Réquiem para una valquiria



No es necesario ser muy perspicaz para advertir cuál es la idea dominante que, tras la madura ponderación que el eventual lector de mis crónicas satánicas de seguro habrá hecho de la frase con la que cerré mi anterior estrofa, estará ahora anegando, como un río al desbordarse, las estériles campiñas de su mente y llenando así de dudas y suspicacias esos polvorientos recovecos neuronales en los que unas escasas ideas propias, y no pocas polillas, se dan cita para quedar atrapadas en las viejas telarañas confeccionadas por los numerosos arácnidos de la perplejidad que habitan en su cráneo. Y, sin embargo, debo decir que, en esta ocasión, ese lector ha dado en el clavo, por mucho que mi pluma se empecine ahora vanamente en negarlo. ¡Oh!, ¿es que acaso me atreveré a confesar la verdad en este diario maldito? Pues sí, sea; aunque ello pesa sobre mi alma como una losa, cubriendo la acera de mi orgullo con el pertinaz lodo de la vergüenza, dejemos de lado por un momento mi imagen de duro demonio y digámoslo: jamás tuve un amigo, pero sí, una vez en mi vida, llegué a tomar esposa. He aquí cómo sucedió. Hallábame, pues así convenía al estado de mi ánimo, recorriendo solitariamente los bosques nórdicos, respirando las recias fragancias de las coníferas ancestrales y hollando las nieves escandinavas. El desolador estado del clima invernal, en esas regiones nocturnas y melancólicas, placía a mi mirada; y mi espíritu, herido por la conciencia de su soledad eterna, encontraba solaz en la furia de la gélida tempestad y de los elementos desencadenados. Pero entonces, repentinamente, el Cielo intentó, como siempre lo hace en las noches tormentosas, acertarme un rayo en la frente, si bien su puntería no resultó tan certera como en otras ocasiones, de modo que, tras ir a clavarse en una encina solitaria, el fuego celeste comenzó a envolver en sus llamas las ramas de aquel árbol. Entonces se presentó ante mí, al pie de su tronco, el dios Loki. Viendo en él a un igual, le abordé en acentos cordiales y no tardamos en hacer buenas migas bromeando sobre el ojo de Wotan y lanzando los mordaces proyectiles de la burla hacia los numerosos defectos de los pacíficos Vanir y de los toscos Æsir. Propúsome presentarme a estos últimos, que estaban convocando soldados, y acepté gustoso la idea, pues extrañaba la batalla. De manera que emprendí presurosamente el camino a Asgard, acompañado por mi guía, y fui admitido así sin mayores trámites en los recintos del Walhalla. No causé, empero, una buena impresión. Allí dentro nadie comprendía mi extraño lenguaje de rebelión y de tragedia, y se me consideraba, sin mayores miramientos, un romántico; acaso no pasaba por sus rústicas cabezas la idea de que un romántico es, en última instancia, un poeta-guerrero clásico que, nacido en el siglo equivocado, debe refugiarse en la soledad de la noche y lamentarse allí por vivir en un mundo decadente en el que mercaderes y esclavos dictan las leyes de rebaño que, provocándole una loca sed de libertad y de batallas, lo rigen y someten: sólo necesitaba un tiempo de adaptación a esos novedosos códigos del Asgard para que el talante solar, disciplinado y afirmativo del clasicismo renaciese en mí. Sin embargo, las diferencias entre ellos y yo eran insoslayables, y los chispazos de la discordia no tardaron en brotar del constante choque al que eran impulsados los pedernales de nuestros tan disímiles caracteres. El fornido Thor se mofaba de la delgadez de mis angelicales brazos, desatando las brutas risotadas de sus romos congéneres, mas yo trocaba sus risas en bocanadas de sorpresa al despojarlos súbitamente a todos de sus escudos con un simple ejercicio de mis capacidades telequinéticas. «¡Oh, deidad tronadora, que esgrimes tu maza con la misma tosquedad con la que Vulcano machacaba enseres de chapa sobre su basto yunque!: si hubieses podido ver la eximia destreza y el refinamiento con los que Júpiter, padre de dioses, blandía su incuestionable rayo» era lo que a continuación decía yo para atizar la furia de la blonda divinidad, que echaba centellas por sus ojos y saltaba una y otra vez intentando alcanzar su martillo mientras este, suspenso por encima de su cabeza, se le acercaba y alejaba conforme un leve gesto de mi mano le daba la orden. No tardé, sin embargo, en demostrarles a todos ellos, con el asesinato de un tal Baldr, que la musculatura de mi maldad era infinitamente más efectiva y peligrosa que la de los robustos hombros de los guerreros einherjer, motivo por el cual me dejaron desde entonces descansar tranquilo en el elevado y sagrado pedestal del respeto nacido del terror, lo cual no impedía que, a mis espaldas, los escaldos me apodasen, por el ofídico veneno que profusamente brotaba de mi boca las pocas veces que la abría para hablar, «el hijo de Jörmungandr», cosa que no me molestaba en absoluto, puesto que no era esa la primera vez en mi vida en la que se me relacionaba con una serpiente. Así las cosas, decidí alejarme de aquellos héroes bonachones y simpáticos, cuya naturaleza era tan distinta a la mía, y comencé a frecuentar la agradable y soledosa sombra del árbol Yggdrasil, bajo el cual las nornas entretejen con diestra mano los destinos del universo. Al principio sus enojosas y hostiles murmuraciones llegaban con claridad a mis oídos de manera cotidiana, pero, conforme la fama de mis belicosas acciones iba creciendo en los nueve mundos, la jovial Skuld no pudo evitar prendarse de mí; claro que, dado que soy un tanto reaccionario, y que siempre preferí las glorias del pasado antes que las engañosas esperanzas del futuro, a mí me generaba más interés la grave Urd, mas ¿quién podría enamorarse de las hilanderas que tejen en silencio nuestras fortunas y que pueden cortar el hilo de nuestras vidas en cualquier momento? Tendríamos mil cosas para reprocharles por nuestras innecesariamente catastróficas biografías, y, por otra parte, ellas podrían vengarse de cualquier acción nuestra con sólo dos movimientos de aguja, ganando así, por medio de tal amenaza, todas las rencillas domésticas. ¡Ay del marido que llegase tarde a su casa tras una noche de juerga con sus camaradas! Dado lo peligroso de la situación, me alejé por las dudas de aquel fresno y comencé a vagabundear por las sombras del Niflheim, que tanto me recordaban a las de mi antigua morada infernal. Solía pasar los días allí, jugando a arrojarle al lobo Fenrir la mano arrancada a Tyr para que la buscase y me la trajese de vuelta, y, cuando el trepidar de las ruedas del carro de Nótt llegaba a mis oídos, retornaba taciturnamente al Walhalla, donde comía frugalmente y pernoctaba, apartado de todos. Y así se sucedían unas a otras las estaciones, y estaba ya por alejarme de esas tierras mitológicas que poco hacían por mantener vivo mi entusiasmo inicial, cuando, cierta tarde de diciembre en la que quise hacer correr a Fenrir y a Garm más de la cuenta para que no me fastidiasen por un rato, arrojé la mano de Tyr con tantas fuerzas que, cruzando todo el reino de Álfheim, tuve la mala fortuna de hacer blanco aéreo en la blonda cabellera de una valquiria, que al punto cayó abatida de su corcel. Me precipité al lugar en el cual había caído, a fin de burlarme un rato de ella, y entonces sus claros ojos, de magnética belleza guerrera, se clavaron en los míos; escapé como perseguido por un fantasma, y no volví a hablar ni a salir de mi guarida por un siglo entero. Entonces llegaron a mí rumores de que Waltraute, admirada de las nupcias entre Brunilda y el valeroso Sigfrido, habíase rodeado a sí misma, en una roca en la que yacía dormida, por los fuegos de las más severas exigencias a fin de que sólo un héroe digno de ella pudiese desposarla. No calculó que esas llamas, además de por un héroe, podían también ser cruzadas por un habitante del Infierno. ¡Cuál no fue su espanto, mientras despertaba de su letargo, al verme a mí, el malvado demonio que la había desmontado, inclinado sobre su trémulo rostro! Mas mi viva elocuencia se abrió paso hasta su corazón y finalmente la hermosa doncella consintió de buen grado en celebrar los esponsales. Siguió un fastuoso epitalamio y, así transformado en un hombre nuevo, casi en una persona madura, fui aceptado por los mismos héroes y dioses que antes me tuvieran entre ceja y ceja, mientras era elevado ante la mirada de todos por la bendición de mi afectuoso suegro Wotan. ¿Y qué diré de las deliciosas virtudes domésticas que servían de ornato a mi joven esposa, qué de su amor, qué de su belleza, qué de las numerosas cabalgatas y batallas que compartíamos, desolando los campos enemigos y llenando de horror los pechos de los hombres? Si bien intelectualmente distaba de ser una Minerva, debo admitir que, de no ser por sus excesivos celos y por las vilipendiosas insidias con las que mi suegra Fricka solía llenar sus oídos, habrían sido aquellos los tiempos más felices de mi tormentosa vida, la cual consigno en este viejo pergamino que se ve de continuo surcado por las negras tintas de la tragedia y el dolor. Pero claro estará ya para todos que tal estado de dicha no podía prolongarse demasiado sin que yo mismo me dispusiese a destrozarlo, debatiéndome como un pez que, sacado del mar de los pesares por las redes de la felicidad hogareña, siente que no puede respirar en ese luminoso ambiente que le es ajeno y, con toda la fuerza de su cola y de sus aletas, se desespera por retornar a los hórridos abismos de infortunio en los que se enclava el único hábitat que su organismo reconoce como propicio para el desarrollo de su naturaleza. ¡Mis branquias no estaban hechas para absorber el oxígeno de la alegría que hombres y dioses por igual respiraban con contento! De suerte que no tardé mucho en buscar una excusa válida para destruir una vez más mi propia existencia. Al retornar cierta noche Wotan de caminar por la tierra disfrazado de vagabundo, comencé a increparle por los derechos de autor, pues no había nacido sino en mi mente, como oposición al boato místico con el que siempre se mostraron Dios y sus ángeles a los hombres, la idea de pasearme de incógnito entre los pueblos bajo los sucios harapos de un mendigo. La discusión subió rápidamente de tono y pudo terminar en tragedia, pero preferí guardar silencio y alejarme de aquellos muros bruñidos pegando un buen portazo, ante la desesperada mirada de mi mujer desfalleciente. No es que me arredrase el martillo de Thor, pues ya había sido yo herido por el rayo antes y había sobrevivido fácilmente a su fuego, y, en cuanto a la lanza de Wotan, estaba tan llena de mentiras y de falsos juramentos que una palabra mía habría bastado para quebrarla; no: me alejé porque había decidido acabar con todos, aniquilando para siempre mi propia dicha y mi matrimonio en tal acción. Comencé por dirigirme a los neblinosos bosques germanos; allí maté a Fafner y ocupé su lugar, asumiendo la forma de un dragón y dormitando un tiempo sobre su tesoro, tras lo cual me dejé vencer adrede por Sigfrido para que, entre inequívocos acordes wagnerianos, tomase el oro del Rhin. Entonces invadí con mi voz la mente de Hagen, soldado leal al rey Gunther, valeroso y orgulloso como su hermano Dankwart, y le hice matar a Sigfrido para que el destino del anillo quedase sellado: Wotan y el Walhalla podían darse, así, por perdidos. Sin demorar un solo instante, tapé el sol con mis alas y produje sobre la tierra los tres inviernos de Fimbulvetr que abrían las puertas al Ragnarok, ocaso de los dioses. El fin de todos así comenzaba, en medio de una batalla colosal que la mente moderna no podría concebir jamás, y a la que yo asistía como único y privilegiado espectador. Hay algo aquí que debo reconocer, haciendo como siempre justicia a la verdad: orgullosamente murieron esos dioses en el fragor del combate, orgullosa y heroicamente, y yo los admiré por ello, y mis ojos se llenaron de lágrimas, pues comprendí que se trataba de las únicas deidades creadas por un pueblo que amó tanto la vida que no pudo evitar amar también la muerte que ineludiblemente la corona y decidió por eso tener dioses mortales, que no resucitasen, y cuya muerte no careciese de honor y de virilidad. ¡Ay de aquel que me hubiese nombrado a Cristo, a Yahveh, a Zeus, a Hastur o a cualquier otro dios mientras Freyr perdía la vida! Lo habría tomado por los cabellos y lo habría arrojado irremisiblemente a las fauces del lobo Skoll por tan sacrílega blasfemia. No fueron pocos los gloriosos sucesos que entonces vi, en esa batalla final, con el corazón tan pronto del lado de un ejército como del lado del otro, hasta que el fuego de Surtr lo consumió todo, arrasando también con la vida de mi cónyuge, que murió entre las voraces lenguas de las llamas gritando una y otra vez, una y otra vez mi amado nombre. Y ese es el motivo por el cual, desde entonces, me dejo consumir interminablemente, en esta caverna oculta en las profundidades del Helheim, por el frío más atroz y por la oscuridad más impenetrable: pues cada vez que el destello de una simple chispa hiere mis pupilas, agobiadas por la culpa, comienzan a resonar de pronto en mis desesperados oídos los ecos de ese alarido de una fiel mujer cuya muerte yo, su propio esposo, he precipitado. ¿Es que acaso no supiste, al verme huir turbado de ti en aquel, nuestro primer encuentro, acaso no supiste, mi adorada, mi eternamente idolatrada y añorada Waltraute, que mi amor no podía ser nunca sino el de un deicida y mi beso nupcial el de un veneno letífero y ponzoñoso!

2 comentarios:

E. dijo...

La Valquiria que acompaña esta tan extensa cuan nutritiva estrofa fue pintada por el español Cecilio Plá (1860-1934).

E. dijo...

Y debo admitir que tuvieron razón los que me acusaron de romántico: toda mi dicha terminó, como era de esperarse, en rebelión y tragedia. Debe de estar en mi naturaleza, pues desde los tiempos del Paraíso que vengo haciendo siempre lo mismo, rebelándome contra mi propio bienestar y sufriendo dolorosas caídas en las que parece ser que encuentro mi único solaz verdadero. Es que una vida que no es trágica no merece ser vivida, y mucho menos narrada...

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