Mártir de vidas pasadas


Desde el preciso instante en que este mundo, con pálido semblante y temblorosos brazos, me recibió en las putrefactas dársenas de la vida, pestilentes aguas en las que anclé violentamente, que la suerte se encapricha en mostrárseme siempre ceñuda y adversa, cual una doncella de alta alcurnia que desplegase todo el esplendoroso plumaje de su hosca aspereza ante un humilde pretendiente de baja cuna. Quizás se deba a que unas extrañas deidades de la noche me quieren artista y creador y por ello procuran, con empeño, tanto que los solicitados dones de la fortuna me sean invariablemente esquivos como que mi destino discurra, de manera incesante, en profundos abismos de sombra de los que sólo se puede escapar, entre perennes fatigas y sufrimientos, por la trenzada escala de seda que nos presta el arte más desesperado; o quizás se deba a que unos bondadosos dioses protectores de la raza humana, conociendo los peligros que encierro, mancomunan sus más desalados esfuerzos en pos de sabotearme. Pero, cualquiera sea la razón, el infortunio que me acompaña como mi sombra desde la más temprana infancia no ha dejado de asombrar a los silenciosos planetas que, cada vez que elevo al cielo mi mirada cargada de reproches, esconden, tras los muros de las distintas casas zodiacales, toda la vergüenza de su desolador sentimiento de culpa. No daré ejemplos concretos ni me pondré a narrar todas las desgracias que me han perseguido, como famélicas harpías de fúnebres alas, desde los primeros instantes de mi vida, pero sí diré que es ya tradición extendida, entre los gatos negros de la ciudad, la leyenda de un misterioso sujeto de oscuros atavíos que deambula de noche por el silente laberinto urbano; según los gatos se van transmitiendo solemnemente de generación en generación, si este extraño ser vestido de negro se cruza por delante de alguno de ellos, las más despiadadas desgracias persiguen durante todas sus nueve vidas al desdichado felino que se topó con el errabundo caminante: es esta la razón por la cual cada vez que los gatos ven los siniestros contornos de mi silueta acercándose a sus narices se vuelcan de inmediato a fugas confusas y desesperadas, o trepan a los tejados con velocidad, o dan no sé cuántos pasos caminando hacia atrás mientras maúllan no se sabe qué mágico ensalmo de propiedades aparentemente virtuosas que obra a fuer de contrahechizo salvador. Cuando paso por debajo de una escalera, el primer incauto que se sube a ella queda automáticamente condenado por los hados a padecer largos años de adversidades y una espantosa muerte. Si una pareja de enamorados se sienta delante de mí en los teatros o en el transporte público, a los pocos días ven marchitarse para siempre, bajo el frío granizo de los malentendidos y el inclemente sol del odio, los verdes lazos de hiedra y siemprevivas que los unían en estrecho vínculo amoroso. Muy en boga estuvo, entre los suicidas algo temerosos de la pólvora y de la soga, la costumbre de proponerse hacerme un bien, sabiendo que, de sólo intentar favorecerme en algún aspecto, su suerte quedaba echada y su deceso era cuestión de horas. Espantosas brujas y siniestros hechiceros de todos los rincones del orbe llevan años intentando conseguir siquiera unos pocos cabellos míos a efectos de conferir mayor poder y virulencia a sus negros filtros y pócimas. Desde la funesta noche de mi aciago nacimiento, un atónito Murphy, célebre legislador de fatalidades, debe sentarse a redactar, con infatigable pluma, unas quince o veinte leyes nuevas por jornada a medida que me voy dando de bruces con ellas en mi accidentado trajín cotidiano. Carece para mí de significado el ominoso martes trece, cuyo concatenado tren de contratiempos y desgracias se confunde y mimetiza entre los que idénticamente me acosan durante todos los restantes días del año. En breve: soy un amuleto de calamidades, y quien me posea o tenga cerca será desdichado. ¿Cuál es el funesto misterio que signa de tan catastrófica manera, sumiéndola entre eternales sombras de ruina y de naufragio, mi existencia toda? ¿Acaso los planetas, envidiosos de los insoslayables influjos de mi demoníaco poder, formaron, en infame conciliábulo, un aterrador coro de blasfemias para echarme todos de consuno mal de ojo al nacer? ¿Acaso aquel inescrutable Dios de la burla y del sarcasmo me somete a todas estas pruebas e infortunios para constatar si, tras atravesar las distintas fases de su perversa conducta y los diversos avatares de su inmortal rencor, sigo aún, con inocente y candoroso pecho, amándolo tal y como, en mi infancia, mis mayores me prescribieron que lo hiciera a pesar de todo? ¿O será la noción del karma una terrible realidad y, como todo parece indicarlo, yo he sido un célebre abogado en alguna vida precedente? Esto último podría explicarlo todo, pero mi naturaleza se rebela ante la injusticia de una religión que propugna la idea de que la cuenta de todos los banquetes y placeres con los que algunos humanos se castigan sin remordimiento en su vida la pagan los pobres diablos que heredan luego esos espíritus resacosos. No quiero vivir en un mundo tan mal hecho: el sistema tiene que ser cambiado. Y, si no se puede, en vez de pagar la cuenta aprovechemos el crédito y sigamos derrochando con mano dadivosa. Cuando un hombre, que no ha hecho nada para merecerlo, advierte que, bajo la forma de enfermedades, pobreza, soledad, insultos, desengaños y toda clase de divisas similares, lleva ya años pagando miríadas de deudas e intereses por desconocidos crímenes que jamás ha cometido, comprende de pronto la necesidad de hacer algo extremadamente maligno para ganarse semejantes castigos por mérito propio y poder así justificarlos. De esa suerte obré yo, que había nacido con los visos de un ángel, lanzándome en mi adolescencia, de manera precipitada, a la espantosamente vertiginosa carrera del mal. Catálogos enteros de pecados antiguos y novedosos me saludaron y, con asombro, contemplaron mi satánica capacidad para engrosar sus filas con nuevas creaciones de cuño propio; extremas y violentas acciones me tuvieron como ineludible protagonista, y ciudades enteras sangraron y humearon en mi cada vez más terrible nombre, bajo el flagelo de mi ira y la espada de mi cólera, mientras el grito de una humanidad ultrajada ascendía, impotente, en medio de la noche. Los ángeles, mis antiguos hermanos, lloraban amargamente sus lágrimas de ópalo iridiscente y sus lágrimas de cristal helado mientras me observaban desde las nubes, sin poder evitar dirigir cada tanto, por sobre sus hombros, tímidas y suplicantes miradas a un Creador que permanecía pensativo y silencioso, con el rostro cruzado de lado a lado por el inclemente latigazo de la preocupación y del miedo, al tiempo en que, en el Infierno, crecían la envidia y los vanos intentos por emularme entre los demás demonios. Mas, una vez que mis manos estuvieron lo suficientemente empapadas en los aguardentosos océanos del vicio, una vez que mi corazón estuvo lo suficientemente embebido en los intoxicantes néctares del estrago, mi suerte cambió por completo y la fortuna comenzó a sonreírme sin atisbo alguno de decoro o recato. Todas las empresas y proyectos pergeñados por mi imaginación empezaron a llegar invariablemente a buen puerto, mi capital comenzó a incrementarse solo, las mujeres más bellas y sofisticadas empezaron a frecuentarme, la humanidad que siempre me había odiado no tardó mucho en sonreírme, los más encumbrados cargos de la poderosa maquinaria estatal fueron depositados a mis pies, los negocios más espurios y suculentos fueron sometidos a mi laudo, el sol despuntó finalmente para mí, y las teorías del marqués de Sade sobre la virtud y el vicio volvieron a confirmarse. Y es de ese modo que hoy, que dispongo de sobrado tiempo para el ocio gracias a mi nueva opulencia, puedo hablar sobre mi mala suerte y mi habilidad para, volviéndome un verdadero demonio, legársela a los futuros derechohabientes de mi alma; pero, y recuerden esto siempre, oh, infectos humanos, mis crímenes no han sido para mí más que un mecanismo de defensa, un mecanismo de defensa absoluta y estrictamente necesario.

5 comentarios:

E. dijo...

Mi regreso como un funesto pájaro de mal agüero a estas regiones es acompañado por Høstkveld, una ilustración de nuestro ya hartamente conocido Theodor Kittelsen.

Anónimo dijo...

Jejeje, que prejuicioso...

"¿O será la noción del karma una terrible realidad y, como todo parece indicarlo, yo he sido un político o un abogado en mi vida precedente?"

Nunca se me habria pasado por la cabeza, pensarme como lo hace usted... le felicito y le admiro (sin animos de sonar suicida), por que aun en mi juventud (a veces vejez mental), no me eh detenido a pensar profundamente mas que lo que demora un suspiro, desde que el trato social, me ha blandecido y fortalecido en maneras opuestas de mi ser.

Me gustaria agregar algo mas, no sobre el escrito anterior, si no mas bien, sobre sus oscuras composiciones, a veces tributos a los "maestros" ya fallecidos, y en otras a la soledad tal vez como atavio, otrora como una belleza que acerca a la perfeccion(Si es que tal palabra de "exagerado" significado la considerara como los demas lo han hecho), y que despierta en mi, lo que pocas noches al año sucede, pero que al tiempo, calma, a la espera de que nuevas "revoluciones" se presenten.

En fin, saludos demonio desde las heladas tierras de los andes... Colombia

E. dijo...

En realidad, no se trata de una frase prejuiciosa, sino de la inevitable conclusión de alguien que vivió en la Argentina desde el 83 en adelante. Quizás en otros países esas profesiones tengan connotaciones distintas, pero acá son manifiesta representación de una realidad unívoca.

Gracias por sus palabras. Éste será un año de grandes revoluciones, todo lo anterior está llamado a desaparecer.

Anónimo dijo...

Para tus mil adjetivos que no dicen nada, se resume en una palabra:
mierdasicótica...

Amén

E. dijo...

Pero eso no es una palabra, son dos pegadas. Y encima una de las dos es un adjetivo: predique con el ejemplo, cristiano.

De paso, todos los adjetivos dicen algo, los míos y los de cualquiera... salvo para los que no tienen nada en la cabeza. Los adjetivos son como las terceras en la música: pretender que su abundancia no añade nada sino que resta es propio de pedantes prosaicos y de literatos pusilánimes, obedientes a las reglas académicas de los profesores mediocres en vez de al ejemplo de los genios como Quevedo, Huysmans o Lovecraft.

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