El Diario de un demonio
Finalmente el Diario de un demonio se encuentra disponible en formato físico a través de Editorial Alastor. Lo que se inició con este blog, e incluso antes con algunos textos del fanzine literario Daemonolatreia, encuentra su culminación en este volumen que, editado en 184 páginas de bello papel ahuesado, reúne un prólogo y 36 de los poemas en prosa o "estrofas" de este infame diario virtual, incluyendo entre ellas los "Clamores del sepulcro", estrofa inédita que cierra el libro.
También disponibles a través de la misma editorial se pueden encontrar los Mitos y leyendas de la gran urbe, obra surgida a partir de las estrofas "Mitologías aquerónticas" y "Bendiciones satánicas", que quedaron fuera de la edición final del Diario pero pasaron a formar parte de ese extraño compendio de mitos, leyendas y relatos urbanos.
Ambos libros pueden adquirirse desde toda la Argentina y el mundo a través de la tienda online de Editorial Alastor.
La deidad sin rostro
Si se me solicitase escoger, de entre todos los infranqueables misterios del universo con los que me he topado en mi extenso y fatigoso periplo a lo largo de tres mundos diferentes, el empíreo, el terreno y el estigio, aquel que con más frecuencia me ha sumido en la confusión y el asombro, aquel cuyo elusivo carácter más noches de mortificación y despecho me ha hecho pasar en vela, aquel que durante más tiempo se ha sustraído a mis infructuosas indagaciones, irguiéndose victorioso ante mi perplejidad enfundado entre los enigmáticos pliegues de una coraza impenetrable, me inclinaría, sin que la duda asomase a mi mente siquiera por la más ínfimamente divisible fracción de un segundo, por el insondable arcano que rodeaba a mi inexplicable imposibilidad de tener un encuentro cara a cara con Dios. Por mucho que lo había intentado, incluso en las incalculables eras en las que había morado en el Cielo mismo, nunca me había sido posible avistar, ni aun de fugaz manera, la refulgente presencia y el augusto rostro del Tirano. ¿Existiría realmente? Los recuerdos de mi propia creación y nacimiento eran muy difusos. Sólo podía rememorar una enceguecedora luz que había herido mis pupilas y que, ya desde mis primeros instantes en el universo, me había hecho experimentar una natural inclinación hacia el reparador alivio de las tinieblas. Aun cuando me esforzaba denodadamente por revivir aquellas indescriptibles memorias de mi fatídica gestación, no era yo capaz de evocar ningún detalle, por vago que fuese, que delatase la presencia fáctica del Demiurgo en la sala de partos de la existencia espiritual. Mi largo paso por los angélicos coros no había arrojado ninguna revelación mucho más alentadora: el trono de Dios al que de continuo dirigíamos nuestros himnos y antífonas permanecía perennemente velado tras un denso cinturón de nubes y resplandores que mis ojos, agudos y penetrantes como eran, jamás habían sido capaces de atravesar. ¿Qué me garantizaba que, de verdad, el Regente estuviese allí prestando oídos a mis insensatas alabanzas? Sobrevino entonces mi rebelión contra ese esquivo Déspota que, oculto tras sus perpetuos cortinajes vaporosos, no permitía que ninguna mirada profanase sus misterios, pero ni aun en el más encarnizado fragor de la batalla pude percibir su figura interviniendo para decidir, en un sentido u otro, la suerte de la feroz conflagración. ¿Qué clase de Dios era aquel que no se presentaba ni siquiera para sofocar las sangrientas contiendas que se libraban en sus propios salones imperiales? Mi temido brazo había estado a nada de derribar su dorado trono, pero en ningún momento el Todopoderoso me había salido al encuentro para impedirlo. ¿Por qué ni aun en los momentos más dramáticos de la guerra, mientras el Cielo entero temblaba y se conmovía bajo los aterradores bramidos de arenga con los que lideraba yo las cargas, el Soberano se había dignado a hacerme frente? ¿Qué era lo que tanto tenía que ocultar? Ninguno de mis ultrajantes dicterios y gritos de desafío había bastado para hacerlo salir de su hermético escondite. ¿En qué lugar exacto de las vastas planicies celestes habría practicado aquella cobarde Divinidad su desconocida madriguera? No me era posible descubrirlo, por lo que su real ubicación seguía siendo un completo enigma para mí. Mi caída a las ardientes simas y tenebrosas profundidades del Averno pareció obliterar para siempre toda posibilidad de tener, por fin, ese demorado encuentro frente a frente con mi inmortal Enemigo, pero, con mi subsiguiente escape al mundo de los hombres, tan cercano al Elíseo, mi infatigable búsqueda volvió a renacer. Exploré esa azul esfera palmo a palmo, esperando descubrir en algún sitio siquiera una borrosa huella o débil rastro que delatase la presencia del Altísimo, pero mis meticulosas pesquisas jamás fueron coronadas por el hallazgo de indicio alguno que me pusiese tras la pista de aquella artera y burlona Entidad que llevaba ya incontables eones escurriéndose de entre mis frustradas manos. Según todo conspiraba a indicarlo, mis ojos no eran eficaces para poner finalmente al desnudo sus proteicas artes de camuflaje y obtener siquiera un somero atisbo de cómo sería el verdadero rostro de Dios. ¿A qué obedecería esa inconquistable renuencia a permitir que su reluciente gloria fuese al fin apreciada por mi envidiosa y ofuscada mirada? ¿Acaso el Creador sería de una fealdad suprema y eso lo empujaría al tímido recato de no exponerse a los ojos del vulgo para no ser convertido en objeto de mofa? Era una posibilidad muy real. Se aseguraba que la bestia humana había sido creada a su imagen y semejanza, pero yo había visto a esa estirpe extenderse holgadamente en un rango de tesituras que iba de la belleza más sublime a la deformidad más nauseabunda. ¿Cómo podíamos saber cuál de todos esos humanos era el que de verdad se le parecía? A mi juicio, su modelo debía de reflejarse con mayor fidelidad en los rasgos de un leproso en una etapa avanzada de la enfermedad, aunque era imposible descartar otras posibilidades. Quizás Dios, maravillado al descubrir lo bien que le había salido el ser humano, había mentido sobre aquello de la semejanza y en realidad era una quimera en la que confluían rasgos de los más horrendos animales de la Tierra. Quizás su rostro se asemejaba al de la escolopendra, al de la manta raya o al de alguno de esos hórridos peces cuya extrema fealdad los lleva a ocultarse, con vergüenza, en las más negras y profundas aguas de los abismos oceánicos. O quizás se escondía porque ni siquiera tenía la apariencia de la vida, sino que era una especie de nebulosa con tentáculos y ojos, una solución esponjosa con pinzas o un informe y repugnante charco de luz. ¡Sí! Todo me gritaba que su apariencia tenía que ser tan abominable como su conducta: un Dios con una moral tan monstruosa no podía ser sino una suerte de babosa megalítica rezumando el verdoso limo de la locura en los alucinantes confines de la irrealidad. Mi alma era presa del vértigo, y a mi pecho afloraba el conato del vómito, cada vez que mi imaginación se abismaba en las posibles configuraciones del viscoso y lúbrico bicho canasto gigante que debía de ser aquel acomplejado Demiurgo que tan celoso empeño ponía en mantenerse oculto a mis ojos. ¿Cómo podría luchar alguna vez con Él, cómo podría matarlo, si no me era posible encontrarlo jamás en ningún lugar? Decían que Dios estaba en todas partes, pero, a su vez, yo en ninguna podía hallarlo. ¿Cuál sería, pues, la razón por la que mi afanosa búsqueda y mis incontrolables ansias deicidas jamás habían podido dar con su ignorado paradero? ¿Cuál sería el misterioso sortilegio que de ese modo signaba su existencia, oponiendo una infranqueable barrera a la diferida resolución de nuestra eterna rivalidad? ¿Y por qué clase de invocación me sería posible traerlo al fin ante mí? ¡Atrévete de una vez por todas a dar la cara y enfrentarme, incognoscible Manitú que huyes de mis pasos como el día huye de la noche en alocada carrera por el globo! ¿Existes acaso? ¿O es el miedo el que te empuja a esconderte de mí a donde quiera que yo vaya? Quizás simplemente se trate de que eres invisible, pero, en ese improbable caso, al menos las estentóreas resonancias de tu voz o los pestilentes hedores de tu cuerpo deberían haberte delatado hace rato ante mis sentidos siempre alertas. Mas no: la distancia que pones siempre entre ambos ha de ser sin duda sideral, escapando como el rayo hacia mundos distantes no bien me ves aproximarme o detectas mi peligrosa cercanía, pues jamás he sido capaz siquiera de presentir vestigio alguno de tu paso. ¿Dónde es que te escondes, furtiva Deidad que desde el inicio de los tiempos me has hurtado tu presencia? ¿Dónde es que sepultas tu amorfa figura cada vez que oyes mi resuelta e incansable marcha pisando, amenazante, tus céleres talones? ¿A dónde es que te esfumas cada vez que estoy a punto de sorprenderte? ¿Acaso nunca accederás a revelarme dónde es que has emplazado el apestoso cubil en el que te cobijas para ronchar a gusto, lejos de mi contrariado ceño, los huesos de esa aterida humanidad que día a día perece venerándote? ¡Vamos, evanescente Rey del escapismo, proporcióname de una vez por todas las coordenadas del descomunal pozo de sapo en el que has asentado tus medrosos reales! ¡Dígnate por fin a revelarme en qué malsana región es que se emplaza el asqueroso pantano bajo cuyas fétidas aguas estancadas permaneces inmóvil, conteniendo el aliento desde hace siglos, para no delatar tu posición! Dímelo, eximio Maestro del disfraz, pues ya casi no queda lugar del mundo en el que no te haya buscado. Te he buscado en los sitios desolados, allí donde el viento habla en lenguas misteriosas y el eremita consagrado a ti hace su morada; te he buscado en los sitios populosos, allí donde tu criatura se congrega en multitudes y las magníficas catedrales se afanan por alcanzar los cielos distantes; te he buscado en las iglesias y en los templos, entre los encendidos sermones de los párrocos y los dulces salmos de los coros acompañados por el órgano; te he buscado en los conventos y los claustros, entre las jaculatorias oraciones de tus fieles y las severas penitencias de los pecadores; te he buscado en tu libro, a través de cada uno de los versículos que has dictado; te he buscado en tus milagros, a través de cada estatua que lloraba sangre, cada aparición religiosa y cada portento inexplicable; te he buscado en la medieval filosofía, a través de las abstrusas e ininteligibles páginas redactadas por tus monjes y tus santos; te he buscado en la antigua poesía, a través de muchos piadosos versos que, como la musa de Dante, conducían hacia ti; te he buscado en las mazmorras inquisitoriales, entre las agonías de los acusados y las crueldades de tus sacerdotes; te he buscado en el ascetismo, entre las costillas de las privaciones, los cráneos de la contemplación y los solitarios cementerios que susurran metafísicas reflexiones; te he buscado en los campos sembrados de ruedas de tortura, entre los gemidos de los condenados cuyos rotos miembros eran picoteados en lo alto por las aves; te he buscado en los naufragios y los cataclismos, allí donde decenas de voces invocaban tu nombre al unísono mas en vano; te he buscado en la inocente sonrisa de los niños; te he buscado en el contrito suspiro de los ancianos; te he buscado en el frío aire de los más altos picos y cumbres; te he buscado entre las perpetuas sombras de los más profundos abismos y fosas; te he buscado entre las oníricas regiones de la oscura noche; te he buscado entre las empíricas regiones del luminoso día; te he buscado allí donde reinase la muerte; te he buscado allí donde reinase la vida... ¿qué lugar he dejado sin revisar? ¡Te he buscado en cualquier parte del universo en la que sospechase que pudieses esconderte! Pero, agotadas ya todas las posibilidades, sigues escamoteándome tu presencia como un hábil prestidigitador. ¡Ah, Divinidad huidiza como un venado!, ¿es que nunca te dignarás a mostrarte ante mí? Deseo verte siquiera un momento para poder al fin escupir tu infame faz con la saliva del desprecio y el rencor. Te prometo que me alcanzará con eso y que no necesitaré consumar mi proyectado deicidio. ¡Vamos, Invisible, manifiéstate ante mis sedientos ojos de una vez! Si tan horrendo eres, hazlo aunque sea poniéndote una bolsa de madera en la cabeza, pero confírmame, con tu aparición, que existes. Confírmame, a mí entre todas tus criaturas, que no has muerto aún. Quizás seas, en efecto, una luz enceguecedora y necesite antes procurarme unas gafas oscuras para soportar tu visión, o quizás seas tan execrable que mi única salvación al verte sea sumirme en el efugio de un desvanecimiento misericordioso, pero no me importa: permíteme contemplarte siquiera un instante. ¡Ven a este recinto de acolchadas paredes en el que me han confinado y deja que pose finalmente mi mirada sobre tu nauseabundo ser! Dicen que estoy loco, pero sé que se equivocan. ¿Acaso es locura querer ver a Aquel que nos creó? Mira esta mosca que se ha posado sobre mi mano: no le haré nada para que comprueben que es cierto lo que sostengo y que mi sanidad mental es absoluta. Verán que se engañan cuando dicen que en realidad soy yo el que no existe, cuando dicen que el Demonio, y con él todo el mal que causó así en la Tierra como en el Cielo, no tiene entidad individual alguna sino que sólo es una faceta de Dios, quien está encerrado en este manicomio, en esta misma celda y sujetado por estas mismas cadenas, porque padece un severo desorden de personalidades múltiples... ¡cuando dicen que los dos Omnicidas en realidad somos sólo Uno, y que nunca hemos podido vernos cara a cara porque nuestra eterna guerra a través de los mundos y los tiempos nunca ha sido sino una colosal e imperecedera guerra interior!
El Evangelio según Lucifer
La ordalía divina
Inmensas eran las calidoscópicas y variopintas multitudes que se habían apiñado a lo largo de las tortuosas calles de la aldea para ver pasar a Dios en su singular auto de fe. Desde la purpúrea opulencia de la nobleza en los balcones hasta la desdentada curiosidad del pordiosero en el barro observaban, con mudo asombro, el lento avance del Eterno, que marchaba en medio de la procesión ataviado con un sambenito lleno de dibujos de llamas ardientes y una alta coroza roja sobre su cabeza. Yo cerraba el cortejo, con el pecho inflamado por un satisfecho sentimiento de justicia, puesto que yo mismo había acudido a la Santa Inquisición para formalizar la denuncia en contra de Él. También había instruido a numerosos de mis acólitos para que, en medio de las torturas a las que los sometían los inquisidores al atraparlos, lo señalasen como cómplice. ¡Es que mi mente bullía de furia cada vez que una bruja era quemada por utilizar sus negras artes para matar el ganado de un vecino o hacer caer granizo! ¿Cómo podía ser que esos modestos prodigios le valiesen ser ejecutada en nombre del Inventor mismo de las tormentas y la muerte? ¿Acaso el crimen que se les imputaba era el de violar sus derechos de Autor? Si alguien hacía caer un poco de hielo y destruía un pequeño sembrado, lo ejecutaban; si hacía caer un diluvio y destruía a todos los hombres del mundo salvo a dos o tres, lo adoraban de rodillas. ¿Es que esperaban que yo no reaccionase? Castigaban a la que adelantaba unos pocos años el deceso de una vaca y premiaban a Aquel que, en el inicio de los tiempos, había creado la muerte y sentenciado a esa y a todas las vacas futuras a morir. ¿Y cuántas brujas habían alimentado las hogueras por causar, con sus maleficios, la esterilidad a alguna vecina a la que envidiaban? Incontables. Pero Dios, que había hecho estériles a millones de personas y matado a millones de mujeres al dar a luz y a millones de niños en su cuna, seguía impune. ¡La desproporción en el tratamiento de ambos crímenes era flagrante! Alguien tenía que ajustar un poco las cuentas, de modo que puse garras a la obra y pasé a la acción. Presenté al Santo Tribunal pruebas incontrastables que demostraban, más allá de toda duda razonable, la complicidad de Dios en todos los crímenes cometidos por el hombre: si realmente era presciente y todopoderoso como se aseguraba, entonces conocía de antemano cada mala acción que habría de realizarse en el mundo y contaba con todos los medios suficientes para impedirla. Si consentía, así pues, que una brujería se llevase a cabo, le correspondía la imputación, si no de autor intelectual, al menos de partícipe necesario. Más aún, si las brujas sellaban pactos con espíritus impuros, o se reunían con ellos en sus aquelarres, era porque Dios había permitido antes a esos demonios abandonar el Averno: ¿acaso no era esa connivencia con la libertad ambulatoria de los ministros infernales mucho peor que ninguna alianza satánica realizada jamás por bruja o hechicero algunos? Tras examinar con detenimiento las copiosas pruebas y documentos entregados, el inquisidor general libró, con pálido semblante, una inmediata orden de arresto contra el Señor. Por supuesto que yo ya había procurado, de antemano, obtener el puesto de bailío y verdugo, por lo que me presenté con la orden en las puertas del Firmamento. El Reo no se resistió; después de todo, eran sus propias leyes eclesiásticas las que lo llamaban a comparecer ante el tribunal del Santo Oficio. Amparándose en la mentira del libre albedrío, el Acusado negó todos los cargos que se le imputaban, por lo que se me encomendó la tarea de arrancarle una confesión en mis subterráneas salas de tormento. Miento si digo que tenía yo por intención ensañarme en las fofas carnes del Creador, pues ya había Él, bajo la forma de su Hijo, soportado las toscas torturas de los soldados romanos, pero no era una mala ocasión para darle a conocer el refinamiento que dichas artes habían experimentado en las manos de su propia Iglesia. Con cristiano estoicismo soportó el Recluso los dolores del potro, la garrucha, los aplasta pulgares, la cuna de Judas, la bota española, el tormento del agua y la doncella de hierro. Dado que la confesión no afloraba a sus labios, no pude evitar someterlo también a suplicios de otras épocas como la tortura de las ratas, el toro de Fálaris, el desollamiento y el insoportable ling chi. Nada surtió efecto. Los inquisidores llegaron a la conclusión de que el Acusado conocía efectivos hechizos para tolerar el dolor, lo cual era una nueva prueba de su culpabilidad. Se le concedió, sin embargo, la posibilidad de enfrentar la ordalía del fuego, pero la delicada piel del Divino pronto se vio chamuscada: Su esencia no parecía estar tan habituada a las altas temperaturas como la de quienes, arrojados por Él a las flamígeras concavidades del Báratro, habíamos tenido que aprender a soportarlas. Siguieron, a continuación, las formalidades del juicio, en el que actué como fiscal y me aboqué a probar elocuentemente, ante un jurado tan ecuánime como el de Minos, Éaco y Radamantis, que aquel Dios sociópata y homicida era la causa primera de todas las herejías y crímenes conocidos por el hombre. El fallo fue unánime: aquel Convicto pertinaz, impenitente relapso, quedaba sentenciado a morir en la hoguera. Se fijó la fecha para el auto de fe, y así fue como todo culminó en la procesión que dio inicio a la presente estrofa. Una vez llegados al sitio señalado para la pública ejecución, el Condenado fue atado a una imponente estaca, los haces de leña se amontonaron a sus pies, y se me encomendó a mí la tea para encender los fuegos de castigo. El Reo no tenía derecho a una muerte misericordiosa por garrote vil: agonizaría entre las llamas tal como lo hacían los ángeles caídos y los condenados en el Inframundo. Aquel protervo Criminal de los tiempos conocería, por fin, los tormentos que con tan munífica mano había prodigado durante milenios a sus propias criaturas. Sí, Supremo, no ignoras que esto que te digo es la verdad, tan certera como todos los demás dardos que, con experimentado pulso, por centurias te he arrojado desde mi oscuro rincón de penurias y dolor. Has sido el autor intelectual de todos los crímenes religiosos, y no es sino un acto de justicia que tus propios mecanismos de persecución se hayan vuelto ahora en tu contra. Sea, Dios, lo admito: ha sido la envidia lo que me ha impulsado a esto, envidia de que tus delitos alevosos superen tan holgadamente a los míos, envidia de que tanta gente mate y cometa atrocidades en tu nombre, sea este Yahveh, Cristo o Allah, y nadie lo haga en el mío: yo no tengo fundamentalistas, cruzados, talibanes, inquisidores o terroristas cargados de explosivos. ¿Qué es un infante sacrificado cada tanto en el sabbat comparado con los holocaustos de sangre que tus guerras santas han derramado por doquier? ¡Ya quisiera Lucifer haber causado siquiera una décima parte de las muertes, los ultrajes y los estragos que causó el misericordioso Señor de los cielos! Y aquí me ves, erguido con una antorcha en la mano, sabiendo que a tu lado no soy más que un pobre aprendiz: ¡tanto me empequeñezco ante el sangriento catálogo de tus alucinantes crímenes contra la raza humana! No te culpo, Dios: sé que el hombre te ha hecho a su imagen y semejanza y que desde siempre te ha utilizado para justificar su pasión por las vejaciones, las torturas y los homicidios; y es por eso que, de haber estado en tu lugar, yo también me habría terminado convirtiendo en un asesino serial. El hombre no ha merecido de ti nada mejor que cuanto le has dado; pero ahora debo cumplir con mi triste oficio y entregar tus carnes a las llamas. El fuego ha prendido bien pero se acerca a ti lentamente, como con reverencial temor de ir a morder los tobillos de su propio Hacedor. Me imagino que entenderás que es mi deber echar combustible para atizarlo: se me paga por ocuparme de ello, y debo ganarme mi sueldo. Finalmente te ha alcanzado y empiezas a retorcerte en mortal agonía. Eres más luminoso que las llamas, y por momentos temo que termines siendo Tú el que las devore a ellas. ¡Qué espectáculo tan pasmoso! La multitud se ha arrodillado para verte arder, y por un momento hasta yo he sentido el impulso de hincarme de rodillas en el suelo. Tu Hijo murió por los pecados de los hombres; Tú mueres por los propios y los de tu Iglesia. Si los humanos fuesen sabios, ya empezarían a cambiar sus vetustas cruces por llamas similares a las del Tártaro; pero no lo son. El fuego se ceba en tus restos y una negra humareda sube al cielo hasta formar una apocalíptica cúpula de nubes que transforma el día en noche y comienza a gruñir con horrendos truenos de tempestad. ¡Asciende, Eterno, asciende! Has muerto para purgar tus cuantiosas fechorías, aunque mucho deploro que no hayas querido tener el buen gesto de reconocer tus culpas ante los hombres. Mas no temas: en tres días resucitarás como siempre, volverás a reinar en tu plácido trono de esmeraldas y perlas, y yo ya podré buscar innovadoras formas para matarte de nuevo. Sólo me apena que la venganza por tantos óbitos te esté por completo vedada, pues, para matarme a mí siquiera una sola vez, necesitarías arrebatarme la vida, y yo no reconozco como tal a esta incesante sucesión de tribulaciones que, con un muy mal disimulado odio sempiterno, me has dado en este negro calabozo de tormentos y torturas inquisitoriales que es la existencia.
El veneno más letífero
Me deslizaba aquel mediodía por el prado, como tantas otras veces, en mi majestuosa forma de serpiente. Me agradaba adoptar aquella piel porque me permitía recrearme entre las innúmeras glorias de la Naturaleza sin levantar sospechas ni llamar la atención de nadie. Encontraba cierto solaz en contemplar los multiformes objetos del mundo así, confundiéndome entre las demás bestias terrenas para pasar desapercibido a los profanos ojos del orbe. Es lógico que un demonio a veces quiera disfrutar de su tiempo en soledad. Sin embargo, aquel día percibí de pronto que unos arbustos a mi lado se movían. Repentinamente, noté que un ser desconocido los hacía a un lado y se quedaba, suspenso, observando la rutilante belleza de mis lustrosas escamas. Intenté alejarme, pero la ignota criatura comenzó a seguirme, por lo que la increpé en los más rudos acentos que se me vinieron a la mente. La entidad puso cara de profundo asombro y, tras unos instantes de estupefacción, rompió a decir:
—Nunca antes había visto que un animal hablase en el idioma de los humanos. ¿Acaso no serás tú el Maligno, aquel contra el que tanto nos advirtió el arcángel Miguel?
—Sólo soy una criatura de Dios, y, si sus lacayos me consideran maligno, quizás deberían preguntarse por qué su propio Creador ha engendrado el mal: la Providencia podría haberme hecho un poco mejor. No es mi culpa si Él no es bueno en lo suyo y los productos salidos de su infatigable fábrica de la vida no cumplen con las normas de calidad necesarias ni alcanzan a cubrir las exigencias de siquiera los más mínimos estándares morales. Pero te saludo, hija de la costilla: ahora que has hablado sé quién eres y por qué estás aquí.
—Me gusta pasar tiempo en este lugar. Esta parte es sin duda la más hermosa de todo el Edén.
—También la más mortal, si ese árbol es el que yo creo.
—Siempre vengo a contemplar ese árbol. No crece aquí nada que sea más bello que sus frutos, siempre brillantes, siempre rojos.
—Y nada tampoco que sea más nocivo.
—¿Tan mala es la muerte?
—Me refiero al conocimiento. Y a la tristeza, que es su más directa consecuencia. La muerte en realidad es sólo la cura. Mejor harías en nunca acercarte a él y ser feliz en tu paraíso de ignorancia.
—¿Cómo sabes eso? ¿Lo has probado ya?
—No me ha hecho falta: fui el primer experimento de tu Creador, un experimento fallido. Cuando el monstruo que su inexperta ciencia produjo se le volvió, como era lógico, en su contra, sin duda el bisoño Aprendiz de brujo asimiló la lección y, escarmentado, consideró prudente que su segunda criatura viniera con el conocimiento como un accesorio optativo. ¡Felices de aquellos que lo logren evitar!
—¿Preferirías, entonces, mi ignorancia a tu conocimiento?
—¡No! Si bien es cierto que a veces, cuando mi soledad aúlla demasiado fuerte en mi pecho, o cuando paso toda la noche deseando que la muerte me sumerja en el océano de la nada, me pregunto si no sería mejor lobotomizarme para, pareciéndome de ese modo un poco más a las restantes criaturas, poder obtener sin dificultad compañía y sustento, nunca tarda mucho mi naturaleza orgullosa en rebelarse gritando que, por mucho que mi sendero me conduzca indefectiblemente a gélidas regiones de hambruna y desolación, existe, sin embargo, una enorme e irrenunciable gloria en soportar la miseria y las incontables laceraciones que el saber produce. Vivo en un infierno que me persigue a donde quiera que yo vaya, es cierto, pero ya tampoco podría tolerar vivir alejado de él. Mas no te sugiero a ti, débil criatura, que lo pises: lo que yo enfrento día a día, a ti te sería letal incluso en sueños.
—Mucho me asombra que me hable de ese modo una simple criatura reptante que, según me ha informado mi marido, es inferior en todo a nosotros los seres humanos. ¿En serio dices que puedes soportar las agonías de un conocimiento que a nosotros nos aniquilaría?
—Es posible que nunca llegue a saber si soy infinitamente superior o infinitamente inferior al humano, pero, ahora que lo veo, me alegra comprobar que la distancia que existe entre él y yo es sideral. Y no ignoro tampoco que, si pruebas de ese árbol, tal sentimiento nos resultará diametralmente recíproco. Ten cuidado, mujer de Adán: te lo digo yo, que soy el ser más herido que respira en todo este universo. Procura ser inocente y podrás así ser feliz; no hagas de tu Edén una Gehena.
—Pero me gusta mucho tu elocuencia, me fascina la seguridad con la que hablas, lo cual es sin duda obra del conocimiento. Mi simpleza ya no me satisface. Yo quiero lo que tú tienes.
—¡Insensata! ¿Es que no escuchas lo que se te dice? Te lo ha explicado tu Dios y te lo repito ahora yo, que soy más sabio que Él pues conozco el dolor y la derrota: disfruta de la inigualable e inmarcesible dicha que existe en la ignorancia. El verdadero Maligno, que puso ahí ese árbol para tentarte y lavarse luego las manos cuando sufras lo que sufro yo, te ha dado, hay que admitirlo, un don invaluable: la idiotez. Procura que tu femenil curiosidad y tus ansias de saber no te empujen a perderla. Un universo entero existe, llamado Hades, repleto de seres que no sin razón envidiarían una bienaventuranza semejante.
—¿Hay, entonces, otros como tú? Pero tus razones no me convencen. Creo que no eres más que un espíritu egoísta que no desea compartir con otros los abstrusos gozos del conocimiento. Como un dragón sobre su tesoro, intentas guardar celosamente esos saberes para tu raza privilegiada. Comeré de la manzana, y ni tú ni todos los habitantes de ese Hades podrán impedírmelo.
—¿Qué dices, madre de la locura? El daño contra el cual te advierto no te lo harás sólo a ti, sino que se lo dejarás como un legado hereditario a las infinitudes de seres que tu fatídica acción habrá de engendrar. Puedes elegir entre ser feliz para siempre o hacer miserables a millones y millones y millones de seres por un puñado de años. Al crear la vida, condenarás a toda la humanidad entera a padecer el dolor y la muerte, que pasarán a ser los dos inseparables hermanos de la existencia. Estás a punto de cometer un horrendo acto criminal ante el cual me encojo incluso yo, el inventor mismo del crimen y el pecado.
—Me cuesta mucho creerte. El arcángel Miguel hizo bien en advertirme que eras un embustero. ¿Cómo yo podría engendrar a millones de seres? ¿Y cómo podrían ellos ser miserables, si yo soy feliz?
—Dejarás de serlo apenas hinques tus dientes en el fruto prohibido. Y, en cuanto a la raza humana, que no te asombre ni asuste su número: por muchos que sean, el universo se seguirá expandiendo como un monstruo aterrador e inconmensurable sin saber, sin siquiera notar que en un ínfimo punto de su epidermis, y por un espacio de tiempo inferior al equivalente a una fracción de segundo, habrá existido alguna vez una ridícula molestia llamada «humanidad», ufana mota de polvo que, una vez desaparecida, el inmenso universo jamás recordará. Sí: la vida será un accidente que llenará de miseria a quienes la padezcan, pero que resultará indiferente en medio de las infinitudes del cosmos. Nunca jamás, en toda la eterna espiral de los tiempos, habrá existido un evento tan grotesco y tan absurdo. ¡Tanto dolor para nada!
—Lo único absurdo es tu razonamiento. Conozco al humano mucho mejor que tú, pues tengo a uno por esposo. Sé que en él priman, por sobre todas las cosas, la piedad y el amor. Aun con el conocimiento, el dolor y la muerte, los hombres sabrán ser dichosos. Y buenos.
—¡Ay, eres mucho más inocente de lo que me figuré en un principio! Yo conozco al humano mucho mejor que tú, pues tuve por padre a su Creador. Con o sin fruto prohibido, una bestia engendrada por Él no tardará en reunir en su persona, como propias, todas y cada una de las habilidades para el crimen, el dolo, la mentira y la trampa que la imaginación de todas las esferas que brillan en los negros cielos nocturnos es capaz de concebir. Básteme con tu ejemplo, que ya quieres desobedecer y pisotear la única ley que te impuso Aquel que te hizo. Añade a eso el conocimiento, letífero veneno, y habrás creado el más artero y terrible de los monstruos de todo este plano material.
—No sabes de lo que hablas, y por eso te perdono. Morderé la manzana sólo para demostrarte que los humanos somos mucho mejores de lo que tú dices. Observa, sierpe melancólica, y aprende.
En cuanto la vi tomar el fruto, agotados ya todos mis fútiles intentos por disuadirla de aquel capricho, me alejé con rapidez de allí, pues bien sabía lo que sucedería a continuación: todas las usinas propagandísticas del enemigo, desde el Espíritu Santo dictando a los hebreos hasta el poeta ciego inglés dictando a sus hijas, serían puestas al servicio de culparme a mí por una acción que sólo fue producto de la obstinación y terquedad de la raza que desprecio. Y, antes de que se sospeche algún hábil ardid de mi parte, niego rotunda y enfáticamente haber aplicado principio alguno de psicología inversa. Por eso, cada vez que mi mente torturada revisita este episodio y la imperdonable injusticia que a consecuencia de él se labró en mi contra, el veneno que se me acumula en los incisivos adquiere, merced al procesamiento de un número proporcionalmente mayor de toxinas, un grado de peligrosidad que resulta luego, en su aplicación, infinitamente más letal. Pero es hora de mudar de piel y arrastrarme con sigilo a algún proclive y espeso matorral a fin de picar allí, con mal disimulada saña, al primer paseante de distraído tobillo que se presente dentro del rango de mi ofídica visión. Ya bastante he mordido el corazón de la inocua víctima que en este momento agradece, exultante, el hecho de notar que el arbitrario término de mi presente estrofa se halla cerca. ¡Oh, lector en cuyo pecho he inoculado una terrible dosis de saliva ponzoñosa!, no salgas ahora presuroso en busca de la dudosa eficacia de un antídoto: vivirás; pero, aunque con tus puños crispados intentes negarlo, debo hacerte saber que mi veneno espiritual ya nunca más te habrá de abandonar.
Visitante paranormal
Los fenómenos inexplicables se sucedían unos a otros sin cesar. Desde que me había mudado a aquella vieja mansión, mi vida cotidiana se veía perturbada casi a diario, y a menudo de muy enojosas maneras, por sucesos misteriosos en los que parecía palpitar un aura sobrenatural. Las noches podían transformarse en un verdadero infierno, y a veces conciliar el sueño se volvía una empresa extremadamente difícil. Voces y aullidos de ultratumba que hacían resonar sus ecos en deshabitadas estancias; objetos que cambiaban caprichosamente de lugar sin el más mínimo respeto por permanecer allí donde habían sido dejados la víspera; súbitas ráfagas de aire helado que invadían de manera incomprensible algún puntual aposento; un clavicordio que ejecutaba siniestras melodías arpegiadas a medianoche sin que nadie lo tocara; luces muy similares a fuegos fatuos que se desvanecían en la nada cuando se las seguía a través de los corredores; sombras fugaces que se cruzaban por el campo visual como digitadas por cineastas mediocres... todo me empujaba a concluir que la mansión había sido invadida por alguna larva o espíritu maléfico. ¿Habría acaso muerto alguien allí de manera violenta en tiempos remotos? ¿Habría habitado en la casa alguna perversa bruja, haciendo de aquella morada el teatro de sus negras invocaciones necrománticas? ¿O, ya bien, habría entrado un grupo de imprudentes púberes alguna noche a fin de entretenerse con una tabla ouija? Era imposible saberlo, pero el demonio, espíritu o trasgo que, de manera unilateral, había decidido convivir conmigo estaba volviendo muy problemática mi residencia en aquella vetusta aunque lujosa casona. ¿Sería acaso una erinia, que así me acosaba por algún crimen perdido en la noche profunda de mi anquilosada memoria? Un horlá no podía ser porque siempre al despertarme encontraba intacto mi vaso de agua. Tampoco parecía obedecer el fenómeno al vindicativo fantasma de un niño lisiado que clamaba por justicia, pues una inspección minuciosa de los altillos poblados de profusas telarañas no había arrojado el hallazgo de silla de ruedas alguna. ¿Cuál podía ser, entonces, la razón de que, según aquellos extraordinarios sucesos hacían suponerlo, estuviese yo habitando en una mansión a todas luces embrujada? Por lo pronto, se hacía imperioso solicitar cuanto antes los servicios de un sacerdote para que llevase a cabo una exhaustiva limpieza energética del lugar. Los extravagantes rituales se desarrollaron frente al impasible farallón de mi mudo escepticismo, que sólo procuró no ser salpicado por ninguna gota de agua bendita. Esa noche, el resultado no me sorprendió en lo absoluto: el ente incognoscible se hizo oír arrastrando cadenas por la estancia desocupada que se ubicaba justo encima de mi alcoba. Procedí entonces a agenciarme los oficios de una médium. La sesión espiritista no duró mucho: no bien la anciana hubo invocado al muerto cuya presencia perturbaba la vieja casa, se desplomó de la silla, con sus canosos cabellos erizados como tras una descarga eléctrica, y, hasta donde he tenido noticia, nunca volvió a emitir palabra en el manicomio al que fue confinada tras esa malograda intervención. Una y otra vez mis ingentes esfuerzos por exorcizar a la funesta entidad intrusa se probaron vanos, por lo que la duda no tardó en asaltarme: ¿y si, en realidad, el muerto era yo? Quizás aquella sólo era una casa de familia en la que, sin saberlo, mi fantasma se había instalado como un okupa de ultratumba, en cuyo caso todas las molestias que yo experimentaba eran obra de los habitantes vivos de la mansión. Una nariz rota, que rendía fidedigno testimonio de mi incapacidad para atravesar paredes, me disuadió pronto de esa idea. La solución de aquel problema parecía hallarse completamente fuera de mi alcance, por lo que el asunto daba incesantes vueltas en mi cabeza mientras reposaba aquella noche, sin poder dormir, en mi blanco lecho de raso. Entonces llegó a mis oídos, clara como la piel de un ángel mutilado, ululante como el frío viento que atraviesa una cripta en la noche brumosa, la voz de aquel espectro del que no lograba desembarazarme. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». Reconocí de inmediato sus horrendos timbres argentinos: ¡era la voz de Dios! ¡Cada inflexión lo delataba como el autor de mis domésticos calvarios! De modo que se trata otra vez de ti, insoportable Cíclope de las concavidades celestes. ¿Para qué me llamas en medio de la noche, mientras mis afiebrados ojos intentan conciliar el sueño? ¿Y a qué vienen todas las pueriles intromisiones incorpóreas con las que a diario perturbas esta terrena morada? ¿Acaso no tienes divinas labores de las que ocuparte en tu empírea sala de mandos, o planetas con los cuales entretenerte haciendo juegos malabares, que así vienes a interrumpir el reposo de quienes ya te han manifestado que no te aman? ¿O es que visitas esta mansión porque te has impuesto la loca penitencia de gemir y lamentarte en todos aquellos lugares en los que has cometido alguna sangrienta fechoría? Dudo que, aun siendo un dios, cuentes con el tiempo y la velocidad suficientes para apersonarte puntualmente en todas las escenas de tus cuantiosos crímenes, pero sea: descarga tu llanto en estos aposentos que han sido testigos de quién sabe qué clase de atrocidades, lava con tus lágrimas la sangre con la que has manchado estos viejos muros mohosos, y vete sin hacer más ruido para permitirme descansar por lo que resta de la noche, llevándote contigo esas herrumbrosas cadenas que sin duda has arrancado al escapar de la decrépita celda en la que te tenían atado las autoridades del hospicio de alienados. Te estaré sumamente agradecido, y hasta quizás esboce una somera plegaria pidiendo por la pronta recuperación de tu salud mental, si tienes a bien no volver a presentarte bajo mi techo sin la urbana etiqueta de una previa invitación. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». Sí, Eterno, sé a qué has venido, pero lamento tener que ser yo quien te diga que tus afanosas incursiones en este mundo serán en vano: no encontrarás aquí lo que vienes a buscar. Reconozco, sin doblez alguna, haber sido tu vil asesino, y entiendo perfectamente que ahora tu alma en pena guste de venir a clamar venganza, como la ciclópea sombra del remordimiento, a la cabecera de mi lecho suntuoso, pero no lograrás hacer que me levante a estas horas para cargar en un saco tus huesos insepultos y dirigirme al cementerio más cercano a fin de proporcionarles una adecuada tumba en tierra sagrada. Además, a esta altura ignoro a dónde han ido a parar todas las diversas piezas que conformaban tus megalíticos restos mortuorios, demencial rompecabezas que hoy día me sería imposible reagrupar y rearmar. Ya no me lo sigas reclamando con esta fantasmagórica obstinación digna de mejores causas: tu soberana carcasa permanecerá eternamente sin reposo, por mucho que noche tras noche te presentes en mi morada con todo tu funesto aparato de ruidos y perturbaciones ectoplasmáticas para intentar privarme también a mí de aquel. ¿Es que negarme el descanso constituirá tu infantil manera de vengarte? Ahora que sé a quién pertenece la sombra que me acosa, podrás tenerte por afortunado si no te arrebato esa sábana harapienta y agujereada en la que te enfundas para abrigarme con ella al darme vuelta para seguir dormitando. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». ¿De qué te quejas, Soberano inclemente? Tu espíritu informe ha quedado atrapado en una antigua casa, ¿y qué? ¿Acaso no están los espíritus de todos nosotros, tus criaturas, atrapados de igual modo en estos vetustos y frágiles cuerpos que nos has dado, y a menudo también en un siglo al que no pertenecemos pero al que inmisericordemente nos arrojaste mientras reías con las barbas llenas de espumarajos y las facciones desencajadas? Bienvenido a tu mundo, Dios: lo que padeces ahora es lo mismo que ha padecido desde siempre toda la vida que has creado. El sufrimiento de una sofocante prisión contra cuyos estrechos límites chocan nuestras inútiles alas, la celda de un envoltorio terreno que no vemos como propio, el cepo de una naturaleza que no es la nuestra, los grilletes de un tiempo cuyas costumbres lo vuelven ajeno a nuestra forma de ser y el calabozo de un siglo de cuyos pesadillescos barrotes sociales no nos es posible escapar: tales son algunas de las multitudinarias desdichas que nos has legado a tus vástagos, y que ahora quizás por fin te toque a ti sufrir en alma propia. De modo que actuarías con innegables inteligencia y decoro si te limitaras a soportar tu nueva realidad sin todos estos llantos y gemidos con los de que continuo asaltas mis horas. Guarda el respetuoso silencio del recato, devuelve tus lágrimas siderales a su hermética urna, súmete en el resignado reposo de una quietud sempiterna y líbrame por fin de tu presencia fantasmática. Nada ganarás buscando mi inconmovible hombro para gimotear por tu metafísico confinamiento: tienes lo que mereces, y no podrás encontrar consuelo alguno entre las incontables criaturas que, por crímenes que ignoran haber cometido, purgan una inefable condena en estos dolorosos presidios materiales a los que tu dudosa justicia las ha sentenciado. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». ¡Oh, ya no insistas más, terco Demiurgo! Pierdes tu tiempo con esos desgarradores sollozos y esos ayes ultraterrenos: no abandonaré esta reluciente mansión de la que intentas expulsarme. Si quieres que convivamos entre sus paredes, como alguna vez lo hicimos en los marmóreos aposentos de tu encumbrado Empíreo, no habré de oponerme; pero depón ya tus conatos de alejarme de estos opulentos recintos cuyo usufructo he ganado legítimamente. ¿Es que no quieres entenderlo? ¡Tengo todo el derecho del mundo a habitar aquí, entre los palaciegos salones de esta antigua edificación, rodeado de continuo por todos los lujos del oro, las piedras preciosas y las bellas artes! No te quejes conmigo: yo no he tenido nada que ver en el asunto. Te lo digo y te lo repito, Regente etéreo: no es en mí en quien debes posar tu mirada con el célere ceño de la sospecha. No ha sido en lo absoluto mi culpa el que, en su último cónclave en la basílica, tus propios cardenales hayan decidido, persuadidos por mi extática elocuencia y mis beatas costumbres, coronar con una fumata blanca la elección de mi persona como tu vicario entre los hombres, concediéndome así por morada esta fastuosa residencia papal que se emplaza, enhiesta y mayestática, en el corazón mismo de tus históricas tierras vaticanas. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?».