Víctima de una posesión angelical



Un paño húmedo cubre mi frente, aún presa de unos leves vestigios de temperatura febril. Me repongo, en lenta convalecencia, de una de las enfermedades más complicadas y peligrosas que mi minado organismo haya debido afrontar alguna vez. ¡Y pensar que, como tantos otros estragos de refinadísima factura, esta dolencia que acaba de atacarme fue en sus orígenes una creación más de mi perverso intelecto, siempre diligente a la hora de elucubrar nuevos ardides de sofisticada venganza contra los poderes del Señor! Así es: no puedo dejar de reconocer, en lúgubre jactancia y demencial vanagloria, que fui yo mismo el talentoso artista del pecado que, como un diestro orfebre de perfidias, concibió por vez primera la demoníaca idea de conducir a los hombres a la perdición y a la locura, y de sembrar el terror y el caos a su alrededor, a través de la intrincada técnica de arrinconar sus almas en un sector muy periférico de sus mentes con el objeto de, merced a ese violento desplazamiento espiritual, hacer de sus cuerpos indefensos una rústica aunque rápidamente corrompida morada para el recreo de nuestras negras esencias infernales. ¡Ah, cómo me solazaba en aquellos sanos ejercicios primerizos en los que adiestraba y fortalecía, gozoso, todo ese nuevo y prodigioso abanico de habilidades que se abría a mi horizonte en los numerosos trucos y secretos del difícil arte de la posesión diabólica! Retorcer a las víctimas de dolor, contorsionar sus miembros más allá de las posibilidades de sus articulaciones, maldecir en sorprendentes lenguas por medio de bocas incultas, vomitar cataratas de sangre, inmundicias y blasfemias, manifestar siniestros estigmas crucifixiales, levitar, generar una fuerza sobrehumana a partir de débiles miembros, sacar monstruosas resonancias del tañido de delicadas cuerdas vocales, iniciar toscos cerebros en las arduas prácticas de la telequinesis... sí, lleva años alcanzar el perfecto dominio de tan aparatosas aunque exquisitas destrezas de martirio y de maldad, pero, genio y figura, no fue mucho lo que tardé en volverme un consumado maestro en el acabado control de tan complejas acrobacias. No bien se propagó por el Hades la noticia de mi hallazgo, mis ejércitos abandonaron en tropel la gris y pesada monotonía letárgica de las márgenes estigias, raudos como aves migratorias en busca de las deliciosas promesas de una naciente primavera, y, abocándose sin demora al aprendizaje sistemático de las extravagantes sutilezas de mi nuevo arte, se volvieron hábiles en su manejo y preñaron así la Tierra entera de profanaciones e iniquidades, dejando caer el vino de la demencia y el icor de la rabia por doquier. Inexpresables fueron los dolores de cabeza y las fatigas que ocasionamos a las hordas de científicos, sacerdotes y fuerzas celestiales que en vano intentaban combatir contra los desconocidos e inconcebibles mecanismos de infernal posesión por medio de los cuales estragábamos la paz de las comunidades, pese a que no eran pocos los hombres que se comportaban de manera más juiciosa al ser poseídos por nosotros que al serlo por la sociedad; pero, como sucede con todo, en cuanto nuestro genial artilugio de perversidad perdió la frescura de su novedad primigenia, cual una moda pasajera que entra en el triste ocaso de su reflujo, el entusiasmo fue decayendo paulatinamente hasta que, unos siglos después del cénit de su furor, acaecido en la comarca de Loudun, en cuyo convento nos entretuvimos un buen tiempo endemoniando ursulinas, el ejercicio de las posesiones demoníacas fue cesando hasta alcanzar el negro nadir de una completa desaparición en el olvidado cajón de los juguetes gastados. Fue a partir de ese momento, calculo, cuando, ya más serenos, aquellos de entre mis enemigos plumíferos que siempre mostraron un talante más científico que el resto de sus congéneres pudieron aplicarse de lleno al concienzudo estudio de mi sistema hasta alcanzar finalmente, alborozados, el secreto. Entonces, malditos sean ellos como lo soy yo, apuntaron contra mí mismo las máquinas surgidas de mi ingenio y, dándome a probar de mi propia medicina, pasaron sin mayores preámbulos a la acción: una docena de querubines, serafines, tronos, virtudes, dominaciones y potestades se introdujeron en mi cuerpo y se instalaron cómodamente en las espaciosas cavernas de mi física carcasa, confinando a mi alma al presidio de un oscuro rincón deshabitado. Poco es lo que recuerdo de aquellos aciagos días de lucha sin cuartel, en los que vanamente mi sistema inmunológico se afanaba por oponer sus defensas a la odiosa invasión espiritual, pero los aislados detalles que estoy en condiciones de rememorar atormentan sin piedad mi contrariada conciencia de demonio, llenándome de espanto y de dolor. Nefastas imágenes y sensaciones acuden a mí: los ángeles de castigo me toman por sorpresa y, mientras me debato infructuosamente, van posesionando una a una mis facultades hasta hacerse con el completo dominio de mi voluntad. Toda mi maldad se ve entonces transmutada en una insoportablemente melosa amabilidad de temperamento, al tiempo en que mis facciones son asaltadas por un embellecimiento súbito y brutal: mi frente se despeja, mis ojos cobran el brillo de una sublime inocencia, dorados bucles se mecen sobre la redondez de unos hombros hercúleos, y mi mueca de eterno odio se ve trocada por una serena sonrisa de piedad. Los humanos que me conocen asisten perplejos a mi repentino cambio y a la creciente actividad de mis buenas acciones, que generan universal estupor. Se me ve frecuentar los templos, y se asegura que en ellos causa asombro y arrobamiento el fervor y la dulzura de mi seráfica voz, que se destaca por sobre todas las del resto de la feligresía en medio de los devotos coros eclesiásticos. Los sacerdotes comienzan a manifestar ciertos resquemores, cuando no abierta vergüenza, al predicar sus opacos y perimidos sermones ante mi divina aureola celestial, y pronto me hacen saber que desean comulgar recibiendo la hostia de mis propias manos, bajo la inigualable blancura de cuyos dedos apenas si se adivina la tímida presencia de unas delicadas venas azules. De todos los rincones del verano, las aves más melodiosas y etéreas acuden a posarse un instante sobre mis hombros y a tomar su alimento de mis labios, mientras los más puros e inocentes niños, de redondos y acaramelados ojos, tironean con loco amor de las túnicas de aquel cuya sonrisa les resulta tan contagiosa. Inagotables procesiones de mujeres extasiadas en místico rapto se acercan, con sus cabellos cubiertos de cenizas, a mí, ardiendo en deseos de banquetear sus ojos siquiera una vez en mi excelsa figura y de recrear sus pupilas en mi aura adorable, mientras que verdaderas marejadas de enfermos y dolientes peregrinan desde todos los puntos del orbe para suplicar de rodillas la imposición de mis salutíferas manos sobre sus frentes abrasadas, menesterosas de un poco de salud y de paz; no son dignos de que entre en sus moradas, pero una palabra mía basta para sanarlos. Cuando mi boca se entreabre para musitar alguna novedosa y edificante parábola, el mar enmudece entre las rocas y las estrellas en el firmamento dejan de temblar. Se dice que mis gorjeos celestiales pueden detener la lava de los volcanes y que las más negras y amenazantes tormentas se disipan para disolverse en magníficos arco iris apenas esbozo una leve sonrisa de recogimiento. Las madres enloquecen ante el vehemente pensamiento de tenerme como yerno, mientras sus ruborizadas hijas bajan los ojos ante mí, ya sin poder contener por más tiempo sus pudorosos sueños de romance; entre tanto, yo multiplico sin cesar los panes para millares de discípulos que me rodean noche y día, y cuyas filas, que nunca dejan de engrosarse, se nutren con miembros de todas las naciones. ¿Y quién puede permanecer indiferente ante los interminables raudales de amor que se derraman inagotablemente sobre el universo, en doradas cascadas, desde los cálidos y muníficos recovecos de mi tierno y sensible corazón? La enseñanza juega y danza alegremente en mi profunda mirada, y la compasión es siempre la firma distintiva de mi carácter. Por todas partes se habla, con emoción y genuina reverencia, en graves tonos que a menudo se tornan algo trémulos y quebradizos, de mí. Ante tan escandaloso cuadro de situación, las legiones infernales, incrédulas primero, pronto atónitas, no tardan en enterarse de todo y resuelven, en un encendido y desesperado concilio celebrado en los vastos recintos del Pandemonio, centrar sin más demora todos sus mancomunados esfuerzos en el imperioso objetivo de exorcizarme. Se me apresa y se me conduce a un desmoronado monasterio en ruinas, donde el rito habrá de tener lugar. Una vez en su interior, se me coloca sobre un altar y los exorcistas encargados de la ceremonia proceden. Mientras me rocían con sangre de niño recién nacido, de mi boca manan copiosas plétoras de agua bendita que me purifican al tiempo en que pronuncio en arameo, con mis carnosos labios angelicales, rojos como exquisitas granadas de Jordania, los más dulces salmos de perdón y de esperanza. Pentagramas y cruces invertidas se apiñan ante mí, pero con una bendición de mi mano se transforman en coloridos y fragantes ramilletes florales. Ante el horror de Astaroth y Mechizael, mi cabeza gira vertiginosamente como un trompo, una y otra vez, sin dar respiro, trescientos sesenta grados sobre su propio eje, siempre en el sentido de las agujas del reloj; cuando de pronto se detiene, mi mirada es tan bella que hace suspirar a los más feroces y reincidentes criminales y enternece a las fieras más temidas y peligrosas de la selva, que se recuestan entonces dócilmente ante el hombre, amansadas. Las blasfemias más depravadas y los asesinatos más atroces no sirven de nada para amortiguar mi levitación, que inspira el triste canto de hermosísimas sirenas sentadas en ignorados roquedales y lleva a los bosquecillos y a las enramadas una límpida atmósfera de paz. Negras brujas y siniestros hechiceros ocultos son convocados a la cabecera de mi lecho a fin de que agoten el caudal de sus impías ciencias en mi espíritu trastornado, pero al punto se alejan, ellas con los hábitos, tonsurados ellos, a predicar la salvación y a practicar la caridad peregrinando por los más distantes puntos del orbe. Desahuciados al ver que todos los intentos de exorcismo fracasan, mis compañeros de armas bajan por un instante la guardia a fin de celebrar consejo y examinar, conforme la más prudente experiencia lo sugiera, los pasos a seguir. Sin perder tiempo, sacando provecho de la inesperada oportunidad concedida por la fortuna de la ocasión, me doy a la fuga y pongo en marcha mis presurosos pies descalzos hacia las alturas del monte Sinaí. Los animales del bosque, junto a multitudes de campesinos, siguen mis pasos envueltos en místicos y armónicos murmullos, mientras la naturaleza entera sonríe al verme pasar. Entonces, hallándome ya en las inmediaciones del Horeb, y quizás a causa de los históricos escenarios que desfilan ante mis ojos, mi alma es aguijoneada súbitamente, aun a través de las firmes cadenas que la sumen en su espantoso presidio, por la idea de un nuevo pecado, un pecado tan genial, un pecado tan original e impensado, que ni todos los ángeles que habitan en mi interior pueden impedirme ponerlo en práctica. La lucha que sigue es tremenda, pero la maldad de mi talento resulta excesiva para tan insignificantes contendientes, cuyo nombre es Legión. Al ejecutar el nuevo crimen, nacido de una simple chispa del pérfido pedernal de mis musas facinerosas, siempre prestas al dolo, las bandadas angelicales huyen, en confusión y tumulto, de mí, aunque saliendo bastante estropeadas de mi interior, y se refugian en una salvaje piara de cerdos que al punto se despeña; poco después, esos ángeles que habían hecho de mi derruido cuerpo su albergue temporal morirían de un cáncer misterioso. Entre tanto, los cielos se encapotan, el horror hace presa en hombres y bestias, que se matan entre sí en frenética estampida, y el trueno entona sus salmos de odio y de conquista sobre todos; mi frente se agrieta, mi ceño se oscurece, mis labios se contraen en sardónica mueca, mis dorados rizos se marchitan a una demoníaca calvicie rodeada de negros pelos chamuscados por el rayo, y el poder de mil malhechores vuelve a sacudir con su fuerza mi brazo impiadoso. Regreso victorioso a mi negra torre, mientras el mundo entero llora, desconsoladamente, por los siglos de los siglos, mi irreparable pérdida. Eso ha sido todo; los ángeles ya no volverán a atreverse a hacer raros experimentos y a robarme mis monumentales tretas, copiando mis avanzadas técnicas de hackeo corporal e intentando plagiarme: mis espinosas sendas de maldad y perfidia no están hechas para piececillos tan delicados. Y yo, por mi parte, ya he vuelto a ser el mismo de siempre; pero, aunque nadie sea capaz de suponerlo, aunque el secreto permanezca oculto a los ojos de Dios, del sol y de la luna, desde entonces guardo solemnemente entre mis más íntimas y ocultas pertenencias un terrible talismán que a menudo, lleno de espanto y de pavor, y siempre atento a que nadie esté espiándome, me detengo a contemplar, en noches en las que me siento demasiado solo, demasiado hastiado de estar condenado, por decretos de un destino que no fui yo quien firmó, a hacer siempre, irrevocablemente, el mal; una reliquia que llena de lágrimas mis ojos cuando la evoco, un objeto cuya sola visión me hace sacudir de manera espasmódica durante horas. Sí, desde entonces te guardo y te contemplo, desde entonces te temo y te odio, desde entonces te adoro y te desprecio, pues en tus hebras se encierra para siempre todo el dolor de un alma desgarrada, de un alma maldita por el universo entero, de un alma que ya no tiene salvación... ¡de un alma a la que alguna vez perteneciste, oh, maldito mechón de angelicales cabellos de oro!

1 comentario:

E. dijo...

Épica estrofa, cuyos desgarradores sones no son indignos de estar ilustrados por L'arcangelo Michele e gli angeli ribelli, del barroco Luca Giordano (1634-1705).

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