Visitante paranormal



Los fenómenos inexplicables se sucedían unos a otros sin cesar. Desde que me había mudado a aquella vieja mansión, mi vida cotidiana se veía perturbada casi a diario, y a menudo de muy enojosas maneras, por sucesos misteriosos en los que parecía palpitar un aura sobrenatural. Las noches podían transformarse en un verdadero infierno, y a veces conciliar el sueño se volvía una empresa extremadamente difícil. Voces y aullidos de ultratumba que hacían resonar sus ecos en deshabitadas estancias; objetos que cambiaban caprichosamente de lugar sin el más mínimo respeto por permanecer allí donde habían sido dejados la víspera; súbitas ráfagas de aire helado que invadían de manera incomprensible algún puntual aposento; un clavicordio que ejecutaba siniestras melodías arpegiadas a medianoche sin que nadie lo tocara; luces muy similares a fuegos fatuos que se desvanecían en la nada cuando se las seguía a través de los corredores; sombras fugaces que se cruzaban por el campo visual como digitadas por cineastas mediocres... todo me empujaba a concluir que la mansión había sido invadida por alguna larva o espíritu maléfico. ¿Habría acaso muerto alguien allí de manera violenta en tiempos remotos? ¿Habría habitado en la casa alguna perversa bruja, haciendo de aquella morada el teatro de sus negras invocaciones necrománticas? ¿O, ya bien, habría entrado un grupo de imprudentes púberes alguna noche a fin de entretenerse con una tabla ouija? Era imposible saberlo, pero el demonio, espíritu o trasgo que, de manera unilateral, había decidido convivir conmigo estaba volviendo muy problemática mi residencia en aquella vetusta aunque lujosa casona. ¿Sería acaso una erinia, que así me acosaba por algún crimen perdido en la noche profunda de mi anquilosada memoria? Un horlá no podía ser porque siempre al despertarme encontraba intacto mi vaso de agua. Tampoco parecía obedecer el fenómeno al vindicativo fantasma de un niño lisiado que clamaba por justicia, pues una inspección minuciosa de los altillos poblados de profusas telarañas no había arrojado el hallazgo de silla de ruedas alguna. ¿Cuál podía ser, entonces, la razón de que, según aquellos extraordinarios sucesos hacían suponerlo, estuviese yo habitando en una mansión a todas luces embrujada? Por lo pronto, se hacía imperioso solicitar cuanto antes los servicios de un sacerdote para que llevase a cabo una exhaustiva limpieza energética del lugar. Los extravagantes rituales se desarrollaron frente al impasible farallón de mi mudo escepticismo, que sólo procuró no ser salpicado por ninguna gota de agua bendita. Esa noche, el resultado no me sorprendió en lo absoluto: el ente incognoscible se hizo oír arrastrando cadenas por la estancia desocupada que se ubicaba justo encima de mi alcoba. Procedí entonces a agenciarme los oficios de una médium. La sesión espiritista no duró mucho: no bien la anciana hubo invocado al muerto cuya presencia perturbaba la vieja casa, se desplomó de la silla, con sus canosos cabellos erizados como tras una descarga eléctrica, y, hasta donde he tenido noticia, nunca volvió a emitir palabra en el manicomio al que fue confinada tras esa malograda intervención. Una y otra vez mis ingentes esfuerzos por exorcizar a la funesta entidad intrusa se probaron vanos, por lo que la duda no tardó en asaltarme: ¿y si, en realidad, el muerto era yo? Quizás aquella sólo era una casa de familia en la que, sin saberlo, mi fantasma se había instalado como un okupa de ultratumba, en cuyo caso todas las molestias que yo experimentaba eran obra de los habitantes vivos de la mansión. Una nariz rota, que rendía fidedigno testimonio de mi incapacidad para atravesar paredes, me disuadió pronto de esa idea. La solución de aquel problema parecía hallarse completamente fuera de mi alcance, por lo que el asunto daba incesantes vueltas en mi cabeza mientras reposaba aquella noche, sin poder dormir, en mi blanco lecho de raso. Entonces llegó a mis oídos, clara como la piel de un ángel mutilado, ululante como el frío viento que atraviesa una cripta en la noche brumosa, la voz de aquel espectro del que no lograba desembarazarme. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». Reconocí de inmediato sus horrendos timbres argentinos: ¡era la voz de Dios! ¡Cada inflexión lo delataba como el autor de mis domésticos calvarios! De modo que se trata otra vez de ti, insoportable Cíclope de las concavidades celestes. ¿Para qué me llamas en medio de la noche, mientras mis afiebrados ojos intentan conciliar el sueño? ¿Y a qué vienen todas las pueriles intromisiones incorpóreas con las que a diario perturbas esta terrena morada? ¿Acaso no tienes divinas labores de las que ocuparte en tu empírea sala de mandos, o planetas con los cuales entretenerte haciendo juegos malabares, que así vienes a interrumpir el reposo de quienes ya te han manifestado que no te aman? ¿O es que visitas esta mansión porque te has impuesto la loca penitencia de gemir y lamentarte en todos aquellos lugares en los que has cometido alguna sangrienta fechoría? Dudo que, aun siendo un dios, cuentes con el tiempo y la velocidad suficientes para apersonarte puntualmente en todas las escenas de tus cuantiosos crímenes, pero sea: descarga tu llanto en estos aposentos que han sido testigos de quién sabe qué clase de atrocidades, lava con tus lágrimas la sangre con la que has manchado estos viejos muros mohosos, y vete sin hacer más ruido para permitirme descansar por lo que resta de la noche, llevándote contigo esas herrumbrosas cadenas que sin duda has arrancado al escapar de la decrépita celda en la que te tenían atado las autoridades del hospicio de alienados. Te estaré sumamente agradecido, y hasta quizás esboce una somera plegaria pidiendo por la pronta recuperación de tu salud mental, si tienes a bien no volver a presentarte bajo mi techo sin la urbana etiqueta de una previa invitación. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». Sí, Eterno, sé a qué has venido, pero lamento tener que ser yo quien te diga que tus afanosas incursiones en este mundo serán en vano: no encontrarás aquí lo que vienes a buscar. Reconozco, sin doblez alguna, haber sido tu vil asesino, y entiendo perfectamente que ahora tu alma en pena guste de venir a clamar venganza, como la ciclópea sombra del remordimiento, a la cabecera de mi lecho suntuoso, pero no lograrás hacer que me levante a estas horas para cargar en un saco tus huesos insepultos y dirigirme al cementerio más cercano a fin de proporcionarles una adecuada tumba en tierra sagrada. Además, a esta altura ignoro a dónde han ido a parar todas las diversas piezas que conformaban tus megalíticos restos mortuorios, demencial rompecabezas que hoy día me sería imposible reagrupar y rearmar. Ya no me lo sigas reclamando con esta fantasmagórica obstinación digna de mejores causas: tu soberana carcasa permanecerá eternamente sin reposo, por mucho que noche tras noche te presentes en mi morada con todo tu funesto aparato de ruidos y perturbaciones ectoplasmáticas para intentar privarme también a mí de aquel. ¿Es que negarme el descanso constituirá tu infantil manera de vengarte? Ahora que sé a quién pertenece la sombra que me acosa, podrás tenerte por afortunado si no te arrebato esa sábana harapienta y agujereada en la que te enfundas para abrigarme con ella al darme vuelta para seguir dormitando. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». ¿De qué te quejas, Soberano inclemente? Tu espíritu informe ha quedado atrapado en una antigua casa, ¿y qué? ¿Acaso no están los espíritus de todos nosotros, tus criaturas, atrapados de igual modo en estos vetustos y frágiles cuerpos que nos has dado, y a menudo también en un siglo al que no pertenecemos pero al que inmisericordemente nos arrojaste mientras reías con las barbas llenas de espumarajos y las facciones desencajadas? Bienvenido a tu mundo, Dios: lo que padeces ahora es lo mismo que ha padecido desde siempre toda la vida que has creado. El sufrimiento de una sofocante prisión contra cuyos estrechos límites chocan nuestras inútiles alas, la celda de un envoltorio terreno que no vemos como propio, el cepo de una naturaleza que no es la nuestra, los grilletes de un tiempo cuyas costumbres lo vuelven ajeno a nuestra forma de ser y el calabozo de un siglo de cuyos pesadillescos barrotes sociales no nos es posible escapar: tales son algunas de las multitudinarias desdichas que nos has legado a tus vástagos, y que ahora quizás por fin te toque a ti sufrir en alma propia. De modo que actuarías con innegables inteligencia y decoro si te limitaras a soportar tu nueva realidad sin todos estos llantos y gemidos con los de que continuo asaltas mis horas. Guarda el respetuoso silencio del recato, devuelve tus lágrimas siderales a su hermética urna, súmete en el resignado reposo de una quietud sempiterna y líbrame por fin de tu presencia fantasmática. Nada ganarás buscando mi inconmovible hombro para gimotear por tu metafísico confinamiento: tienes lo que mereces, y no podrás encontrar consuelo alguno entre las incontables criaturas que, por crímenes que ignoran haber cometido, purgan una inefable condena en estos dolorosos presidios materiales a los que tu dudosa justicia las ha sentenciado. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». ¡Oh, ya no insistas más, terco Demiurgo! Pierdes tu tiempo con esos desgarradores sollozos y esos ayes ultraterrenos: no abandonaré esta reluciente mansión de la que intentas expulsarme. Si quieres que convivamos entre sus paredes, como alguna vez lo hicimos en los marmóreos aposentos de tu encumbrado Empíreo, no habré de oponerme; pero depón ya tus conatos de alejarme de estos opulentos recintos cuyo usufructo he ganado legítimamente. ¿Es que no quieres entenderlo? ¡Tengo todo el derecho del mundo a habitar aquí, entre los palaciegos salones de esta antigua edificación, rodeado de continuo por todos los lujos del oro, las piedras preciosas y las bellas artes! No te quejes conmigo: yo no he tenido nada que ver en el asunto. Te lo digo y te lo repito, Regente etéreo: no es en mí en quien debes posar tu mirada con el célere ceño de la sospecha. No ha sido en lo absoluto mi culpa el que, en su último cónclave en la basílica, tus propios cardenales hayan decidido, persuadidos por mi extática elocuencia y mis beatas costumbres, coronar con una fumata blanca la elección de mi persona como tu vicario entre los hombres, concediéndome así por morada esta fastuosa residencia papal que se emplaza, enhiesta y mayestática, en el corazón mismo de tus históricas tierras vaticanas. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?».

1 comentario:

E. dijo...

El sonámbulo, de Alfred Kubin (1877-1959), ilustra esta pasmosa historia de fantasmas no carente de impensados plot twists.

Publicar un comentario

Casi todo comentario de los asombrados lectores ocasionales será tan bienvenido cuanto censurado: no es infrecuente entre los demonios amar el silencio. Sin embargo, cualquier planteo de guerra o disputa ideológica por parte de hombres o ángeles será atendido con gusto, siempre y cuando cumpla con el insoslayable requisito de no estar redactado en lenguaje adolescente y no incluir términos que parezcan vulgares y mundanos a los jerárquicos ojos de un demonio.