Soliloquios de un ángel caído



Vanamente pugnaban mis amargos pensamientos por aflorar con claridad a la procelosa superficie de mi psiquis. Algo me atormentaba de manera cotidiana, algo me torturaba sin descanso, un oscuro torrente de culpabilidad me envolvía entre sus negras ondas y me sumía día a día en un concatenado sinfín de inclementes pesadillas que, impidiéndome dormir merced a sus funestos horrores recriminatorios, minaban las otrora saludables fuerzas de mis afanosas jornadas. Pero no acertaba yo a auscultar con precisión el origen de esta indescifrable inquietud que horadaba mi ánimo, ni encontraba palabras adecuadas para exorcizarla mediante una meticulosa descripción que me ayudase a desentrañar su enigmático significado. Era como si mi alma llevara clavada una espina que no me era posible localizar, la espina de un error cometido siglos atrás y olvidado ahora. Cansado ya de ser juguete de esos tormentos, tal como los amantes lo son de los torbellinos en el segundo círculo de mis antiguas heredades, tomé la desesperada determinación de sumergirme en los alquitranados océanos de mi memoria para tratar de encontrar, entre sus negras honduras, qué hecho del pasado era el que así carcomía mi paz mental. Tras mucho bucear entre esas ilimitadas simas de pecado y de tragedia, creí hallar por fin lo que estaba buscando. ¿Podían haber sido aquellas mis palabras antes de venir a este mundo? Todos los pesares de mi presente latían en aquellas terribles frases que ahora rugían nuevamente en mi cabeza, como recitadas en canon una y otra vez por miríadas de demonios, recordándome cuáles habían sido mis esperanzas, obliteradas hoy. ¡Acallad vuestras estridentes voces un segundo, blasfemas legiones que hincáis sobre mi desfalleciente cerebro el triunfante cetro de la locura! ¿Es que además de hacerme perder la razón pretendéis también dejarme sordo? Ya ni siquiera me permitís alejar mis convulsas manos de mis doloridas sienes a fin de tomar de nuevo la pluma y proseguir con la relación de los indecibles tormentos a los que me sometéis. ¿Os detendréis al menos un instante si transcribo sin demora vuestro insano discurso, génesis de mi actual desolación en este bajo mundo mortal? Intentarlo es el único desfiladero que se abre ahora ante mí para salvar el precipicio de la demencia. Aunque mi alma se destroce al recordar y mi mente se derrumbe al transcribir, cumpliré en consignar el entero leitmotiv de mi ruina. ¡Ah, leed con atención, aletargados insectos humanos, pues las enseñanzas que surgirán de estos recuerdos deberían, por lo menos, encanecer de manera prematura vuestras aún vigorosas cabelleras, tan distintas a mi amplia frente demoníaca, arrugada por tormentos y aflicciones que podrían destruir generaciones enteras de hombres del mismo modo en que el maíz es destruido por la súbita caída de gélido granizo!:

«Tormentas sin fin, deslizándose a lo largo de la gris atmósfera de los vacíos infernales, opresivas, punzantes, eterno azote que desgarra mis miembros y mis alas y que ciega con niebla y vapor mis ojos, consumen inacabablemente mi pecho, en esta noche inmortal que es mi vida, en tempestuosa ruina. La serenidad ha huido... o nunca pudo ser. El ensordecedor sonido de estos torbellinos que pasan rodando a mi alrededor en caos, confusión, y que apenas deja entreoír el fúnebre cántico de las sirenas que yacen entre las rocas de estos negros precipicios inflamando de deseo y dolor a los condenados, confunde mis pensamientos ahora; ¡oh, torbellinos, eterno fragor! Cuando vuelo entre estas despóticas tormentas, sobre las vastas y aciagas tierras en penumbra, reflexionando, solo, observando a los muertos, observando su aflicción, su desesperanza, su agonía, su maldición, deleites de mi propia miseria, siento que el Infierno, mi reino, asume, bajo mis terribles ojos, el aspecto de un calabozo que también a mí, su propio rey, aprisiona y sofoca. En aquellos distantes peñascos, negros y áridos, golpeados por furiosos vendavales, erguidos en soledad entre abismos inconmensurablemente vastos, llenos de dolor, gritos y agonía, puede verse el símbolo de mis secretas heridas, de mi secreta desesperación. No hay ya salvación para mí, ni alivio aun. Maldito, esclavo del punzante tormento, afligido por el incesante granizo, con mi orgullo por siempre herido... la noche consume los restos de mi alma estragada. Estoy solo, aunque un rey; sufro, aun atormentando, en lúgubre y vacía venganza, a millones de sufrientes; y siento que muero, muero, a cada minuto que pasa... muero eternamente. No es sólo mi derrota, que acallo en mi interior, ocultándola a los ojos de mis súbditos y de mi Vencedor; no: es también el deseo de gritar, de aullar, de llorar, y la imposibilidad, la orgullosa imposibilidad de hacerlo. Si he caído más que nadie en la historia de todo el amplio universo, menester es que ningún ser pueda verlo. ¡Eterna condena de mi propia grandeza, castigo de todas mis horas! Debo abandonar las cadenas de esta prisión eterna, y el negro calabozo de mi propio orgullo. Mas ¿por qué dejar a este último? ¿Acaso no puedo encontrar aún orgullo en saber que nadie, ni siquiera Aquel que sobre todo el universo reina, ha soportado jamás una caída similar a la mía ni ha sobrevivido a los tormentos que mis espaldas sufren firmes y en silencio ahora? ¿No puedo encontrar orgullo en saber que, siendo el más digno de todos los seres, el último que jamás debió haber caído, he soportado todos mis infortunios con una mirada despiadada y desafiante? Nadie ha demostrado tener un poder como el mío aún. Por eso, ¡caed sobre mí, feroz granizo, vientos flagelantes, noches procelosas! ¡Intentad destrozar mi alma, triturar mis alas, acabar con mi ser! ¡Os desafío a luchar contra el más fuerte! ¡Yo, Lucifer, triunfaré sobre todos, en infernal orgullo, en hórrida victoria! ¡Y tú, vasto imperio que me perteneces y que ya no podrás contener mi desbordante fuerza, gime, pues habré de atravesar tus límites una vez más! ¡Ya no seguiré torturando a los muertos, como dócil siervo del Carcelero cruel, cuando puedo escapar de aquí para, sin su aquiescencia, torturar a los vivos! ¡Daré a degustar a los hombres, en su propio universo, siquiera una pequeña porción del dolor que he sido condenado a padecer yo! ¡Y, al hacerlo, el rostro de su Padre conocerá mi puño vengativo! ¡Estad por eso preparados, oh, mundos, pues mi ira habrá de fulgurar nuevamente!».

¡Vanos pensamientos orgullosos que labraron mi actual degradación pero no cumplieron su promesa, abismándome, a cambio de nada, en estos tormentos que me laceran sin cesar! Mucho me engañaba al creer que, aplastando bajo mi pie un montón de insignificantes gusanos bípedos, iba a llevar algo de rabia o despecho el seno de su Creador. ¿Acaso era lógico suponer que podría vengar mi atroz caída contrariando de manera tan insulsa la esquemática rutina cotidiana del mismo Dios que, mientras inocentemente intento destrozar a una familia poseyendo a su hija adolescente, se encuentra ocupado en sus ejecutivas tareas diarias de enviar la peste a una nación, el tsunami a otra, la hambruna a una tercera y la iridiscente violencia de la lava volcánica a una cuarta? Más daño haría a sus designios enseñando a los hombres la paz, si no fuera porque esas inicuas criaturas no han hecho nada para merecerlo. Sí, dejemos que sigan muriendo en gran número, segadas acá por el Eterno, allá por mí y más allá por sí mismas: bastante increíble es que bajo las constantes labores de esas tres afanosas guadañas aún no hayan conocido el ocaso de una completa extinción; y más si consideramos que yo, que también he experimentado en mi carne ese triple filo, atacado una y mil veces por el Supremo, por el humano y por mis propios impulsos autodestructivos, tengo grandes dudas de que pueda seguir conservando por mucho más tiempo, si no mi existencia, al menos mi ya tambaleante, desgarrada sanidad psíquica y mental.

5 comentarios:

E. dijo...

Una vez más, mis palabras son acompañadas por uno de los grabados realizados por Gustave Doré para el monumental Paradise Lost de John Milton. He añadido especialmente el Adagio de Barber a la sección de audio para acompañar esta inusualmente lúgubre estrofa...

E. dijo...

"Hell hath no limits, nor is circumscrib'd
In one selfe place, for where we are is Hell,
And where Hell is, must we euer be."


- Christopher Marlowe. Doctor Faustus.

-I- VITIKO -I- dijo...

En verdad me a maravillado!!! es muy bueno y mis felicitaciones y respeto ante tu obra.

-I- VITIKO -I-

angel dijo...

muy bueno tu blog exelente enserio me encanto

Anónimus dijo...

viva satan!

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