Letanías de orgullo infernal



Inmundo humano que me lees, quiero, antes que nada, dejar constancia, en el abrasivo laberinto de tu inútil memoria, impulsado, como de seguro supondrás, por un estoico escepticismo que no se quebranta ni bajo los heroicos hachazos de la liberal bondad de los más intrépidos, desprevenidos y cándidos de tus hermanos, de que sé dónde vives: allí, allí donde se emplaza el dorado trono de la infame ignorancia. Por lo tanto es mi deber avisarte, y uno de tus más sublimes derechos el poder ser prevenido de antemano, que la eterna inoperancia de tus erróneas injurias psicológicas en mi contra podría acarrear consigo un terrible voto de venganza, de factible realización, del que por ahora nada más diré. Mostrarás, por consiguiente, enormes sabiduría y prudencia si, tras haber leído estas palabras que son producto directo de mis sangrientos escupitajos de enfermo, arrojas al fuego purificador esta página que habrá quebrantado la salud de tu alma y te sumes en un brioso silencio desprovisto de todo tipo de elucubración mental en contra de mi horrendo ser: no necesitaré darte las gracias. Añadiré, sin someter mis palabras a más adecuada indagación, que no hay mayor placer que el de saberse odiado por los insectos que bullen, en posición eréctil, a través de los grises espacios de los cuidadosamente proyectados hormigueros que dan cobijo a la raza que ha sabido tomar posesión activa de las principales leyes que rigen, equivocadamente, a este mundo. No queriendo alargar un prólogo tan explícito como absurdamente innecesario (pues intuyo que ya desde un principio has podido percibir, con total claridad, un viso de locura, de inmortal odio, de desmedida arrogancia y de infernal poder en mi espantosa aunque sincera verba), me propongo dar ya mismo comienzo a un intenso hurgar entre mis aciagas ideas que me permita encontrar, con la sonrisa de un chacal satisfecho de su maldad, que aun a él mismo sorprende, el material justo y necesario para sellar una imperecedera e ilimitada enemistad entre nosotros dos... He notado que no ha arraigado entre los humanos la legítima costumbre de tomarse la molestia de afanarse por aparentar algo de sorpresa al advertir que Dios no puso la otra mejilla cuando Lucifer, junto a sus huestes guerreras, lo atacó para librarse de las odiosas cadenas de la eterna servidumbre que su sagrada tiranía exigía para saciar, por medio de la humillada prosternación y los cánticos de alabanza, su siempre insatisfecha vanidad divina. No estoy diciendo con esto que los hombres tengan que exigirle a su propio Dios que les dé el ejemplo de cómo comportarse, no, y menos a un Dios que, mientras predica a sus súbditos la tolerancia con sus semejantes, no se muestra muy tolerante él con los demás dioses, a los cuales desmiente, considerándose único, y contra los cuales levanta cruentas guerras que embellecen desde siempre el aburrido rostro de la historia humana; es sólo que me sorprende el incondicional y ciego respeto que nunca dejan de presentar a ese eminente imperialista de las nubes. Aunque admito que me sorprendería menos, y que, incluso, podría encontrar en dicho fenómeno un mínimo de lógica (no mucha), si no viese, cada vez que mis ojos cometen la atropellada imprudencia de contemplar las tierras bajas que circundan, vastas y pestilentes, mi negra torre, el terrible espectáculo de informes mareas humanas manifestándose en apiñadas multitudes, de una cohesión muy similar a la del mercurio, a favor de su sistema de corrupción y opresión favorito, al cual ingenuamente denominan democracia. Criaturas efímeras, ¿es que acaso no veis que el Cielo, al cual vosotros, con una soltura harto lamentable e incomprensible, llamáis Paraíso, y al cual os esforzáis, observando todas las vanas devociones y supersticiosas costumbres que estragan la libertad humana desde hace siglos, por llegar, está fundado en un sistema de carácter netamente monárquico? Ridícula es la idea de que a vuestra edad, y con el alto grado de inteligencia y conocimientos que creéis poseer, no hayáis notado aún lo paradójico de vuestra conducta; por lo tanto, debo advertiros que lo discordante de vuestras ideas políticas terrenas y vuestras aspiraciones eternas mueve más a las náuseas que a la comicidad. Suspiráis día y noche por el tintineo de la palabra libertad; al mismo tiempo, vivís reverenciando, en la humillada prosternación que su vanidad celestial exige, a un rey o dictador celeste que ordena una ciega sumisión a sus leyes (a veces demasiado humanas en lo concerniente a los intereses que resguardan, por cierto) a fin de alcanzar, por último, un lugar en el peldaño más bajo de un reino enteramente jerarquizado desde donde poder agradecer por centurias a uno que, sentado en su alto trono, y recordándoos a cada momento quién es y cuán grandes son su misericordia, bondad y poder, os prescribe la humildad como virtud. Admitamos que es una pena el que Rousseau no haya nacido a tiempo para escribir parte del Nuevo Testamento (en el Antiguo aún no había Yahvéh inventado el Cielo y la inmortalidad del alma); ¡cuánta razón tendríais entonces! No ha sido así. Vuestro Paraíso quedó, por consiguiente, condenado a un régimen monárquico muy similar a los que estaban en boga en aquellas épocas, tiempos en los que la guillotina aún no había sido creada y el cuello del Rey de las nubes podía, pues, dormir en paz; tiempos en los que sólo yo, cansado de su tiranía, me atreví a atacarlo. Como sea, cabe suponer de este modo, dada la caducidad ideológica de un absolutismo eterno, que el pensamiento de Dios no avanzó a la par del pensamiento del hombre, aunque quizás lo más probable sea que el Eterno tenga fundadas razones para proscribir de su reino el sufragio universal y para sujetar, con firme pulso, las riendas de mando en una sola persona que se ha arrogado para sí misma, desde antes de la Creación, la entera potestad de toda función ejecutiva, legislativa y judicial del imperio celeste. Por favor, humanos, no pequéis, arrodillaos y suplicad por la remisión de vuestros deslices, pues la tiranía etérea necesita, como toda tiranía, súbditos; ascended al Cielo cantando loas a vuestro Padre y llorando de agradecimiento por su misericordia: no seré yo, bebiendo mi daikiri en la absoluta libertad del Érebo, quien vaya a envidiaros. ¡Pero basta! No es mi intención transformar a los gusanos condenados a morir bajo tierra en águilas de poderosas alas: prefiero seguir viendo todo desde arriba en soledad. Sólo que a veces la tentación de pisotear un poco el barro en el que moran, para hacerles sentir así más temor del que ya sienten por naturaleza, es inevitable.

2 comentarios:

E. dijo...

Esta vez, mis extrañas reflexiones van acompañadas por el célebre cuadro del suizo Arnold Böcklin (1827-1901), Die Toteninsel, en su quinta y última versión, fechada en 1886.

Anónimus dijo...

Viva satan!!!!!

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