Soledad de un alma errante



Nunca le fue dado a la sensible bóveda de mi exigente aunque caprichoso paladar el escanciar, con una mueca de sincero gusto, el cordial y generoso vino de la amistad. Todo lo cual quiere decir, en el bárbaro y rudimentario lenguaje mediante el cual el ser humano da a conocer su tosco pensamiento, que nunca jamás tuve un amigo. Solemnemente jerárquicos en sus sofisticados andamiajes políticos, militares y sociales, ni el Cielo ni el Infierno proporcionan a sus graves moradores la posibilidad de, mediante las chanzas hirientes hacia terceros y los confianzudos atrevimientos propios del trato entre iguales, forjar con incuestionable solidez los diamantinos eslabones de un duradero vínculo amistoso. Fue por eso que, al arribar a esta mota de polvo que gira en torno a una risible chispa situada en la alcantarilla misma del universo intergaláctico, hice mía la antojadiza idea de que mi primera medida antes de comenzar a sembrar el mal debía ser la de proporcionarme un amigo o secuaz, siquiera para que me festejase los cuantiosos crímenes cuyos vagos esbozos mi mente ya comenzaba a pergeñar de a poco. Debo decir que no tenía pensado ponerme en quisquilloso y que, ya que no una mente genial que abarcase hasta en sus más ínfimos matices toda la sutileza de mis extravagantes maldades, lo cual habría sido mucho pedir entre los hombres, estaba dispuesto a hacerme con cualquier simple escudero o lugarteniente que respaldara sin censura alguna mis más impías acciones, un Pílades leal, un Kurwenal obediente. Las mujeres quedaban descartadas porque, además de estar incapacitadas para la amistad, corría yo el riesgo de que, de verme en consorcio con alguna, mis antiguos camaradas de armas pensasen que me estaba ablandando. Así fue que, en el comienzo de los tiempos, me zambullí de lleno en los vastos mares de la pestilente humanidad y, maldiciéndome una y otra vez por no haber adquirido de antemano un equipo de buceo que no dejase filtrar una sola gota de esas hediondas aguas y salvaguardase así la tersura y el buen aroma de mi piel, surqué incansablemente, en todas las direcciones que los puntos cardinales son capaces de ofrecer a la razón y el intelecto sanos, las pegajosas olas de la imbecilidad más colosal. Pero pronto, asqueado de ese océano de vanidades y mediocridad que nada ofrecía a mi mirada, debí retornar velozmente a la superficie y abandonar de por vida la idea de asumir como propias las asombrosas cualidades de un anfibio. Mas, como aquel que, despojado de su otrora juicioso carácter por la fiebre del oro, sigue explorando locamente bajo un sol abrasador las secas ubres de un río en busca de una pepita salvadora, o que, afanándose en labores y fatigas inhumanas frente a una roca inconquistable, no pierde jamás la inútil y suicida esperanza de dar al fin con alguna ignorada piedra preciosa en la que una excelsa gema pueda ser tallada para admiración del universo entero, del mismo modo yo, con ojos llameantes y extraviados, no dejaba de escarbar las graníticas paredes de la idiotez humana a fin de encontrar, en el reducto más oculto, la veta de algún hombre que pudiese hacerse digno de mi solícita amistad. Y vencido por el cansancio, soportando sobre mis espaldas los titánicos escombros de un túnel que se derrumbaba sobre mí, con la boca llena de sangre y el alma destrozada, debí resignarme a dejar de lado mis demenciales propósitos, mientras sentía que el voraz fuego de la vergüenza quemaba impiadosamente mis mejillas laceradas. Alejándome entonces de todo, derrotado y cabizbajo, me refugié en la negrura de la noche y de los cementerios, y, extraño es decirlo, allí me sentí, entre tantas calaveras derruidas, huesos horadados y lápidas carcomidas por la impasible acción del tiempo, más cerca de la amistad que nunca, de modo que tomé la costumbre (y aún la mantengo) de consolar mi soledad conversando dilatadamente con cráneos venerables de artistas y pensadores sepultados por las centurias y el olvido. Pero esto no me satisfacía del todo, de suerte que me di al viaje y comencé a hallar, uno tras otro, a quienes aún hoy son los más compatibles y confiables amigos de mi alma: los vientos huracanados que arrasan los techos de las familias desoladas y que luego dan de comer en la boca, como a un infante caprichoso, a ese océano que, engullendo un navío tras otro, eriza su magnífico oleaje hasta la luna mientras la tempestad lo hace estallar en berrinches ruidosos; los abismos demenciales que, con la boca siempre abierta, llenan de señuelos y tentaciones a las mentes sensibles y tragan sin demasiados preámbulos al turista distraído y al intrépido cazador; la tundra polar que, con su lenguaje de misterio y de muerte, arrastra al hombre a la locura y lo apresa entre los barrotes de su aire blanco y helado; el ojo del volcán que, entonando sus extraños cánticos de destrucción y de lava, derrite las casas y las vidas de los pueblos circunvecinos en una monótona letanía de humo sulfuroso y roca ardiente; el súbito terremoto que, desperezándose tras un sueño de varios siglos, se sacude de la espalda esos odiosos hormigueros rectangulares que el ávido piojo humano ha edificado con ridícula paciencia sobre su otrora inmaculada epidermis; la peste y la plaga que, cabalgando sobre el lomo peludo de una rata, esgrimen sus filosas guadañas y siegan con jubilosas carcajadas las cuatro edades de la vida; y todos los demás fenómenos naturales que, por su amoralidad y su rudeza, han sabido conquistar mi simpatía y ganarse el devoto afecto de mi negro corazón. De modo que, con estos numerosos camaradas a mi lado, con cuyas nobles lenguas entablaba abstrusas conversaciones sobre teología, arte y metafísica que suplantaban a mis antiguos y monocordes soliloquios, ya parecía tener todo lo que quería; pero no: seguía deseando obtener un amigo entre los leprosos vástagos de la achaparrada estirpe humana... y seguía sin poder hallarlo. Y aún hoy, aún hoy transito, con pasos fatigados y rostro abatido, por las anchas avenidas del mundo, observando los semblantes, tasando las conductas y las actitudes, asomándome a los agujeros pestilentes en los que habitan el filósofo y el poeta, y revolviendo con mis propias manos esos inmensos basurales y esas vastísimas parcelas de rellenos sanitarios, en busca de un alma, de una, una sola, que sea digna de mí. ¡Y toda esta tragedia, todos estos infortunios, todo este dolor, por el simple hecho de que no puedo perdonarme el que un amigo sea una de las pocas cosas de la tierra que todavía no he probado qué se siente asesinar!

1 comentario:

E. dijo...

De más está decirlo, he elegido, para graficar esta estrofa que oculta tanto poder incomprendido en su seno, el Triunfo de la Muerte de Pieter Brueghel el Viejo (c.1525-1569).

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