El peregrino rechazado



¡Cómo odio al Cielo, y cómo me odian sus moradores a mí! Afirman varias leyendas, aunque yo, pese a ser su protagonista, he olvidado si son ciertas o no, que alguna vez fui el favorito entre esas columnatas dóricas y esas broncíneas pilastras. Voz principal entre los coros celestiales, mi devoción por el Supremo no tenía par mientras mis labios amorosos entonaban, infatigablemente, melodiosos himnos de alabanza que ascendían como incienso hacia la benévola mirada de mi Creador; la dulzura de mi alma, que se reflejaba inequívocamente en esos luminosos ojos cuya belleza se veía realzada por las fragantes coronas de flores que ceñían mis sienes, no encontraba parangón alguno entre los hijos del Cielo, y todas las miríadas angelicales observaban con admiración cómo uno de sus hermanos era capaz de albergar un arrobamiento semejante en las oquedades de su siempre devoto corazón. Pero llegó el día en que tanta paz comenzó a oprimirme; llegó el día en que, hastiado de ser un ejemplo entre mis semejantes, empecé a incubar en mi alma exigencias de ser superado por los otros, de que mi amor fuese valorado en su justa medida, de que el sacrificio de mi ciega obediencia obtuviese una recompensa acorde con su evidente humillación; llegó el día, en fin, en que mi alma se asomó a un abismo y, fascinado por ese bostezo de locura y perdición, comenzó a tambalearse entre vientos espantosos y demoníacos que rugían en mi mente como la tormenta lo hace sobre el embravecido mar. Y cuando, apenas nacido, el favoritismo general se volcó sin hesitación alguna hacia los sucios pañales de Jesús, el empujón final sobre mi espíritu vacilante fue dado. Desde entonces, no pasó un solo día en el que todas las potencias activas de mi mente no fuesen volcadas, puesto que no estaba en mi mano ser el habitante más amado del Cielo, a ser al menos el más odiado de todos. ¿Necesitaré hablar de mi singular éxito en dicha empresa? Mi despecho hacia las huestes celestiales y su Opresor no tuvo límites, y la sangre comenzó a manar febrilmente de mis fosas nasales y de mis oídos no bien un plumoso ser de dorada cabellera e inocentes ojos hacía aparición frente al furioso entrecejo que ya entonces ensombrecía mi hoy lacerado rostro. Fue por eso que tuve que ser echado, como un borracho pendenciero, por la puerta trasera del Paraíso, y fue por eso que, mientras los arcángeles patovicas sacudían el polvo de sus manos, apostados tras esos portales que se cerraban para siempre ante mí, fui feliz de alejarme de esos suelos de exquisito mármol y de mudarme al fin, con tantos bártulos como los que llevaría consigo un Diógenes de Sínope, a mi nuevo loft sin estrenar en el Averno. Pero... ¡cómo odio al Infierno, y cómo me odian sus moradores a mí! Olvidé decir que, cuando el Cielo me expulsó sabiamente de su seno como a un agente patógeno de nocivas cualidades, no fue poca la sangre que hice correr entre sus sagradas reliquias y baluartes, y no fueron pocos los que, engañados por la apostura de mi orgullo, se vieron arrastrados a una guerra que no les era propia y debieron caer junto a mí. ¡Si tan sólo hubiese podido caer yo solo! Considero a ése mi único pecado original: no haber luchado solo en el Paraíso, y no haber morado solo en el Hades. Ésa, y no otra, ha sido la fuente de todos mis infortunios. Pero no, la estupidez me tomó, y seduje a otros a una caída oprobiosa, que sólo podría haber sido gloriosa si se hubiese dado en soledad. De ese modo, mientras la sangre no dejaba de brotar de mi alma herida, para calmar mis dolores sin reconocerlos como propios hice sonar mi poderosa voz, mientras me ponía dificultosamente en pie entre las pedregosas concavidades del negro Érebo, arengando a las huestes caídas con palabras de consuelo y de belicosas implicaciones que, llenando todos los pechos con súbita fortaleza y con los fuegos de Ares, me erigieron indiscutidamente en el Rey de esos antros aciagos. ¡Infame vanidad! Si hay algo que nunca había querido era ser Rey... pero ¿cómo decirlo? Tuve que falsear todo mi pasado, y adscribir mi caída a los deseos de reinar supremo y combatir con el Altísimo por el dominio del universo. Muy bien sabía Él que tal cosa nunca había estado en mis planes, y no era este estado de situación sino otro más entre los numerosos castigos que, como Vencedor, me imponía severo. La rebelión, más poderosa que nunca, creció entonces en mí. No eran pocos mis dolores, no, ni mucho menos soportables; pero deseaba más. Recorrí en soledad todos los confines del Averno, buscando un castigo digno de mis pasiones, buscando un dolor verdaderamente quebrantador de mi alma, buscando, por qué no admitirlo, mi propia aniquilación. Pero entre las muelles torturas que Dante describe, ya lo habréis notado, no se contempla en lo absoluto la posibilidad de que alguien como yo pudiese existir alguna vez; era necesario crear un nuevo Infierno, mil veces más terrible que el original, para que un genio del crimen como yo, autor de inéditos pecados, encontrase un castigo apropiado a su conducta sin igual. Fue por eso que viajé al mundo de los hombres, sin volver la cabeza atrás, y odiado por todas mis antiguas legiones, que se veían abandonadas por un líder mentiroso que les había prometido una guerra eterna y una victoria total. Pero... ¡cómo odio a la Tierra, y cómo me odian sus moradores a mí! Sí, aquí había encontrado, al fin, un castigo digno de mis pecados: la contemplación del hombre, esa caricatura de mí mismo que, incluso, tenía la osadía de mirarme por encima del hombro como a un inferior. Lo nuestro fue odio a primera vista, con el aborrecible añadido de que mi sempiterna guerra con ellos veíase confinada a un submundo de pequeñeces, atacándonos mutuamente con indignas armas liliputienses en diminutas batallas materiales más propias del ciego reino de la larva y del tórpido gusano que del feroz combatiente de estirpe guerrera. Así corrompido por ese contacto, así degradado de mi etérea esencia a una abominable criatura semi-analfabeta manejada por el instinto y las más bajas e innobles de las pasiones, putrefacto, caído, irreconocible, con las costras y llagas de la humanidad adhiriéndose a mi piel, mi odio al hombre superó por varias galaxias de distancia al odio que pude haber sentido antaño por mis enemigos celestes y por mis adoradores indeseados. De ese modo, odiado en la Tierra, odiado en el Cielo, odiado en el Infierno, y odiando a mi vez a todas sus criaturas repugnantes, mi único refugio, mi único solaz, mi única cura quedó reducida a la soledad del reino de la Noche, a esta soledad en la que ahora escribo, en inquebrantable guerra con todos, y comprendido sólo por los árboles sin voz y por los mudos dioses abandonados, como un peregrino rechazado por el universo entero, pero que ha hecho de ese rechazo mismo el alimento de su sola, amarga, fugaz, desoladora, lacerante felicidad.

1 comentario:

E. dijo...

Acompaña a esta estrofa el desolado Winterlandschaft del eterno Caspar David Friedrich.

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