El demonio redentor



Difícil sería para mí olvidar aquel oscuro episodio de mi anquilosada necrografía (palabra que empleo pues ya no me atrevo a denominar «biografía» a la historia de alguien que sólo puede relacionarse con la muerte) en que vine a este mundo con el propósito no de condenar almas, como sería lo esperable en un demonio, sino con el de redimirlas y salvarlas. Sí, lo digo sin que mis mejillas se tiñan con el lívido matiz del flamígero Flegetonte: en una ocasión ascendí a la Tierra para enseñar a los hombres a amar y a ganarse el perdón del Cielo. He aquí cómo fue que aconteció un portento tan excepcional y sorprendente. Hallábame meditando nuevos planes de odio y de conquista en mi despacho situado en las oficinas del Pandemonio, como durante otra jornada laboral cualquiera, cuando uno de mis subalternos infernales se me acercó con un parte informativo que trataba en detalle una alarmante situación: el crecimiento demográfico de pecadores había dejado al Tártaro en un estado de virtual superpoblación que amenazaba con hacer colapsar pronto las vetustas estructuras del reino. Salí de inmediato a recorrer mis vastos dominios, escoltado por todo mi gabinete, y no pude dar crédito a lo que veían mis atónitos ojos: mis estrategias políticas para seducir almas habían resultado tan exitosas que todos los espacios de mi morada se veían congestionados por un apiñamiento sin precedentes, el cual, para peor, amenazaba con seguir aumentando consuetudinariamente como no fuese que efectuara yo un brusco giro de timón con premura y acierto. Tras bramar un rato frente a mis ministros por no haberme, conforme al talante timorato y complaciente que los tiranos engendramos a nuestro alrededor, advertido oportunamente sobre los riesgos prácticos que entrañaban mis medidas cortoplacistas, cuya inicial efectividad se revelaba ahora como de consecuencias catastróficas, y por haber dejado asimismo crecer esa bomba de tiempo hasta tal punto sin anoticiarme debidamente de lo que sucedía, pasé revista a los dramáticos índices e informes que las distintas entidades de control y estadísticas me hacían llegar: el Infierno estaba al borde del colapso más absoluto, y especialmente complicados, diría que dramáticos, eran los puntos tocantes a redes cloacales, hacinamiento, hambrunas, atención sanitaria, viviendas precarias y desocupación. Los condenados eran tantos que hasta habían tenido lugar severos amotinamientos en los que mis esbirros, en insostenible desventaja numérica, habían llevado la peor parte. Incluso, llenábame de preocupación la insólita aparición de incipientes partidos democráticos que manifestaban la absurda intención de plebiscitar mi mandato o, peor aún, de hacerme enfrentar en elecciones abiertas a algún candidato humano, de tan demagógicas arengas cuan escasas luces, ante el cual mis chances no podrían sino ser perdidosas, pues ¿acaso podría ganarle Cicerón una elección a un mandril en la Ciudad de los Monos? Para decirlo en breves palabras: el Averno estaba repleto, se había transformado en un verdadero caldero, y no había lugar para una sola alma más. A lo que se sumaba el hecho de que, por un tecnicismo legal en la letra chica de mis títulos de propiedad, me era imposible agrandarlo comprando espacios metafísicos adyacentes. Eso fue lo que, mientras mis cancilleres salían presurosos a buscar una solución iniciando una mesa de negociaciones con los embajadores celestes, me resolvió a volar raudo a la Tierra con el preventivo fin de salvar, siquiera provisoriamente, al mayor número posible de hombres indicándoles la recta senda y moviéndolos a tomarla antes de que las cosas en mis dominios se saliesen de control. No achacaré ahora exclusivamente la desalentadora infructuosidad de mis vanos esfuerzos ni al carácter de súbito e improvisado que mi viaje tuvo, ni tampoco a la extrema necesidad de ubicuidad que me obligaba a atender mi propósito redentor sin dejar de, al mismo tiempo, desgastarme en el febril monitoreo de los constantes telegramas que daban cuenta de los avances de la problemática situación en el Infierno y de los magros resultados que iban arrojando las complicadas rondas de diálogo en el Cielo, distrayendo así de su objetivo primario a mi mente llena de preocupaciones y reclamada de continuo por esas otras instancias. No: el humano estaba ya en un estado de decadencia colosal e irreparable, y mis grandes dotes de orador de poco servían frente a una multitudinaria bestia que se había enamorado tanto de su propia animalidad y de su temperamento débil y vicioso. Costaba a mi elocuencia abrirse paso hasta el otrora tierno y sencillo corazón del hombre, cuyas puertas habían sido blindadas y aseguradas bajo los siete herrumbrosos candados del hedonismo y la egolatría, y, del mismo modo, cada vez que intentaba predicar con el ejemplo no obtenía como resultado más que las sonoras risotadas y chanzas de la idiocia generalizada. Me puse a edificar afanosamente, pues, templos e iglesias en tan populosos como equidistantes puntos del orbe, pero no tardó hasta el último de ellos en ser derribado por la furiosa sinrazón de un mundo que, espoleado por los sonrientes medios masivos y la frivolidad, los veía como odiosos obstáculos para el desenfreno de los sentidos en el que parecía encontrarse a sus toscas miradas el único solaz posible en este mundo; me consagré entonces a la sofisticada elaboración de perfectas y maravillosas utopías, en las que unas absurdas condiciones de igualdad social obrarían el repentino milagro de transformar a los caóticos y brutales hombres en hermosos seres de amor y de conocimiento, pero el resultado no fue sino opresión, matanza y estrago, como después de todo era fácilmente previsible; opté, así pues, por los tortuosos senderos de la filosofía, pero fui oído de tan pocos que hasta las burlas que recibiera por parte de la plebe Zarathustra me parecieron deseables y benditas; hablé de amor en medio de las orgías, mencioné la solidaridad en medio del festín y la rapiña, ofrecí mi otra mejilla en medio de las grescas más encarnizadas, enarbolé la bandera de la paz bajo las ciegas orugas de los tanques, encomié la creación y el arte ante el marginal que mataba para adquirir estupefacientes y narcóticos, recordé la misericordia del Señor al sacerdote vicioso que se obstinaba en mancillar sus hábitos, expliqué la existencia de algo llamado dignidad humana en la voluptuosa mesa de la hipócrita política, y de todas partes fui expulsado como un leproso o un aguafiestas, con el esputo del oprobio manchando mi pálida frente y el puñetazo de la insolencia amoratando mi ojo contrito. ¡Nadie atinaba a imaginar que era un demonio aquel que, sin mayor suerte, intentaba salvar y mejorar a los hombres! No queriendo condescender a la poderosa idea de bajar definitivamente los brazos, mi mente industriosa concibió la hábil estratagema de aumentar la tasa de mortandad infantil con el objeto de que, antes de llegar a convertirse en consumados pecadores, los humanos evitasen mi reino y fuesen a poblar el limbo al que los infantes son destinados; asimismo, para que no siguiese incrementándose en mis abismos el número de espíritus alborotadores, tomé un camello y, moliéndolo por completo en un mortero, me dediqué a hacer pasar, con paciencia, todos y cada uno de sus átomos a través del ojo de una aguja para que la izquierda caviar pudiese por fin entrar al Reino de los Cielos. Pero tales medidas sólo podían empezar a rendir sus dividendos en un futuro muy lejano, mientras que la problemática del Averno, que los últimos partes me aseguraban que era ya una olla a presión en la que el descontento de las almas apretujadas amenazaba con terminar de un momento a otro en un verdadero estallido social, exigía de manera acuciante una resolución inmediata. Preso de la desesperación, quise hacer oír mi perentorio llamado de concordia en todo el mundo entero, conmover con mi lastimera voz del primero al último de los corazones, gritar tan fuerte que todos los rincones del orbe se llenasen y estremeciesen con los ecos reverberantes de una súplica atronadora, pero, ya sin fuerzas, no pude evitar caer de rodillas, tembloroso y vencido, sabiendo que la humanidad no querría oírme y que, como Cronos al ser derrotado por su hijo Zeus, también yo había sido finalmente aplastado por mi propio vástago, el Pecado. Sólo una cosa me quedaba por hacer, y era ponerme yo mismo al frente de las negociaciones en las graves salas marmóreas del Paraíso. Solicité, así pues, perentoria audiencia con los poderes celestes, petición que fue escuchada. En un ambiente de suma tensión y crispación, en el que no faltaban las chicanas y las posiciones irreductibles, llevé adelante con diplomacia al par que con firmeza los durísimos diálogos con lo más granado de las autoridades divinas, hasta que finalmente obtuve, por medio de efectistas amenazas de huelgas en las labores de castigo y piquetes frente a los muelles de Caronte, la concesión de inmensos terrenos del Érebo que bastarían a descomprimir definitivamente la situación de las planicies estigias. Desde ese momento, ensanchados de manera inconmensurable los límites de mi imperio, y aplacados finalmente en las masas de sombras el descontento popular y los estúpidos deseos de democratizar el Báratro, pude dejar de lado mi asaz estéril oficio de demonio redentor y permitir nuevamente a la humanidad acrecer su número negligentemente y pecar a su entero antojo, pues están más que fundados los complejos cálculos algebraicos que aseguran que siempre sobrará espacio en el Hades, no sólo para dar albergue a incontables milenios de generaciones humanas, sino incluso para ofrecer holgado lugar a los crecientes círculos de tortura y tormento, muchos de ellos aún en embrionaria etapa de planificación, infraestructura, ingeniería y construcción en torno a los exiguos nueve de antaño, en que se dividirán los lujosos terrenos de mis vastísimas heredades infernales. Así pues, rebaños de insectos, podéis seguir entrando a mi reino; y tened por seguro que, si no fuese porque hace rato que mi fóbico odio a los sitios populosos me ha obligado a expatriarme de semejante hormiguero babilónico, yo mismo os daría la bienvenida a todos en las grises márgenes de mi añorado Aqueronte.

1 comentario:

E. dijo...

Acompaña a esta demorada estrofa un detalle del célebre Jardín de las delicias, del flamenco Hieronymus Bosch (1453-1516).

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Casi todo comentario de los asombrados lectores ocasionales será tan bienvenido cuanto censurado: no es infrecuente entre los demonios amar el silencio. Sin embargo, cualquier planteo de guerra o disputa ideológica por parte de hombres o ángeles será atendido con gusto, siempre y cuando cumpla con el insoslayable requisito de no estar redactado en lenguaje adolescente y no incluir términos que parezcan vulgares y mundanos a los jerárquicos ojos de un demonio.