Oda a la decrepitud



Fatigaba cierta noche mis pasos en torno a las humanas madrigueras, mientras trataba inútilmente de comprender, asomando mis incógnitos ojos al horrendo calor de los sonrientes y amistosos ventanales familiares, el misterio de la paz hogareña que nunca me fue dado conocer, cuando advertí de pronto la presencia de una extraña silueta que, alejándose por la vereda opuesta, caminaba lentamente bajo el silencio de los faroles que alargaban su sombra hasta transformarla en una caricatura de la muerte. Estimé que se trataba de un viejo miserable, del cual los transeúntes se apartaban sobreactuando disgusto y ante el cual algunos incluso emprendían alocadas fugas como si hubiesen visto al mismo Diablo, lo cual no podía ser pues, dado que yo lo seguía semioculto y a bastante distancia, les habría resultado imposible distinguir con claridad mis facciones. Viendo, pues, que el anciano era, cual si de un hermano mío se tratase, objeto de rechazo por parte de toda la humanidad, la cual no vacilaba en arrojarlo fuera de todos los pórticos y de cerrar inmisericordemente frente a su apesadumbrado y suplicante rostro tanto el rústico ventanuco del aldeano como la broncínea puerta del poderoso, negándole protección de los elementos y descanso a sus extenuados huesos, no pude evitar el acto reflejo de correr hacia él a fin de ofrecerle albergue en mi humilde morada, en la cual había decidido agasajarlo espléndidamente compartiendo con él los secos y escasos mendrugos de pan que eran todo mi sustento. Pero entonces, no bien hube llegado a su lado y le hube transmitido la idea de poner a su entero servicio toda la pobre hospitalidad que se hallaba en mis magros recursos brindar, el anciano volteó su rostro afable hacia mí y, en un instante de sorpresa y estupefacción que jamás podré olvidar, entendí súbitamente todo, mientras mis ojos sulfurosos no tardaban en recibir una inyección de lágrimas que ponía ansiado fin a otro milenio de crudelísima sequía pregonada por las rojizas osamentas de reses que yacían sobre el árido desierto amarillo de mis insomnes escleróticas: el canoso caminante al que todos los humanos rehuían con tanto horror, y al que sólo yo aceptaba recibir entre mis cuatro paredes, era ni más ni menos que el espíritu de la Vejez. ¿Por qué, caro amigo, los hombres desprecian de tal modo tu barba y tu cayado y ansían ser eternamente víctimas de los tropiezos de la ingenua juventud? ¿Por qué, queriendo vanamente hacer girar en sentido contrario las insobornables agujas del tiempo, se aferran con uñas y dientes a su perenne inexperiencia, a una belleza marchita que nunca fue del todo bella sin el ornato de la sabiduría, y a todos los atributos más fútiles y carnales del inmaduro estado, mientras adulteran cuentas, tocando con matices rubí las castas mejillas de las silenciosas matemáticas, para quitarse años en el grotescamente estéril afán de disimular inocultables arrugas y canas bajo el corto manto de una cifra etaria falazmente exigua? Mas poco me importa lo que los mortales, pusilánimes criaturas que temen verte en el espejo, hagan mientras abusan de sus impostergables cirugías, afeites, tinturas y pomadas; sólo puedo afirmar que yo, oh, Vejez, te daré una exultante bienvenida en mi humana choza y aspiraré a, como el castillo medieval enclavado en las brumosas regiones cátaras, embellecerme únicamente por medio de tus dones. Sí, a ti te invoco, anciano venerable, que con tu humilde bastón tranquilamente podrías desafiar a la guadaña si no fuese porque ya conoces demasiado bien la vida; tú que añoras los viejos tiempos en los que eras respetado por tu saber y tus consejos, ya entre celtas, japoneses o dogones, y que adviertes con dolor cómo los usos democráticos, para los cuales la opinión más autorizada vale tanto como la mentira aviesa y la petulante ignorancia, han degradado tu mesurada voz al mismo nivel que los atiplados graznidos del rapaz de cuya inexperiencia mana a borbotones una vociferante y segura soberbia; tú que llenas de espanto a aquellos que no han sabido aprovechar su existencia y que sienten que se les escurre de las manos, no habiendo cumplido su ciclo del todo, o que, solicitados por un inalterable sentimiento voluptuoso, no se resignan a que los dones de la fortuna tengan término, pero que aún infundes más pavor en aquellos otros que, envidiosos de la aparente aunque engañosa dicha ajena, sueñan febrilmente, como jugadores compulsivos, con tener un cambio de suerte si les concedes aún una tirada más de dados; tú que sólo eres aceptado con contento y sin pueriles rebeliones por quienes se han despedido prematuramente de la vida, habiéndola comprendido; tú cuyo cambiante rostro, a veces de abismo, a veces de fauno hastiado, a veces de estoica resignación, a veces de dios sereno, sorprendería hasta el horror a aquellos que, sin alma para la poesía y el sueño, no conciben que exista otro rostro más que el del mísero humano. Pero no te quedes ahí: introdúcete ya en mi morada, otoño de la Vejez. Y tú, vete inmediatamente de mi cuerpo, liviana y poco sustanciosa Juventud: escasos son los dones que me has dado, y algunos de estos no han resultado aun sino dañosos. Nunca tu despreocupada risa, tu nada juicioso carácter y tu atropellado paso trajeron verdadero gozo a mi espíritu, y jamás tus fuerzas redundaron sino en catástrofe para mí mismo o para mis derrotados enemigos, vencidos por mi férrea alianza con tu ardoroso brazo. Sí, sé que no cuento aún con la edad suficiente como para que me sea lícito, según todas las estipulaciones legales, obtener el título de anciano, pero ¿acaso nuestra edad no está determinada sino por las vueltas completas que esta estúpida esfera en la cual moramos efectúa, con nosotros montados sobre ella, alrededor del astro luminoso? Siendo así, ¿qué tengo yo que ver con el sol? Toda mi vida transcurrió en la noche, por lo tanto mi edad es incierta. Venid, pues, majestuosas arrugas, tomad posesión de las heredades que mi fenecida juventud os lega testamentariamente y haced de mi frente vuestro asiento, multiplicando generosamente desde ese centro de mando vuestras numerosas grietas y surcos a la totalidad de mi geografía corpórea, aunque no sin que cada miembro de vuestra progenie lo haga trayendo consigo su adecuada cuota de sabiduría; y vosotros, encanecidos cabellos, coronad esta testa, mientras muchos otros de vuestros hermanos van cayendo y despojando a mi frente de su antiguo esplendor capilar, con las argénteas nieves de la prudencia que pone coto a la precipitada pasión y que, liberándonos del pesado yugo del deseo, trueca en la quietud de una contemplación pura y objetiva estos maremotos de sangre que ya hunden a los hombres en las sentinas del libertinaje o bien los empujan de manera interminable y desesperada a buscar, infructuosamente, una soledad con la cual compartir la propia; y tú, encorvada columna, entronízate ya en mi espalda fatigada, pero que vengan también contigo tu mesura, tu estoicismo y tu avisado consejo a apuntalarme en una recta senda que, mientras la lumínica mirada de la ciencia atempera mi arte fogoso, ponga fin a mis alocados devaneos; y tú, sordera amiga del silencio, acude ya a mis pabellones auditivos a fin de poner término al insoportable ruido del mundo, taponando mis aturdidos oídos de suerte que no les sea ya posible escuchar sino de modo muy confuso y lejano el despreciable sonido efectuado por la frívola lengua humana, heraldo de las necedades antes que de las razones del hombre; y no te retrases tampoco tú, ceguera de los ojos, pues necesito que mis agudas pupilas de halcón asuman gradualmente la rigidez de las de los topos con el objeto de que no vuelva ya la horrible efigie del rostro humano a perturbar mis nervios y a llenarme de asco como no sea de manera muy difusa y borrosa, atenuando de ese modo el sobresalto de desagrado y mis subsecuentes furores; y vosotros, achaques y enfermedades de la tercera edad, bendecid ya con vuestra debilidad a mis huesos, siquiera para que se me dificulte un poco el seguir llevando a cabo tantos crímenes de lesa espiritualidad y para permitir, de ese modo, que la humanidad se tome al fin un breve descanso de las incesantes tormentas nacidas de mi pertinaz malicia, transmutada entonces en los inofensivos refunfuños misantrópicos de un simple viejo cascarrabias y gruñón, y que no falten tampoco vuestra frugalidad en el dormir y en el comer para cubrir con un manto de serenidad el desorden de mis costumbres desprovistas de todo saludable concierto; y por sobre todo tú, anhelado olvido, dame a beber unas anticipadas gotas del amado Leteo, corriente junto al rumor de cuyas aguas moré tantos años, vierte tu negro tintero sobre las amarillentas páginas de mi memoria y vuélvelas ilegibles para mi mente dolorida, sume en la confusa noche de la decrepitud eterna esos vergonzosos recuerdos de mi pasado que me acosan, y permite así que el sueño pueda al fin, en mi ancianidad recién conquistada, cerrar mis ojos invitándome al embriagante sosiego de un tranquilo reposo. Sí, Senectud, otórgame todo esto que te solicito sin que tu munífico pulso tiemble por un solo instante. No ignoro que, a causa de que los mortales siempre se mostraron reacios a darle formal empleo a un ser de mi estirpe, tú serás para mí sinónimo de extremas pobreza y soledad, un negro tiempo de privaciones y dolor, pero ¿acaso pueden asustarme los dos aspectos más recurrentes de lo único que he conocido hasta ahora como vida?, ¿acaso puede atemorizarme, en esta pocilga fría y desolada en la que escribo, la perspectiva de vivir unos pocos años más en lo que ya se ha vuelto mi hábitat natural? Nada temo, achacosa y senil Vejez, y, aunque ello signifique para mí un gran sacrificio, estoy dispuesto a ser el único que se atreva a ofrecerte techo en su cubil de lobo, tendiendo una mano amiga a tus tan incontables cuan inconsolables desgracias. Pero, antes de que entres gloriosamente a refugiarte en mi tenebrosa celda monástica, frente a la cual acaso seas tú quien debería poner reparos, déjame hacerte una pregunta ociosa aunque necesaria: si la vejez es tan sólo un lento prepararse para la muerte y un nostálgico mirar melancólicamente hacia el pasado, ¿debo admitir entonces que ya desde mi más temprana infancia he sido yo un anciano?

8 comentarios:

E. dijo...

Es el cuadro San Pablo ermitaño, del tenebrista español José de Ribera (1591-1692), el que acompaña a este extraño encomio de la vejez escrito, qué duda cabe, por alguien que fue anciano de niño y que es niño de grande.

E. dijo...

Y aprovecho este espacio para pedir una vez más disculpas a los ya bastante numerosos humanos que, habiendo comentado este blog, han sido censurados por el único crimen de dirigirse demasiado poco hostilmente a quien no es sino un demonio. Debéis entender que, acostumbrado a la guerra y la disputa, reservo este espacio para "enemigos", los cuales, aunque incontables en el mundo real, tardan aún en aparecer por estos parajes. Y si bien es cierto que un par de veces permití comentarios de otra índole, ello se debió únicamente a que, en raras ocasiones, mi ánimo es capaz de sentirse despreocupado, pero eso acontece como excepción.

Así que ya lo sabéis: valoro vuestros comentarios, pero éste es el espacio de un demonio que vive en perpetua guerra con los mortales, y sólo el tremendo estridor del violento choque de espadas es bienvenido aquí. Todo lo demás queda para ser atesorado en la poética soledad de mi reino secreto.

uno más dijo...

Hermano:

¡Risas! Carcajadas incontenibles, incontables carcajadas me robaron tus lagrimitas inmaduras.
Dices de los mortales, hablas de pobres mediocres con la misma mediocridad de un poeta que se jacta de hacer grande y poderosa una mentirita que va tropezando con los cordones desatados. Dices de los mortales, ja!, con el lastimoso lamento de quienes suben escaleras mirando hacia abajo. Como ciego que anda engañando sordos.
Me río de tus mentiras cieguito, he aprendido a escuchar las verdades y las mentiras antes de que tú hayas decidido emprender tu camino con ese bastón de mala madera del que te sostienes para no arrastrarte como víbora. ¿Acaso le tienes miedo a los leones como yo?
No rehuye el león, por espanto o peligro, de la víbora... sino porque no sacia el hambre, no es digno bocado para semejante boca.
Ja! Demonio te dices, y yo te digo que tienes puesta la misma corbata horrenda que el mismo puñado de miserables del que te quejas tanto.
El mal es un bien que conlleva un mínimo de nobleza, pertenece a los soberbios, pero no a los arrogantes.

Voy a decirte algo sobre la vejez, hermano. Y escucha a los leones, que conocen la vejez de jóvenes. La vejez debe ser el mejor beso que le des a tu copa, no por ser el último, sino para agradecer dignamente con él por todo el vino.
Hermano, tu cascabel no suena a vindicación de la vejez, tu poesía me suena igual que la policía, una mentira que viene rápido pretendiendo que por arrebatadora del pensamiento suene como a verdad. ¿No serás acaso de los que quieren hacer fondo blanco porque el vino les sabe demasiado fuerte?
Mira que hay vides de verdadera amargura que se hacen tragar mejor que la tuya.
Hombres habemos todavía, hermano, que rugimos con el santo decir "no" a aquellos que andan disfrazando a la muerte con la túnica sagrada de la verdad y el llavero puro de la libertad.
La muerte es placer de quien quiere pudrirse.
Si es esa tu pretención, te recomiendo susplantar la esperanza en la vejez por la inmediatez del suicidio.


¿O acaso pretendes de tí un hombre creador, hermano? ¿Una nueva voluntad dices ser ya? Demuéstrame la voluntad y demuéstrame lo nuevo. Ese canturreo lúgubre ya está pasado de moda.
Y recuerda, por último, que un león se ha reido de tí, mas se ha parado a tu lado a contarte una seria verdad.
Habemos hombres más allá del bien y del mal, somos hombres que viven amando incluso a sus enemigos. Y si la vida es tu enemiga, aprende a jactarte de ella también.

E. dijo...

Lo mío no son ni mentiras ni verdades, es poesía que busca despertar reacciones exacerbadas en los inseguros, cosa que con usted conseguí. No había lágrimas de ningún tipo en este escrito, sino un alegre "sí" al paso del tiempo en mi cuerpo, paso del tiempo al que la mayoría de los mortales rehúyen acobardados, así que le aconsejo que no quede en ridículo burlándose de lo que no existe. Tampoco hablé en lugar alguno de la muerte ni hice un culto de ella; ¿está seguro de que sus frases deben ser dirigidas contra mí y no contra usted, que fue el que interpretó lo que quiso al leer mi escrito? Quizás haya proyectado en mi persona unas "mentiras" y "lagrimitas" que vanamente trata usted de sofocar en su interior.

¿León? Habla usted demasiado para ser uno. Por lo demás, el león no es consciente de serlo, y mucho menos se jacta de ello. Le falta naturalidad para ser un león, todavía se lo necesita repetir demasiado a usted mismo.

Por último, mi canturreo lúgubre no está más pasado de moda que el escupitajo contra el viento que le dirige el mediocre cuya soberbia le hace vociferar unas sesenta veces por párrafo lo superior que él es al poeta al que critica... y aun si así no fuera, puede usted meterse las "modas" donde no le alumbra el sol. No es seguir modas mi deseo: le dejo todo ese terreno libre a usted para que reine cómodamente en él. La moda quizás sea un vino demasiado fuerte para mí, que soy una pobre criatura débil sin voluntad, un ángel caído del que tranquilamente se pueden reír, en su ignorancia, el león, la rata, el piojo y el mandril, incapaces de caer de mayor altura que la de un simple árbol. ¿O se piensa que si a un analfabeto o a un sonriente conductor televisivo se le leyesen mis escritos se reirían menos que usted? ¡A la cucha, leoncito de cartón!

E. dijo...

"El mal es un bien que conlleva un mínimo de nobleza, pertenece a los soberbios, pero no a los arrogantes."

A esta víbora que soy, como lo fui en el Edén, le faltó reparar en esta frase... ridículamente errónea. El mal tiene que tener nobleza, sí, y por lo tanto pertenece a los orgullosos, nunca a los soberbios. Pero bueno, al menos coincido con usted en algo: en que es usted, a diferencia mía, un verdadero soberbio. Soberbia: "Altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros". El día que me vea intentando escupir el arte ajeno, avíseme. Acabo de mirar su poesía y sería muy fácil para mí hacerlo, pero no es digno de mi tiempo, ni concita tal acción mi interés. Sea feliz con lo que produce, y convénzase de que yo también creo que es usted mejor que yo, si eso le alivia de algo. Imagino que notará que mi maldad tiene más nobleza y es menos viperina que la suya... y es que ¿acaso alguna vez murió un dragón por el veneno de una serpiente? Su insultante risa ha sido bienvenida, y no aspiro a vengarme de ella; incluso, dos o tres de sus frases me parecieron valiosas, como ser las del vino. "No rehuye el león, por espanto o peligro, de la víbora... sino porque no sacia el hambre, no es digno bocado para semejante boca."

E. dijo...

Fe de erratas, en la que recién ahora reparo: el año de muerte de José de Ribera fue 1652, aunque hubiese sido muy a propósito para mi escrito el que hubiese vivido 101 años como le adjudiqué en mi error.

uno más dijo...

"tú que sólo eres aceptado con contento y sin pueriles rebeliones por quienes se han despedido prematuramente de la vida, habiéndola comprendido;"

"Pero no te quedes ahí, introdúcete ya en mi morada, otoño de la vejez. Y tú, vete ya de mi cuerpo, juventud: muy pocos son los dones que me has dado, y algunos de éstos no han resultado aun sino dañosos. Nunca tu despreocupada risa trajo verdadero gozo a mi espíritu"

"pero ¿acaso nuestra edad no está determinada sino por las vueltas completas que esta estúpida esfera en la cual moramos efectúa, con nosotros sufriendo sobre ella, alrededor del astro luminoso?"

"y tú, sordera amiga del silencio, acude ya a mis pabellones auditivos a fin de poner término al insoportable ruido del mundo, taponando mis aturdidos oídos de suerte que no les sea ya posible escuchar sino de modo muy confuso y lejano el despreciable sonido efectuado por la frívola lengua humana"

"anhelado olvido, dame a beber unas anticipadas gotas del amado Leteo, corriente junto al rumor de cuyas aguas moré tantos años, vierte tu negro tintero sobre las amarillentas páginas de mi memoria y vuélvelas ilegibles para mi mente dolorida, sume en la confusa noche de la decrepitud eterna esos vergonzosos recuerdos de mi pasado que me acosan, y permite así que el sueño pueda al fin, en mi ancianidad recién conquistada, cerrar mis ojos invitándome al embriagante sosiego de un tranquilo reposo."

"un negro tiempo de privaciones y dolor, pero ¿acaso pueden asustarme los dos aspectos más recurrentes de lo único que he conocido hasta ahora como vida?"

"si la vejez es tan sólo un lento prepararse para la muerte y un nostálgico mirar melancólicamente hacia el pasado, ¿debo admitir entonces que ya desde mi más temprana infancia he sido yo un anciano?"

Bien hermano:
No me confundí contigo. Al menos en parte. Guerrero te me aparecías y guerrero te me apareces. No hay venganza en tu corazón, como no hay mi escupitajo en tu poesía.
Te has expresado bien de mis palabras al cosiderarlas soberbias porque así son. Mas su afán no fue abochornarte sino ser demostración de aquello que me pareció tu poesía por momentos, al hablar del hombre como mediocre mortal, cuando hay en el hombre mucho por valorar también. Pero ahora que leo tu respuesta entiendo que no hablo con un soberbio. Aunque todo ese cuento del demonio y tu maldad y el desprecio de la gente no te pintan orgulloso, hermano, a lo sumo poco menos que soberbio.
Con respecto a eso y a mis observaciones sobre lo que me pareció tu adoración a la muerte, fue en las citas que están en las que me basé para entenderlo así. Podrías alegar que estoy descontextualizando estas citas pero te sugiero que no caigas en esa justificación y que te propongas por sentirlas como yo, lector sin la guía nueva de tu respuesta, podría haberlas sentido. Como dije antes, había visto entendido en tí un hermano guerrero y me defraudaba sentirte así, cansado de la guerra. Ese fue mi pesar. Si te fijas, mis últimas palabras me delataban. Y dijiste bien sobre eso de que hablaba demasiado para ser uno.
Por último, hermano, lo de la moda también fue una metáfora. Confío en que la comprendiste, aunque sino es así tampoco es muy importante.

E. dijo...

Ufa, adiós espada, adiós ballesta, y adiós creciente y sacro anhelo de extender una lustrosa piel de león frente a los leños del hogar, junto a mi sillón de lectura.

Sí, no niego que mi poesía es negativa y que a menudo, aunque no haya sucedido de manera tan clara en esta estrofa, hay anhelo de muerte en ella, pero sucede que es tal aspecto de la existencia el que necesito descargar cada tanto de mis hombros expresándolo en un diario; cuando siento afirmación por la vida, prefiero salir a ejercitar mis fuerzas en la caza o en la guerra antes que tomar una pluma: de ahí que sea un sentimiento más bien propio de tragedia el que predomine en mi obra, como es lógico. ¿Qué gracia tendría un libro cuyos cuadros estuviesen pletóricos de satisfacción y felicidad? La gente dichosa no lee, pues no tiene tiempo, o, si lo tiene, no da mayor importancia a lo que leyó y lo olvida pronto, si es que logró entender algo; que mi arte, pues, convenga a los torturados, a los que tengan algo de demonio en ellos, así sea yo el único de mi estirpe que quede en el mundo entero.

En cuanto a que hay mucho para valorar en el humano... no coincido, al menos no en lo que se refiere a la generalidad de los hombres, pero mal habla de sí quien, creyendo tal cosa, considera que es mejor adular a la raza humana antes que hacerle conocer su insignificancia para obligarla, de ese modo, a rebelarse contra su pequeñez y a superarse a sí misma en esa rebelión. Aunque admitamos que, si alguno hablase a la humanidad con dureza, lo más seguro es que la mayoría se reiría de él, como usted se rió de mí antes, y que terminarían todos diciéndole: "Dadnos ese último hombre", motivo por el cual no queda sino elegir entre la adulación por un lado, y la risa o la hoguera por el otro, valore uno a la humanidad o no.

Por último, sí, comprendí lo de la moda... lo que no logré comprender jamás fue lo de las "mentiras", como si en el arte fuesen relevantes la verdad y la mentira, o como si yo hubiese buscado convencer de algo a alguien en un escrito en el que sólo intento agrandar la distancia que me separa de todos. Pero en fin, poco importa lo que sea yo, que, de hecho, una o dos estrofas atrás me llamé mentiroso a mí mismo: sólo espero que no vaya usted a tildar de mentiroso a Dante o a Milton por sus descripciones del Infierno, o a Cicerón por defender con igual ahínco en sus diálogos dos posiciones encontradas. Debería saber que en el arte no existen contrastes entre la verdad y la mentira, sino únicamente entre la imperfección y la belleza, entre lo eterno y lo transitorio.

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