Disquisiciones filosóficas a propósito de un gorgojo



¡Qué es esto! Había comprado un paquete de fideos, y me disponía ya a hacerlos, cuando descubrí en su interior un gorgojo de aspecto juvenil dudando sobre la dirección más conveniente a sus malsanos e insalubres designios, quizás en pos de alguna fechoría. ¡Pero será posible! Ha vuelto a suceder: se verifica así la teoría de Nietzsche sobre el eterno retorno; si mirásemos el perfil utilitario del asunto, no sería desacertado de mi parte el aconsejar ahora a todo joven científico que necesitase insectos para llevar a cabo importantes experimentos la compra de un paquete de moñitos Vizzolini. Sin embargo, de hallarse aquí Descartes, Kant, Locke y Hume, jamás se pondrían de acuerdo sobre si el gorgojo vino envasado ya de fábrica, si nació en el paquete, o si se introdujo en él a posteriori; conforme ello, ¿por qué habría de aventurar una hipótesis yo? Oh, gran gorgojo, magnánimo prócer del hombre, oficioso embestidor de la harina y de todos sus productos derivados, tú que proliferas opulentamente en el imperio de tu paquete de fideos, bello Adonis de rizados cabellos cuyo rostro guarda más secretos que la Esfinge, maestro de retórica cuyo lenguaje es la más pura honestidad de acción, anciano filósofo de mirada contemplativa aunque arisca y severa, tú que sabes que la razón de que haya dolor y muerte en el mundo es el que hay en él vida, permíteme decirte que, frente a ti, me avergüenzo de pertenecer a la estirpe humana. La serenidad de tu interactuar con tu entorno, si bien no exenta de un dejo de pasión aún, me revela que has penetrado profundamente en las doctrinas del sabio estoico, oh reflexivo asceta que no conoces la piedad, el agradecimiento, la bondad, la humildad, las obras caritativas, y todo lo que el cristianismo considera que debe ser natural y obligatorio en el hombre. Pues, aunque cueste creerlo, en tu mundo no existen ni el bien ni el mal, conceptos subjetivos vacíos de todo significado empírico que pueda ser considerado universal. Has elevado mi espíritu: ya que hubo filósofos de desbordante imaginación que discurrieron sobre mundos que ellos mismos inventaron, como Platón, y otros que, en vez de explicar la Tierra que se abría frente a sus ojos, explicaron la extraña Tierra de la Biblia, en la cual el más inculto de los dioses se dio el lujo de crear las plantas al tercer día y el sol al cuarto, yo me valdré hoy de tu sublime presencia para obtener conocimientos más profundos. ¿Cuál es el origen de un gorgojo? Dos progenitores sabios que no exigen a ningún Estado o sociedad el hacerse cargo de su numerosa prole, como sí lo hace el humano, de suyo imbécil y desconsiderado. El padre de este coleóptero no necesitó ni hacer un nido como las aves, ni ser el más fuerte como los bueyes, ni estudiar, recibirse, trabajar y conseguir así auto, casa, celular de última generación, y todas las ridiculeces que necesita el hombre, eterno fracasado, para acceder a una hembra infiel. La madre, ejemplo de castidad y devoción conyugal, ha dado muestras de una inobjetable experiencia, heredada tras milenios de evolución, en un simple hecho: nunca he oído llorar a un gorgojo; el humano, en cambio, vive apareándose para hacer criadero y no saber luego hacer callar a sus hijos. Pero la procreación de un insecto es distinta a la de un niño; por empezar, el gorgojo no necesitó ataviar su "deseo de procrear en lo bello", su "sed insaciable de infinito", ni bajo el disfraz del amor, falacia tan antigua como la religión, ni bajo el de la lujuria, sino que se ha limitado a cumplir con un llamado natural; por otra parte, y descontando los accidentes (el mío fue el más nefasto de la historia), nadie se desayunará hoy con que el mayor hecho social accesible a una mujer casada y aburrida, con pocas amigas, lo constituye el tener un hijo; por supuesto, la espera a la salida del colegio, donde conversa a gusto con todas las madres colegas, es el momento cúlmine de su carrera, su realización. No hay amor paternal que supere al del gorgojo: se obliga al recién nacido a aprender pronto a valerse por sí mismo, o a perecer; el humano, en cambio, le habla a su hijo impostando la voz, pronunciando mal las palabras, que son herramientas que ese niño necesita adquirir de inmediato, cuanto antes, le enseña todo al revés, le miente sobre ratones benefactores y reyes que en lugar de gobernar y asumir compromisos serios andan viajando en camello y haciendo magia y regalos por ahí, le instruye sobre la Biblia en lugar de sobre la Crítica de la razón pura, y, entretanto, la madre lo alimenta con tal o cual novedoso yogur, propiamente anunciado en medios masivos como rico portador de vitaminas y minerales esenciales para la mayor fortaleza y salud de su pequeño, olvidando no sólo que ni los ejércitos de Alejandro Magno o Napoleón necesitaron de él en su infancia para todas sus conquistas y victorias, sino también el hecho de que en el futuro de su hijo no hay guerras a caballo sino sólo la rutina de una oficina o un consultorio, cuando no de un estrado judicial. No hay que perder de vista el que el mundo del gorgojo es, así, siempre mejor que el del hombre: él no conoce la homosexualidad, ni el transformismo, ni el adulterio, ni las enfermedades venéreas, ni las izquierdas, ni a la adolescente, ni el tener hijos mogólicos. Puede asegurarse que mora en un abstruso mundo de bonanza. Y es que, digámoslo, él, dado que, al carecer de facultad de raciocinio y conceptos, y vivir sólo de entendimiento inmediato de la ley de causalidad, es inconsciente de todo pasado o futuro, no conoce, salvo en presencia de una privación o un dolor físico, la miseria. Es así hasta más feliz que un hincha de fútbol, que recuerda el lunes la derrota que sufrió el domingo un equipo al que se considera atado por un destino divino, y al cual delega todas sus alegrías y frustraciones personales; y esto por no compararlo con una joven de colegio privado a quien prohíben salir el sábado a la noche. Pero sólo deberíamos tener en cuenta aquí la felicidad y la infelicidad spinozianas, que consisten en el aumento o disminución de las posibilidades de conservación del ser: así, si la mujer roba un piropo por la calle, sana de una enfermedad, o consigue un macho con patrimonio para asegurar una proliferante descendencia, es feliz; si se ve fea, se pelea con su novio, o pierde a su único hijo, es infeliz. Lo mismo sucede con los artistas, filósofos y guerreros, pero no en cuanto a salud o descendencia, sino a sus pensamientos y obras. Y es allí donde se encuentra la raíz, pasando ahora a ética, del comportamiento de un gorgojo, que, si bien no actúa bajo el peso de premisas racionales, sino conforme a su naturaleza, a sus imperativos categóricos, regulados sin embargo por la necesidad y no por el absurdo de un libre albedrío, evidencia en su vida acciones que comportan una moral indudablemente más acabada que la del hombre. No sólo no conoce la miseria, sino tampoco ni el bien ni el mal, ni lo justo ni lo injusto, salvo que consideremos como justicia la voluntad del más fuerte. No precisa ni leyes ni valores; le basta con su instinto de conservación, sus capacidades reproductoras y su identificación de especie. Pero ¿qué son los valores? Cada vez que salgas a la calle, oh humano, y, habiendo divisado una persona, tomes una botella y le rompas la cabeza, examina tu conciencia: si no sientes remordimiento, has hecho el bien; si lo sientes, el mal; todo depende de tus valores. Los más extendidos son los que los semitas introdujeron en el imperio romano para destruirlo y hacer a Occidente esclavo suyo para siempre; esta moral se llama cristianismo, y exalta como virtudes deseables, como vehículos de salvación, todos los vicios y las debilidades del hombre, todo lo que le conduzca a la sumisión, a la docilidad, a poner la otra mejilla, a ser el obrero o empleado perfecto de los patrones de turno. Sostiene que el orgullo, ese privilegio de pocos, de un grupo reducido y selecto, es nocivo; que los ricos no se salvan; que hay que ayudar al prójimo aun cuando sea nuestro enemigo y nos lo agradezca con nuevos daños; que el fuerte es malvado y el débil bueno; que incluso la grandeza es mala y la miseria buena; y, por supuesto, que el dulce Jehováh se rehabilitó de su pasado racista y criminal y ahora ama a todo el mundo y quiere ser adorado de rodillas. De este modo, el rebaño olvidó sus fuerzas, su necesidad de líderes, su sed de conquistas, de autosuperación, y se dedicó a construir templos, a enriquecer pastores, a rendir culto a los enfermos, a enorgullecerse de valer nada; llegó a creer, inclusive, que el hombre perfecto, el objetivo de la Naturaleza, el ideal máximo del tipo humano, es el ricotero o rolinga, superficial, alegre y deseoso de procrear, y que monstruosos y contrahechos son, por ejemplo, los Schopenhauer, los Aníbal, los Cicerón, todo hombre capaz de asumir las consecuencias de sus propios actos aunque le conduzcan a la muerte, todo hombre fuerte o profundo ansioso de hacer chocar sus desbordantes energías contra resistencias, ansioso de conocer y conocerse. Pero el caso del cristianismo no es único, y obedece más a una idiosincrasia generalizada que a la astucia de unos pocos; ejemplos de ello son la religión griega y la periodística. Algún día compondré, imitando a Sexto Empírico, un extenso tratado titulado Adversus periodisthicus, o Contra los periodistas, demostrando no sólo que escriben muy mal, que maleducan al pueblo, que vician y deterioran las sublimes reglas de la otrora hermosísima lengua castellana, y que informan sólo según los intereses económicos o las ideologías de los bastante mediocres dueños de los medios, sino que, además, le venden con facilidad a la opinión pública todo lo que quieren o les conviene. Baste para ello un ejemplo: una nación entera de desempleados llorando, en lugar de la muerte de otro desempleado, la de un fotógrafo incinerado que, de haber sido otro el muerto, sólo habría procurado enriquecerse obteniendo buenas tomas del cadáver. Otras religiones son la de los avisos con niños que balbucean astucias; la de la novela vespertina mediante la cual hombres y mujeres llenos de tedio se abandonan a la agradable catarsis de experimentar por milésima vez todas las posibilidades de pasiones y triángulos amorosos que la imaginación humana es capaz de concebir; y la de la campera. Ésta última es llamativa: así como el hombre vive escondiéndose del agua de la lluvia y, no obstante ello, su mayor felicidad es ir de vacaciones a la sucia agua del mar, también detesta los treinta grados de calor y, no obstante ello, se ha estudiado que durante el invierno soporta con alegría, debajo de su campera, cuarenta y cinco. Nada hay más feo que subir a un colectivo y ser recibido por el intolerable olor a campera; veréis a toda la familia con campera, a niños y a ancianos, símbolo de las necesidades implantadas por el capitalismo antes que de la poca tolerancia al frío del hombre. La primer rebelión de mi infancia fue la de la campera; recién segunda quedó la del catecismo frente a este flagelo inhumano fraguado por hábiles vendedores y fabricantes. Por otra parte, quien no ama tiritar de frío en invierno es un cristiano. Una sola cosa me queda por añadir: la única religión del gorgojo es el gorgojo. Y, ya que he divagado hasta la religión, consideremos ahora algunos aspectos de metafísica. Si bien el pensador de Königsberg prohibió, dadas las limitaciones aprehensivas de las facultades cognoscitivas del hombre, toda especulación sobre esta rama de la ontología, y su mejor alumno se obstinó sin embargo en postular la algo acertada voluntad-de-vivir, el humano sigue hablando de Dios como de un viejo conocido, de sus milagros, por los cuales tantas vidas pueden sumar, agradecidas y exultantes, unos años más de padecimientos, y de sus sabiduría y misericordia sin igual, productos de una vanidad que anhela ser la única digna de alabanza y se abstiene por ello de crear sabidurías o misericordias superiores a las suyas. En cuanto al mundo, la materia es increada e indestructible, y lo que llamamos origen o muerte no es sino combinación o disolución de materia; naturalmente, el yo, la conciencia del sujeto, puesto que está determinada por una multiplicidad de factores bioquímicos, desaparece con la muerte, por lo que hablar de la inmortalidad del alma es absurdo, aunque no lo es el vano consuelo de hacerlo sobre la inmortalidad de nuestros átomos. En esto soy categórico, no así en gnoseología, donde hay lugar para el debate, aunque mi postura es bastante realista. Es preciso saber qué relación hay entre lo que percibimos y el mundo real; por ejemplo, los colores no existen fuera de nuestro cerebro. He aquí que se acercan los filósofos idealistas; si fuera por ellos, lo que encontré yo hoy fue, en realidad, un paquete de fideos dentro del cerebro de un gorgojo. Los trascendentalistas dicen que hay sonidos porque tengo oídos, y no que tengo oídos porque existían de antemano los sonidos en el mundo; bueno, algo así pero sobre el cerebro, el tiempo, el espacio y la cosa-en-sí. Si me preguntan que cómo sé que la luz de la heladera se apaga cuando la cierro, les pregunto que cómo sabe la luz de la heladera que tras cerrarla sigo vivo. Ofuscados, regresan a una universidad que, mantenida por el Estado, sólo genera zurdos y gente que se va del país. Por otra parte, he visto salir más filósofos de un bosque y de los libros justos, gente que bebe vino con hojas de ombú, que de cualquier universidad. Agreguemos a esto el que difícilmente una mujer pueda ser filósofa, simplemente porque su cerebro, a diferencia del de los hombres eminentes, tiene más inteligencia práctica que abstracta, tal vez debido a que en la prehistoria, mientras el hombre debía ocuparse de dominar el mundo, a ellas les bastaba ya, como ahora, con dominar al hombre. Así, éste triunfa en la ciencia, la filosofía y el arte; la mujer, en la vida; y el cristiano vulgar, en el torpe goce de los sentidos propio de los animales. Las feministas abuchean mi nada injusta división de poderes; ¡recordad que si os otorgo igualdad de derechos con el hombre perderéis el derecho a no ser golpeadas! Reconozcamos que el feminismo es otro de los venenos inoculados por el progresismo en las naciones con el objeto de debilitarlas. Saltemos ahora a estética, de la que, a pesar de que es la materia en la que más podría explayarme, diré sólo dos cosas. El que mil gorgojos coman determinada marca de fideos significará siempre que ésta es inferior a la delicada partitura del Estro Armónico de Vivaldi que roe un gorgojo solitario, horrendo espectáculo; pues lo mediocre es accesible al vulgo, mas lo bueno es de pocos. Para hacer arte verdadero, el requisito indispensable, más allá de técnica, talento, madurez y contemplación objetiva, es liberarse de la voluntad individual, o sea, no hacer del arte un medio para obtener algo, sino un fin en sí, cosa que, sin embargo, no le es posible a cualquiera; ésta es la razón por la cual toda vez que una banda gana dinero, y comienza a componer en función de éste o de las mujeres, se echa a perder; no es arte ni la música comercial, ni la poesía pseudobohemia de dos o tres palabras al azar por renglón, ni las novelas o los best-sellers, ni el taquillero cine hollywoodense, ni mucho menos la actuación o el canto. Pero es hora de ir aquietando el tronar de mi lira. Gracias a mi inigualable poder de síntesis, he dicho más en esta estrofa que muchos otros en una vida de escritura; y todo por un gorgojo, lo que llevará indudablemente a más de un alma piadosa a suplicar que nunca me venga en los fideos un humano. Algunos afirmarán que no soy más que un imbécil; otros, que soy un infame ministro del mal; pocos, que soy un jovencito agresivo que oculta gran saber; todo de acuerdo al grado de intelecto del lector y a su capacidad para descifrar esta traducción de algunos aspectos del mundo que he hecho a conceptos y tropos retóricos. Allí donde el humano ve la cáscara, yo veo la pulpa de la fruta. Por eso mi vida práctica es algo atropellada. Por lo pronto, me conforma saber que ninguna universidad instaurará las cátedras Prolegómenos al pensamiento ehrendostiano I y II. En cuanto al gorgojo, él ha aprendido tanto de mí como yo de él, pues se ha reintroducido en su paquete y maltrata ahora a sus semejantes, les dicta leyes tiránicas, y observa con arrogancia a sus nuevos súbditos y esclavas. Admito que seguiría, pues mi repertorio de demencias es inagotable, pero el agua ha comenzado a hervir, "and my wand'ring spirit must no further soar".

2 comentarios:

E. dijo...

Acompañada por un significativo Vanitas de Pieter Claesz (1597-1660), doy con esta estrofa fin al Libro I de mi infame diario.

Tened en cuenta que hasta ahora sólo he estado afinando mi lira, y que, por consiguiente, es natural que estas páginas manuscritas con mi sangre hayan quedado tan desordenadas, contradictorias y discontinuas. Es de esperar que con el tiempo pueda dar más unidad de propósito a mis abyectas ideas, y que para el Libro IV me sea ya posible desarrollar algo así como una pequeña obra maestra: antes no. Pues bien, de modo que os dejo en paz por un tiempo, pues ya tenéis en mis catorce estrofas precedentes suficiente para leer y releer con ojos temerosos, pero estad seguros de que no tardaré demasiado en tomar aire y regresar con un espeluznante Libro Segundo, para seguiros maldiciendo a todos vosotros y para burlarme de vuestras hipócritas creencias políticas y religiosas con total impunidad.

Vade retro, humanidad!

Anónimo dijo...

Eres un puto genio! Gracias

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