Sombras de un dios muerto



Antes de que el navío de mis esperanzas naufrague una vez más en las rocas de la realidad, debo solicitaros que, cortando por un momento la yugular al malhumorado escepticismo, me concedáis la licencia no ya de escribir sobre Dios como si éste existiera, sino incluso de hacerlo como si no lo hubiese matado ya unas treinta veces en mis anteriores estrofas. Os aclararé de antemano que, si esperáis que os dé las gracias por tal esfuerzo, podéis marcharos ya mismo de aquí secando de vuestro rostro el salivazo de mi desprecio. Y nada de pegar un portazo, o deberéis guardar el recuerdo de mi pronta venganza en el mismo cofre secreto en el que la mujer violada esconde la injusta vergüenza de su pesadilla carnal. Diré en voz alta que no espero que festejéis este último chiste de mi cínico realismo: sé que mi risa de hiena no es para nada contagiosa; más bien al contrario, mi carcajada se asemeja mucho a la de la muerte, de modo que, apenas río, todas las facciones de los que me oyen asumen tintes por demás sombríos y luctuosos. Sí: nadie podrá negar que mi risa, motivada por la crudeza con la que despierto de sus falsos ensueños de amor y fraternidad a los hombres, recuerda mucho al estrepitoso vuelo nocturno de un mosquito solitario en torno a la cabecera del lecho de un durmiente, el cual termina por prender la luz para buscar, con ojos furiosos, al intruso que tan demoníacamente perturba su apacible reposo. Mas nunca podrá darme caza, pues sé esconderme en las sombras, volando al ras del suelo, mientras esas pupilas en llamas, irguiéndose sobre el promontorio de unas moradas ojeras de cansancio, me buscan en vano sobre la blancura de las paredes de su habitación. Pero no es de esto de lo que quería hablar hoy en mi diario, sino del resonante caso policial, que conmovió a la prensa y, por consiguiente, a la dócil y mudable opinión pública, en torno al atroz y sangriento asesinato de aquel que se arrogó para sí mismo el indisputable título de Creador. Pero será mejor que comience por el principio, remontando, con grises alas agujereadas por la voracidad de las polillas, el sinuoso curso de mi memoria hasta sus nefastos orígenes. De niño me dijeron, en la directa manera propia de los hombres que ya no tienen un ápice de imaginación, que Dios observaba todas nuestras acciones y nuestros más íntimos pensamientos, como un viejo voyeur; fue por eso que decidí matarlo: necesitaba un poco de privacidad. Además, tenía planeado perpetrar un gran número de crímenes, y no habría sido muy prudente de mi parte dejar con vida a semejante testigo ocular. De modo que los derechos positivos que él, Dios, se otorgó a sí mismo al insuflar la vida en sus criaturas, tan numerosas como sumisas, dábanse de bruces contra el sólido muro de mi arrogancia, la arrogancia de un ser más poderoso que él, y casi igual de criminal. ¿Por qué más poderoso, si él había vencido sin dificultad a mi esencia etérea, en una guerra colosal, antes de que el universo mismo fuese creado? Porque al condenarme a la arcilla, al someterme a una humillante cadena perpetua dentro de la estrecha celda de un feble mortal, cosa con la que él creía que me debilitaba, no logró sino darme todo el poder de la ignorancia, la misma que nos hace sentir sabios y omnipotentes a todos los humanos, al menos mientras permanecemos dentro de los límites del exuberante Edén de nuestra estupidez. Y es que, mientras que el sabio se conoce torpe e insignificante, y sufre, el ignorante se siente siempre poderoso e infalible; por eso es lógico que los hombres permanezcan encerrados dentro de ese indisoluble Paraíso de mediocridad por el cual se pasean espléndidamente adornados con las rutilantes guirnaldas de la soberbia, sin jamás salir de la cálida y segura cueva platónica del error que les da cobijo mientras los filósofos pasan frío y hambre fuera, asustados por los aullidos de los lobos y el rugir de las tormentas. Aunque no niego que también yo, con la excusa de fumar un cigarro, salí de esa cueva hace tiempo, si bien tengo al frío, el hambre, el lobo y la tormenta por amigos; y eso que todos sabían a la perfección que yo no fumaba, pues nunca consideré sensato gastar mi sudoroso dinero en volátil humo, ni en el chabacano humo del cigarro, ni en el místico humo del incienso, si es que el cigarro no es también el fragante incienso con el cual el humano complace el olfato de un voraz y exigente dios llamado Muerte. Como sea, lo cierto es que la resolución de asesinar al Supremo estaba tomada desde mi más temprana infancia, de suerte que mi adolescencia entera fue consagrada a la detenida y sistemática planificación de ese crimen portentoso, que debía ser lo suficientemente perfecto como para garantizarme una sempiterna impunidad. Todos los detalles fueron minuciosamente examinados en incontables noches en vela en las que la fatiga de alas de murciélago y el tiempo de alas de cuervo horadaban mis huesos con inclemencia. Finalmente, llegó la fecha señalada, y, en una gélida noche invernal en la que el vapor salía de las bocas de tormenta y los roedores corrían a un lado de los cordones de vereda, el destello de un puñal brilló en lo más hondo y oscuro de un húmedo callejón sin salida, mientras una sombra regresaba a su pasajera habitación de alquiler. El hedor de la sangre divina purificó, como el aire de la montaña, a mis consumidos pulmones, y el deleite del éxtasis satánico embriagó mis sentidos con celeridad. Al día siguiente, los asustados vecinos descubrieron la carnicería, espantosa mutilación que no tardó en opacar a todas las demás crónicas policiales del momento. No había ninguna huella, ningún testigo, nada, absolutamente nada para dar con el asesino. Nada salvo una simple pista: ningún humano jamás podría haber llevado a cabo semejante acción. Con ese simple indicio obrando en poder del investigador del caso, mi impunidad comenzaba a correr peligro. Todos mis pasos comenzaban a ser seguidos y observados, y ya podía decirse que ese celoso sabueso me pisaba los talones de manera literal. No tardó el oficial al frente del operativo en obtener una orden judicial de allanamiento para irrumpir en mi morada. Pudo, de ese modo, encontrar en mi freezer el brazo derecho del Señor, algo roído ya por mis famélicas mandíbulas. Fue lo último que vio. A fin de que el episodio no se repitiera, decidí arrojar disimuladamente el puñal asesino al basural de las izquierdas progresistas. Poco tiempo después, la culpa del crimen recaía sobre el socialismo, la nueva religión del mundo, lógicamente sospechosa en su calidad de heredera directa del poder de Dios, la cual no sólo no declaraba su inocencia, sino que incluso festejaba tontamente su culpabilidad en un crimen que sus miembros solos sin mi ayuda jamás habrían podido consumar. Y la humanidad festejaba con ellos, pues el ojo sin párpado de Dios ya no brillaba sobre sus conciencias, haciéndoles sentirse culpables por cualquier cosa, mientras que en el basural del progresismo asistían a la beatífica dicha de que todas las culpas fuesen siempre ajenas, ora del padre, ora del sistema, ora del poderoso, ora del capital, ora del pasado, ora de la religión, ora del tradicionalismo, ora de un movimiento político muerto cincuenta años atrás, ora de la madre, ora de la opresión militar, ora de una infancia violenta, ora de las medidas económicas liberales, ora de su propio amor por la humanidad, evitando así cargar con las culpas incluso, o sobre todo, de los crímenes que cometían positivamente ellos mismos de manera espontánea y por mera vileza y mezquindad. De modo que yo fui el único ser en el mundo entero que no festejó, pues la vida sin culpabilidad alguna no se avenía a mi trágica forma de ser: no he nacido para representar, como un innoble y cobarde impostor, el hipócrita papel de un ángel inocente, dotado de una áurea moralidad. La humanidad cantaba pues en alegres coros por su paso de la religión de la culpa eterna a la religión de la culpa externa, como inmaculados gusanos medrando en el cadáver de Dios, pero yo asumía gallardamente toda la responsabilidad por mis acciones perversas en soledad. Y este fue el modo, oh lectores, en el que, por querer liberarme de un innecesario dedo acusador, terminé estupidizando y transformando en larvas mentirosas y hedonistas a toda la humanidad. Pues si el hombre es una mezcla de esencia divina con esencia animal, matar nuestra parte trascendente sin imponernos prontamente el rigor de un ideal, digamos el del super-hombre nietzscheano, no es más que liberar a un cerdo de sonrisa imbécil que no nos tardará demasiado en esclavizar. Mirad ahora mismo a la sociedad, monumental excremento en torno al cual aletean tantas moscas humanas, y decidme si me equivoco, si mis cavilaciones están erradas. Miradles consumir ávidamente, con ojos extraviados, un sinfín de bellotas tecnológicas mientras sus bocas chorrean las babas de la idiocia; miradles encandilarse con sus porcinos reflejos en las charcas fotográficas y pedir que esos hocicos reciban amistosos comentarios en un mundo virtual e impersonal; miradles ronchar declamatoriamente el sagrado barro de los derechos de sus semejantes mientras de sus colmillos aún chorrea la sangre de los demás; miradles hablar de escalar las cimas del bien y de sondear la hondura de los abismos del mal mientras nunca serán capaces de salir del fangoso chiquero de su mediocridad; y miradles por último ser empujados al sacrificio, mientras se creen dioses llevados en andas a su apoteosis, para alegrar la suntuosa mesa de la intrascendencia con un poco más de efímero carré y de olvidable jamón. Esto es lo que veo desde mi torre, y esto es lo que me hace rugir todas las noches de mi vida, compitiendo con los aullidos del viento nocturno en intensidad. Pero no me entregaré a la justicia por mi imperdonable asesinato, pues hace ya muchos años que, por un crimen desconocido y olvidado, purgo una inefable condena en esta prisión corporal que, cada vez que me es cruelmente devuelta por los reflejos de un espejo, me genera un brusco vuelco en el estómago al revelarme las muchas similitudes exteriores que existen entre el asqueroso monstruo llamado Hombre y yo, demoníaca e inconcebible tortura de la que nunca, nunca me podré librar.

2 comentarios:

E. dijo...

A veces la inspiración me arrastra a parajes desolados en los que no creo que exista nadie que pueda entender lo que estoy diciendo... pero ¿cómo detener el poder de semejantes alas? La pintura que acompaña este demencial cúmulo de sabiduría inhumana es Le burg à la croix, de Victor Hugo (1802-1885).

Anónimo dijo...

Fantastico.

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