero, dado que la presencia del hombre es un obstáculo para ello, pues mis ojos ansían contemplar la belleza y no la mediocridad y la estulticia, sólo puedo satisfacer tal inclinación en las altas horas de las más gélidas noches de invierno, o bajo el ceñudo rostro de las más iracundas tormentas otoñales. Duras son para mí las calurosas noches del estío, en las que las cucarachas se multiplican en las alacenas, y así lo hace el humano en las calles y en las plazas. Pero hoy la hórrida y fragorosa tempestad me invita a solazarme en el saludable ejercicio de la caminata, y es así que salgo gozoso de mi guarida a fin de hollar las calles vacías de presencia humana buscando ávidamente, ya que no me es posible en estos días viajar al bosque, el mar o la montaña, algo de belleza, algo de poesía, algo de grandeza en medio de las infinitas fealdades metropolitanas. Y es que todas las cosas producidas por la sociedad y la civilización son sin lugar a dudas desagradables e imperfectas, de lo cual resulta natural el que ningún cerebro jamás, salvo quizás al ser víctima de la fiebre, se atreva a buscar objetos de valor estético en medio de una ciudad, ciudad por la cual millares de hombres y mujeres ordinarios transitan a diario, indiferentes, sin posar jamás sus ojos en nada que sea ajeno a los móviles de su voluntad más inmediata, y sin detener jamás la mirada en ningún fenómeno a fin de estimarlo de manera contemplativa, bajo las deslumbrantes luces de una objetividad pura. Sin embargo, heme aquí a mí, con los ojos agobiados y enrojecidos por la eterna furia que me corroe y por las largas noches de insomnio en las que la locura, sentada a la cabecera de mi lecho, me grita blasfemias al oído incesantemente, recorriendo esas mismas calles, con pasos soñadores, y encontrando, por donde quiera que no se vean ni el rostro ni la mano del hombre, objetos dignos de mi bendición, de la bendición de un pecho que sólo ha nacido para maldecir, y que no otra cosa ha aprendido aún. Por ejemplo tú, viejo ciprés, que te elevas enhiesto, con tus sombríos colores, por sobre la efímera humanidad que te ignora; que a nadie das sombra, pues nadie aquí la precisa; que ves a las generaciones humanas sucederse unas a otras con las estaciones, pero que permaneces siempre igual y tú mismo; inmóvil en ese jardín mientras el piojo humano se afana sin cesar de acá para allá a fin de cumplir con el mandato divino de comer, reproducirse y al polvo retornar; dando cobijo a las aves que el hombre no escucha porque sus agudos cantos son mucho más melodiosos que los del reloj despertador, los reproches de la esposa y la alarma del auto; reposando en el negro silencio de la sabiduría en medio del perpetuo bullicio de la frívola vulgaridad humana, que más habla cuanto menos para decir tiene; orgulloso y gallardo como tus ancestros entre los cada vez más vastos pero más débiles oleajes de hombres cuya decadencia parece no tener ni piso ni retorno; ¡bendito seas, ciprés, pues algún día volverán a reinar en estas tierras los bosques como antaño! Y tú, poco agraciado semáforo, no puedo, aunque eres hijo del hombre, mirarte sino con simpatía, pues tú me recuerdas a aquellos uniformados que fueron olvidados tras dar su vida por su patria o encarcelados por defenderla de sus enemigos; tú también, como ellos, velas por la seguridad de los transeúntes, mas de nadie obtienes las gracias; insomne en tu vigilia perpetua, siempre con alguno de tus ojos abiertos en señal admonitoria, cual faro para terrestres navíos, iluminas infatigable el sendero de la prudencia, dictando las inquebrantables leyes del tránsito ordenado con tu seria mirada, y sin embargo, por tan grandes servicios prestados a la estúpida comunidad humana, nadie, semáforo, nadie te estima, y nadie suspira por ti, sino que, muy por el contrario, todos se afanan antes por burlarte o por descargar contigo sus quebrantados afanes de rebeldía juvenil, maldiciéndote, ofuscándose y avasallándote; ¡bendito seas, semáforo, pues algún día retribuirás con la muerte a quienes así osan desobedecerte y atropellarte! ¿Y qué diré de ti, noble alcantarilla por la cual la pertinaz lluvia se escurre?; oscuro reducto de la enfermedad y de la rata, los hombres intentan vengarse de ti y del miedo que les infundes cubriéndote de basura, basura que sólo engendra las condiciones propicias para que les devuelvas a cambio más miedo, más ratas y más enfermedades; arcana figura de belleza histórica, conocida en la antigüedad y en las más remotas naciones, nadie sabe cuáles son los secretos que tú escondes, intercomunicada con tus más distantes hermanas de todo el orbe, mas tus conocimientos deben de ser ya sin duda mayores que los del más sabio de los mortales, y sin embargo nadie quiere escucharte, mientras permaneces, solitaria, recibiendo una y otra vez mugre y porquerías de parte de niños y de hombres, hasta que te transformas en el perfecto símil de un filósofo, que esconde saberes profundos y subterráneos en medio de una superficial sociedad que lo vitupera y que lo mata de hambre, hundiéndolo en la miseria, mientras celebra y enriquece a los payasos portadores de micrófono; tú, alcantarilla en cuya garganta las aguas de sumidero que por ti corren generan una límpida voz de barítono a la que sólo yo hago caso; tú que escondes presurosa el arma del homicida y la prueba del delito, compadecida de los criminales; tú que has enjugado tanto el vómito del borracho como la sangre del pandillero abatido; tú que conoces los más sórdidos secretos del hombre, pero que no los revelas pues no eres chismosa; tú cuyo canto de sirena me ha hechizado en tantos atardeceres de otoño, mientras de ti se elevaban volutas de humo semejantes a melancólicos fantasmas que, envueltos en sus blancos sudarios, huían velozmente, oprimidos por un dolor insoportable, de este mundo aciago; tú que callas, tú que observas, tú que meditas, tú que extiendes perpetuamente tus vastos tentáculos; ¡bendita seas, alcantarilla, pues algún día abrirás la boca y humillarás del primer hasta el último humano! Y ya a mis ojos acudís vosotros, adoquines que empedráis la calle; eternamente murmurando por el dolor de soportar el peso del progreso sobre vuestras contracturadas espaldas, nadie puede oír vuestras voces quejumbrosas, salvo cada tanto un perro que, asustado por ese misterioso e incomprensible rumor que llega a su agudo sentido auditivo en medio de la noche cerrada, comienza a aullar desesperado y tortura hasta el amanecer a un número incalculable de vecinos, más enojados con el perro plañidero que con el estúpido dueño que no lo calla; por la titánica tarea de sostener sobre vuestros hombros los pasos de la humanidad apresurada, se os paga con el calor de las colillas de cigarro y con la humedad del esputo repugnante, y, cual si fueras para el hombre un reflejo de su propia raza, si alguno de vosotros decide sobresalir, asomando apenas la cabeza por sobre la medianía general, no tarda la violencia de una aplastante maza en restituirlo a su original y mediocre posición, castigando con ese rudo golpe la insultante insolencia del talento individual; y también yo os piso, pequeña raza de gnomos laboriosos, pero, puesto que siempre camino con la cabeza gacha, no podréis negar que, con mi mirada melancólica, os brindo una y otra vez el sincero agradecimiento de quien sabe que se sirve de vosotros para andar; nobles y valerosos descendientes de Atlas, siempre obedientes a la ley de gravedad que os impone tan arduo trabajo, yo os admiro por vuestra irreprochable constancia y por vuestra capacidad para, a pesar de vuestra vida infortunada, permanecer siempre mudos y resignados, taciturnos y serenos, oprimidos mas carentes de todo resentimiento; ¡benditos seáis, adoquines, pues algún día el hombre desaparecerá y podréis al fin respirar aliviados! He aquí un teléfono, el artefacto más odioso del mundo hasta la aparición del celular; yo no puedo cantar tu belleza, oh aparato que detesto, pues no la tienes, pero sí celebraré el buen gusto que muestras en tus ricos adornos, esos incontables microbios invisibles con los que te enjoyas y engalanas, y que hacen que el hombre, enamorado de ti, corra pronto a imponer sobre tu figura sus ávidas manos, que se llevarán muchas de tus perlas y diamantes virales, pero no sin depositar a cambio un número suficiente de zafiros y ópalos patógenos para quien llegue detrás; transportador de voces y portador de contagio, que transmites charlas superficiales y sin sustancia al par que un interesante muestrario de gérmenes que, aunque sólo levemente dañosos, hacen al menos comprender al humano, en su lecho de convalecencia, que no es su estado más que el de un microbio atacado por sus hermanos menores, conocimiento frente al cual corre pronto a refugiarse bajo las matriarcales faldas de Dios, aquel sublime embustero que enfervoriza desde antiguo al hombre haciéndole creer que su vida tiene sentido y que él, y no otro, es el objeto de la Creación; tú que has seducido a muchos locuaces y que, tras besar sus labios con tu inmunda prole, los has sumido en las eternidades del silencio; tú que das la limosna de una nueva bacteria a quien quiera que te la solicite, tú que haces el bien sin mirar a quién y el mal sin mirar a cuál, ladrón compulsivo de monedas que te ríes jocosamente de los golpes que te propina el estafado furioso, siempre roto en la emergencia y siempre sano en la frivolidad, amigo de la chusma y enemigo del herido; ¡bendito seas, teléfono público, pues algún día tu maldad silenciosa y artera será lamentada por quienes te creen su amigo! ¡Humildes objetos, ignorados por el vulgo: yo sí que puedo encontrar las ocultas bellezas que existen en vosotros, aun cuando preferiría que esta ciudad no existiese y que ante mí se extendiesen ahora los verdes campos! Y también encuentro belleza en ti, coqueta y renuente veleta balanceada por el viento, que a todo aquel que te mira vuelves, orgullosa, la espalda; inconstante como la fémina voluptuosa, tú tienes más gracia que ella en tus desdenes, y sólo por las ráfagas y las brisas te dejas acariciar; el hombre no te mira ni te oye, pero tú aún le hablas, le adviertes sobre las direcciones de los vientos y le anoticias de los climas que se avecinan, pese a lo cual él prefiere confiar en el parte meteorológico de los medios y, así, se enfunda en abrigados chalecos durante los días calurosos y tiembla desnudo bajo el agua helada en los días de tormenta; también tus formas son bellas, oh hermosa novia de las ventiscas, siempre despidiéndote de tu amado con la mirada, pues a veces el antiguo artesano, que hoy padece hambre pues su noble arte ha sido olvidado por los hombres, ha impreso en ti la forma de un gallo, o de una flecha, o de un navío, o de una bruja, o de algún símbolo solar o religioso, y yo me quedo absorto contemplándote y pensando en las habilidades de quien te forjó, y lloro al advertir cómo la modernidad ha asesinado con tanta saña el sencillo espíritu de los nobles trabajadores; ¡bendita seas, veleta, pues algún día señalarás hacia dónde han huido los sueños de los hombres! Mas ¿qué es lo que ven mis ojos? Una daga yace en medio de la calle, perdida acaso por algún malhechor en medio de una fuga desesperada, o abandonada adrede por la imprudente jactancia de un criminal consumado, deseoso de burlarse, con su impunidad, de las perplejas fuerzas del orden; la belleza de su brillo asesino no precisa de mi elocuencia para ser cantada, pues ella misma es su propio canto y alabanza; objeto temido por el hombre, aunque acariciado por el amante sin esperanzas que, vencido por el inigualable vía crucis de los desdenes y los celos, ansía poner fin a sus cuitas con el frío beso del acero, ya que no con el de su aún más fría amada; recordado insistentemente también por el poeta en el hondo pozo de sus miserias personales, mientras siente que se debate en vano, mirando al cielorraso, sobre un vasto charco formado por su propia sangre, y anhela así combatir sus dolores espirituales con el más concreto dolor de la carne; compañero siempre fiel del homicida, cómplice seguro del experimentado atracador, esperanza del mendigo solitario, tú que llave eres para los portales que nos encierran en este mundo de dolor; ¡bendito seas, puñal benigno, pues algún día tú aliviarás el pesar de un alma! No por otra cosa te he introducido ahora en mi bolsillo, en esta noche de tormentas despiadadas.

5 comentarios:

E. dijo...

Esta extraña estrofa, que quizás no será la última en su estilo, va acompañada por el sobrecogedor cuadro La pena, nuevamente del noruego Theodor Kittelsen.

Laura Engelbrecht dijo...

Necesito más de este cruel elixir que funde mis pensamientos mundanos con el magno misticismo de vocablos dignos de un ser superior.

Espero sea leída mi humana súplica.

E. dijo...

Debo aclarar que esta estrofa se halla profundamente basada en un relato de Lord Dunsany titulado "Los mendigos", pequeño cuadro que siempre me impresionó por su enorme belleza y que nunca he dejado de querer versionar, cosa que finalmente he llevado a cabo ahora.

E. dijo...

LORD DUNSANY
"The Beggars"


I was walking down Piccadilly not long ago, thinking of nursery rhymes and regretting old romance.

As I saw the shopkeepers walk by in their black frock-coats and their black hats, I thought of the old line in nursery annals: "The merchants of London, they wear scarlet."

The streets were all so unromantic, dreary. Nothing could be done for them, I thought--nothing. And then my thoughts were interrupted by barking dogs. Every dog in the street seemed to be barking--every kind of dog, not only the little ones but the big ones too. They were all facing East towards the way I was coming by. Then I turned round to look and had this vision, in Piccadilly, on the opposite side to the houses just after you pass the cab-rank.

Tall bent men were coming down the street arrayed in marvelous cloaks. All were sallow of skin and swarthy of hair, and most of them wore strange beards. They were coming slowly, and they walked with staves, and their hands were out for alms.

All the beggars had come to town.

I would have given them a gold doubloon engraven with the towers of Castile, but I had no such coin. They did not seem the people to who it were fitting to offer the same coin as one tendered for the use of a taxicab (O marvelous, ill-made word, surely the pass-word somewhere of some evil order). Some of them wore purple cloaks with wide green borders, and the border of green was a narrow strip with some, and some wore cloaks of old and faded red, and some wore violet cloaks, and none wore black. And they begged gracefully, as gods might beg for souls.

I stood by a lamp-post, and they came up to it, and one addressed it, calling the lamp-post brother, and said, "O lamp-post, our brother of the dark, are there many wrecks by thee in the tides of night? Sleep not, brother, sleep not. There were many wrecks an it were not for thee."

It was strange: I had not thought of the majesty of the street lamp and his long watching over drifting men. But he was not beneath the notice of these cloaked strangers.

And then one murmured to the street: "Art thou weary, street? Yet a little longer they shall go up and down, and keep thee clad with tar and wooden bricks. Be patient, street. In a while the earthquake cometh."

"Who are you?" people said. "And where do you come from?"

"Who may tell what we are," they answered, "or whence we come?"

E. dijo...

And one turned towards the smoke-stained houses, saying, "Blessed be the houses, because men dream therein."

Then I perceived, what I had never thought, that all these staring houses were not alike, but different one from another, because they held different dreams.

And another turned to a tree that stood by the Green Park railings, saying, "Take comfort, tree, for the fields shall come again."

And all the while the ugly smoke went upwards, the smoke that has stifled Romance and blackened the birds. This, I thought, they can neither praise nor bless. And when they saw it they raised their hands towards it, towards the thousand chimneys, saying, "Behold the smoke. The old coal-forests that have lain so long in the dark, and so long still, are dancing now and going back to the sun. Forget not Earth, O our brother, and we wish thee joy of the sun."

It had rained, and a cheerless stream dropped down a dirty gutter. It had come from heaps of refuse, foul and forgotten; it had gathered upon its way things that were derelict, and went to somber drains unknown to man or the sun. It was this sullen stream as much as all other causes that had made me say in my heart that the town was vile, that Beauty was dead in it, and Romance fled.

Even this thing they blessed. And one that wore a purple cloak with broad green border, said, "Brother, be hopeful yet, for thou shalt surely come at last to the delectable Sea, and meet the heaving, huge, and travelled ships, and rejoice by isles that know the golden sun." Even thus they blessed the gutter, and I felt no whim to mock.

And the people that went by, in their black unseemly coats and their misshapen, monstrous, shiny hats, the beggars also blessed. And one of them said to one of these dark citizens: "O twin of Night himself, with thy specks of white at wrist and neck like to Night's scattered stars. How fearfully thou dost veil with black thy hid, unguessed desires. They are deep thoughts in thee that they will not frolic with colour, that they say 'No' to purple, and to lovely green 'Begone.' Thou hast wild fancies that they must needs be tamed with black, and terrible imaginings that they must be hidden thus. Has thy soul dreams of the angels, and of the walls of faëry that thou hast guarded it so utterly, lest it dazzle astonished eyes? Even so God hid the diamond deep down in miles of clay.

"The wonder of thee is not marred by mirth.

"Behold thou art very secret.

"Be wonderful. Be full of mystery."

Silently the man in the black frock-coat passed on. And I came to understand when the purple beggar had spoken, that the dark citizen had trafficked perhaps with Ind, that in his heart were strange and dumb ambitions; that his dumbness was founded by solemn rite on the roots of ancient tradition; that it might be overcome one day by a cheer in the street or by some one singing a song, and that when this shopman spoke there might come clefts in the world and people peering over at the abyss.

Then turning towards Green Park, where as yet Spring was not, the beggars stretched out their hands, and looking at the frozen grass and the yet unbudding trees they, chanting all together, prophesied daffodils.

A motor omnibus came down the street, nearly running over some of the dogs that were barking ferociously still. It was sounding its horn noisily.

And the vision went then.

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