La ordalía divina



Inmensas eran las calidoscópicas y variopintas multitudes que se habían apiñado a lo largo de las tortuosas calles de la aldea para ver pasar a Dios en su singular auto de fe. Desde la purpúrea opulencia de la nobleza en los balcones hasta la desdentada curiosidad del pordiosero en el barro observaban, con mudo asombro, el lento avance del Eterno, que marchaba en medio de la procesión ataviado con un sambenito lleno de dibujos de llamas ardientes y una alta coroza roja sobre su cabeza. Yo cerraba el cortejo, con el pecho inflamado por un satisfecho sentimiento de justicia, puesto que yo mismo había acudido a la Santa Inquisición para formalizar la denuncia en contra de Él. También había instruido a numerosos de mis acólitos para que, en medio de las torturas a las que los sometían los inquisidores al atraparlos, lo señalasen como cómplice. ¡Es que mi mente bullía de furia cada vez que una bruja era quemada por utilizar sus negras artes para matar el ganado de un vecino o hacer caer granizo! ¿Cómo podía ser que esos modestos prodigios le valiesen ser ejecutada en nombre del Inventor mismo de las tormentas y la muerte? ¿Acaso el crimen que se les imputaba era el de violar sus derechos de Autor? Si alguien hacía caer un poco de hielo y destruía un pequeño sembrado, lo ejecutaban; si hacía caer un diluvio y destruía a todos los hombres del mundo salvo a dos o tres, lo adoraban de rodillas. ¿Es que esperaban que yo no reaccionase? Castigaban a la que adelantaba unos pocos años el deceso de una vaca y premiaban a Aquel que, en el inicio de los tiempos, había creado la muerte y sentenciado a esa y a todas las vacas futuras a morir. ¿Y cuántas brujas habían alimentado las hogueras por causar, con sus maleficios, la esterilidad a alguna vecina a la que envidiaban? Incontables. Pero Dios, que había hecho estériles a millones de personas y matado a millones de mujeres al dar a luz y a millones de niños en su cuna, seguía impune. ¡La desproporción en el tratamiento de ambos crímenes era flagrante! Alguien tenía que ajustar un poco las cuentas, de modo que puse garras a la obra y pasé a la acción. Presenté al Santo Tribunal pruebas incontrastables que demostraban, más allá de toda duda razonable, la complicidad de Dios en todos los crímenes cometidos por el hombre: si realmente era presciente y todopoderoso como se aseguraba, entonces conocía de antemano cada mala acción que habría de realizarse en el mundo y contaba con todos los medios suficientes para impedirla. Si consentía, así pues, que una brujería se llevase a cabo, le correspondía la imputación, si no de autor intelectual, al menos de partícipe necesario. Más aún, si las brujas sellaban pactos con espíritus impuros, o se reunían con ellos en sus aquelarres, era porque Dios había permitido antes a esos demonios abandonar el Averno: ¿acaso no era esa connivencia con la libertad ambulatoria de los ministros infernales mucho peor que ninguna alianza satánica realizada jamás por bruja o hechicero algunos? Tras examinar con detenimiento las copiosas pruebas y documentos entregados, el inquisidor general libró, con pálido semblante, una inmediata orden de arresto contra el Señor. Por supuesto que yo ya había procurado, de antemano, obtener el puesto de bailío y verdugo, por lo que me presenté con la orden en las puertas del Firmamento. El Reo no se resistió; después de todo, eran sus propias leyes eclesiásticas las que lo llamaban a comparecer ante el tribunal del Santo Oficio. Amparándose en la mentira del libre albedrío, el Acusado negó todos los cargos que se le imputaban, por lo que se me encomendó la tarea de arrancarle una confesión en mis subterráneas salas de tormento. Miento si digo que tenía yo por intención ensañarme en las fofas carnes del Creador, pues ya había Él, bajo la forma de su Hijo, soportado las toscas torturas de los soldados romanos, pero no era una mala ocasión para darle a conocer el refinamiento que dichas artes habían experimentado en las manos de su propia Iglesia. Con cristiano estoicismo soportó el Recluso los dolores del potro, la garrucha, los aplasta pulgares, la cuna de Judas, la bota española, el tormento del agua y la doncella de hierro. Dado que la confesión no afloraba a sus labios, no pude evitar someterlo también a suplicios de otras épocas como la tortura de las ratas, el toro de Fálaris, el desollamiento y el insoportable ling chi. Nada surtió efecto. Los inquisidores llegaron a la conclusión de que el Acusado conocía efectivos hechizos para tolerar el dolor, lo cual era una nueva prueba de su culpabilidad. Se le concedió, sin embargo, la posibilidad de enfrentar la ordalía del fuego, pero la delicada piel del Divino pronto se vio chamuscada: Su esencia no parecía estar tan habituada a las altas temperaturas como la de quienes, arrojados por Él a las flamígeras concavidades del Báratro, habíamos tenido que aprender a soportarlas. Siguieron, a continuación, las formalidades del juicio, en el que actué como fiscal y me aboqué a probar elocuentemente, ante un jurado tan ecuánime como el de Minos, Éaco y Radamantis, que aquel Dios sociópata y homicida era la causa primera de todas las herejías y crímenes conocidos por el hombre. El fallo fue unánime: aquel Convicto pertinaz, impenitente relapso, quedaba sentenciado a morir en la hoguera. Se fijó la fecha para el auto de fe, y así fue como todo culminó en la procesión que dio inicio a la presente estrofa. Una vez llegados al sitio señalado para la pública ejecución, el Condenado fue atado a una imponente estaca, los haces de leña se amontonaron a sus pies, y se me encomendó a mí la tea para encender los fuegos de castigo. El Reo no tenía derecho a una muerte misericordiosa por garrote vil: agonizaría entre las llamas tal como lo hacían los ángeles caídos y los condenados en el Inframundo. Aquel protervo Criminal de los tiempos conocería, por fin, los tormentos que con tan munífica mano había prodigado durante milenios a sus propias criaturas. Sí, Supremo, no ignoras que esto que te digo es la verdad, tan certera como todos los demás dardos que, con experimentado pulso, por centurias te he arrojado desde mi oscuro rincón de penurias y dolor. Has sido el autor intelectual de todos los crímenes religiosos, y no es sino un acto de justicia que tus propios mecanismos de persecución se hayan vuelto ahora en tu contra. Sea, Dios, lo admito: ha sido la envidia lo que me ha impulsado a esto, envidia de que tus delitos alevosos superen tan holgadamente a los míos, envidia de que tanta gente mate y cometa atrocidades en tu nombre, sea este Yahveh, Cristo o Allah, y nadie lo haga en el mío: yo no tengo fundamentalistas, cruzados, talibanes, inquisidores o terroristas cargados de explosivos. ¿Qué es un infante sacrificado cada tanto en el sabbat comparado con los holocaustos de sangre que tus guerras santas han derramado por doquier? ¡Ya quisiera Lucifer haber causado siquiera una décima parte de las muertes, los ultrajes y los estragos que causó el misericordioso Señor de los cielos! Y aquí me ves, erguido con una antorcha en la mano, sabiendo que a tu lado no soy más que un pobre aprendiz: ¡tanto me empequeñezco ante el sangriento catálogo de tus alucinantes crímenes contra la raza humana! No te culpo, Dios: sé que el hombre te ha hecho a su imagen y semejanza y que desde siempre te ha utilizado para justificar su pasión por las vejaciones, las torturas y los homicidios; y es por eso que, de haber estado en tu lugar, yo también me habría terminado convirtiendo en un asesino serial. El hombre no ha merecido de ti nada mejor que cuanto le has dado; pero ahora debo cumplir con mi triste oficio y entregar tus carnes a las llamas. El fuego ha prendido bien pero se acerca a ti lentamente, como con reverencial temor de ir a morder los tobillos de su propio Hacedor. Me imagino que entenderás que es mi deber echar combustible para atizarlo: se me paga por ocuparme de ello, y debo ganarme mi sueldo. Finalmente te ha alcanzado y empiezas a retorcerte en mortal agonía. Eres más luminoso que las llamas, y por momentos temo que termines siendo Tú el que las devore a ellas. ¡Qué espectáculo tan pasmoso! La multitud se ha arrodillado para verte arder, y por un momento hasta yo he sentido el impulso de hincarme de rodillas en el suelo. Tu Hijo murió por los pecados de los hombres; Tú mueres por los propios y los de tu Iglesia. Si los humanos fuesen sabios, ya empezarían a cambiar sus vetustas cruces por llamas similares a las del Tártaro; pero no lo son. El fuego se ceba en tus restos y una negra humareda sube al cielo hasta formar una apocalíptica cúpula de nubes que transforma el día en noche y comienza a gruñir con horrendos truenos de tempestad. ¡Asciende, Eterno, asciende! Has muerto para purgar tus cuantiosas fechorías, aunque mucho deploro que no hayas querido tener el buen gesto de reconocer tus culpas ante los hombres. Mas no temas: en tres días resucitarás como siempre, volverás a reinar en tu plácido trono de esmeraldas y perlas, y yo ya podré buscar innovadoras formas para matarte de nuevo. Sólo me apena que la venganza por tantos óbitos te esté por completo vedada, pues, para matarme a mí siquiera una sola vez, necesitarías arrebatarme la vida, y yo no reconozco como tal a esta incesante sucesión de tribulaciones que, con un muy mal disimulado odio sempiterno, me has dado en este negro calabozo de tormentos y torturas inquisitoriales que es la existencia.

1 comentario:

E. dijo...

Como no podía ser de otra manera, una escena inquisitorial de Goya es la que acompaña el espeluznante auto de fe de Dios.

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