El suicidio de las centurias



Bajo una gélida luna que parecía observarme con rostro acongojado desde más allá del universo, encaminábame yo, abriéndome paso como una sombra espectral por entre los feroces vientos de locura y perdición que barrían aquellas vastas planicies de nieves eternas, hacia el olvidado cementerio de los tiempos, hórrido camposanto en el que se llevaría a cabo el entierro secreto. La noche, azotada por los inclementes vendavales del blasfemo demonio de las tormentas, sembraba el mundo de pálidas lágrimas mientras el lamento de toda la naturaleza entera rasgaba los cielos. El cosmos estaba de luto, y la vida y la muerte, depuestas las armas de su sempiterna batalla por un breve instante de tregua, conducían aquel coche fúnebre en silencio, apenas fustigando el elegíaco tiro de caballos. Todas las esencias superiores del universo congregábanse en aquel lugar, lastimando el aire con sus desconsolados sollozos y suspiros, y no fue menor el estupor general que causó entre ellas el creciente rumor de que se me había visto incluso a mí, eterno rival del difunto, dirigiéndome a aquellas tierras a fin de despedir también, como uno más, esos venerables restos mortuorios. No sabía por qué lo hacía, aunque entre mis primeras impresiones ya había identificado con quirúrgica precisión la inequívoca existencia de algo luctuoso y melancólico en la repentina conciencia del súbito deceso de un enemigo. Quizás el débil humano, pequeño y rencoroso como un escorpión, no lo entienda, pero yo sí: un guerrero no puede sino lamentar el temprano suicidio de un digno adversario con el cual ansiaba volver a medir pronto sus cada vez más desbordantes fuerzas. Por eso, oh, tú cuyas vacías cuencas oculares me observan, con espanto y desazón, desde el escritorio en el que deposité hoy tu cráneo tras profanar como un ladrón aquella sagrada tumba: puedes creerme si te digo que mi dolor entonces era sincero. La aureola de la más honesta aflicción tocaba como el laurel los ya escasos y canosos cabellos de mis sienes, y no era sino sintiendo un enorme peso sobre las cavernas subterráneas de mi atribulado corazón, y con los ojos algo vidriosos, que caminaba yo entonces hacia la que sería tu última morada. Y es que en el fondo, Dios, te entendía: déjame manifestarte, con la misma gravedad con la que los altos espíritus mantienen sus sobrios diálogos y encendidas disputas en los augustos salones senatoriales, que en tu lugar yo también me habría suicidado. Tal vez hubiese elegido otro método, como acabar con la vida de todos mis creyentes, o arrojarme de cabeza desde la más alta terraza del Empíreo hacia los sórdidos patios en ruinas del negro Érebo, o escanciar con lóbrega mirada la cordial sangre de mi Hijo mezclada con algún filtro de letíferas propiedades, o practicar un digno y doloroso seppuku sobre mi vientre con el filoso rayo divino; cualquier cosa menos la cuerda. ¡Ay de los hombres si siquiera uno de ellos hubiese alcanzado, como yo, a verte colgando de las nubes, negra la lengua y desorbitados los ojos! El mundo humano ya no tendría motivos para seguir marchando; bueno, en realidad sí: esclavos y mercaderes celebrarían exultantes, y la Iglesia miraría para otro lado a fin de no interrumpir su gran negocio, pero seguiría amenguando cada vez más la ya bastante exigua tasa de natalidad de eremitas y poetas. Como sea, tu decisión fue sabia, te lo digo de enemigo a enemigo, y no habría sido diverso mi obrar de haberme hallado en tu espantable situación. ¡Mal haya de los perros que afirman que tu suicidio fue un acto de cobardía y que se vio soterradamente motivado por el cada vez más patente incremento de mi diabólico poder! Bien sé que no fueron mis innúmeras fechorías y maldades, y mis serias amenazas de conquista, las que precipitaron la funesta consecuencia de tu desesperado accionar, que nada tuvo de cobarde. No: fue el rostro del hombre el que te movió a ello, ese rostro que habías creado hace tantos milenios, con paternal amor, a tu imagen y semejanza, y que había transmutado lentamente, mediante el fecundo paso de los siglos laboriosos, hasta volverse la más perfecta encarnación del cetrino y disoluto semblante del vicio y la mentira. Y que nadie me acuse de haber intervenido en el infamante estropicio que se abatió sobre tu criatura y que aceleró tu lamentable partida de este mundo por ti creado, pues todas las constelaciones del firmamento entero pueden brindar fidedigno testimonio de que jamás se me ha visto promover ni vicios ni mentiras sino, muy por el contrario, la más orgullosa, viril y aristocrática maldad: no me echen a mí la culpa de las debilidades inherentes al hombre. Fue sin duda un desafortunado defecto de fabricación el que transformó en una raza de abogados rapaces, políticos astutos y estafadores arteros a aquella estirpe animal que había sido creada con la más noble arcilla para formar abstrusos filósofos, heroicos guerreros y sublimes mártires de rostro sereno y bella mirada mística sumida en océanos de deliquio espiritual. En breve, el difunto no resultó ser, después de todo, un Creador muy eximio que digamos, pero, no habiendo yo creado nada mejor, me abstengo de juzgarlo y de someter sus esfuerzos al severo potro de tormento de una crítica villana, como de seguro correría a hacerlo el más imbécil de los humanos, que es lo mismo que decir todos. Así pues, retornando a la silenciosa marcha con la que di comienzo a esta estrofa, que asume ya los rasgos de una dolorosa elegía desprovista de todo sesgo de espíritu triunfal, no tardé en llegar al cementerio en el que el universo mismo, aterrado, lloraba a su propio Hacedor. Los restos del Sumo Artífice habían sido compuestos con enorme dificultad dentro de un féretro que tenía el tamaño de todas las centurias que el cerebro humano llegó a experimentar jamás, aunque algunos escépticos afirmaban que en realidad ese ataúd sólo medía siete días de largo. La inmensa fosa, capaz de tragarse a la humanidad entera y de deglutir todavía luego, como si aquella hubiese sido sólo un aperitivo, la completa osamenta de la vida y los vastos tentáculos del tiempo, había sido cavada por el parsimonioso olvido, eficaz sepulturero. Un cuervo observaba perplejo desde una rama mientras el sacerdote encomendaba el alma del muerto al muerto mismo y el féretro se hundía para siempre en las pútridas entrañas de la nada. Los presentes comenzaron finalmente a circular, y yo, deteniéndome un instante frente a la funesta abertura, arrojé sobre el cajón una negra flor arrancada de las pestilentes llanuras del Hades. Nadie se asombró de mi respetuoso gesto: bien habían podido ya leer con suficiente claridad en mi hosca mirada lo mucho que empezaba a extrañar a mi antagónico rival, sin el cual mis ansias de batallas y de guerras colosales se veían borradas para siempre por el viento del ocaso como un puñado de arena arrojada a la vasta superficie del inclemente mar. Retorné entonces a mi torre y me entregué en cuerpo y alma, durante un número de siglos de los que me hubiese gustado haber llevado siquiera someramente la cuenta, a las fatigas del estudio y a los afanes de la especulación filosófica, y es así que hoy, mientras recuerdo aquella lúgubre noche y asomo mi alma temblorosa a los espantosos y despoblados vacíos abismales de la ya difunta metafísica universal, la pregunta asalta una y otra vez mi espíritu como el más desgarrador y lacerante de los rayos: si el Creador de este abominable mundo de locura y de dolor se suicidó antes de aniquilarlo, condenándolo vengativamente a seguir existiendo sin él, ¿quién diablos le pondrá ahora fin alguna vez y detendrá su periplo insoportable?

2 comentarios:

E. dijo...

Nuevamente Caspar David Friedrich, esta vez con su Paisaje invernal con una iglesia, ilustra la trepidante insania de mis arrolladoras palabras, tan llenas de amarga verdad.

E. dijo...

"Doy las gracias, a cualquier dios que pueda ser, de que ninguna vida dure para siempre."

- Algernon Charles Swinburne.

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