El veneno más letífero



Me deslizaba aquel mediodía por el prado, como tantas otras veces, en mi majestuosa forma de serpiente. Me agradaba adoptar aquella piel porque me permitía recrearme entre las innúmeras glorias de la Naturaleza sin levantar sospechas ni llamar la atención de nadie. Encontraba cierto solaz en contemplar los multiformes objetos del mundo así, confundiéndome entre las demás bestias terrenas para pasar desapercibido a los profanos ojos del orbe. Es lógico que un demonio a veces quiera disfrutar de su tiempo en soledad. Sin embargo, aquel día percibí de pronto que unos arbustos a mi lado se movían. Repentinamente, noté que un ser desconocido los hacía a un lado y se quedaba, suspenso, observando la rutilante belleza de mis lustrosas escamas. Intenté alejarme, pero la ignota criatura comenzó a seguirme, por lo que la increpé en los más rudos acentos que se me vinieron a la mente. La entidad puso cara de profundo asombro y, tras unos instantes de estupefacción, rompió a decir:

—Nunca antes había visto que un animal hablase en el idioma de los humanos. ¿Acaso no serás tú el Maligno, aquel contra el que tanto nos advirtió el arcángel Miguel?

—Sólo soy una criatura de Dios, y, si sus lacayos me consideran maligno, quizás deberían preguntarse por qué su propio Creador ha engendrado el mal: la Providencia podría haberme hecho un poco mejor. No es mi culpa si Él no es bueno en lo suyo y los productos salidos de su infatigable fábrica de la vida no cumplen con las normas de calidad necesarias ni alcanzan a cubrir las exigencias de siquiera los más mínimos estándares morales. Pero te saludo, hija de la costilla: ahora que has hablado sé quién eres y por qué estás aquí.

—Me gusta pasar tiempo en este lugar. Esta parte es sin duda la más hermosa de todo el Edén.

—También la más mortal, si ese árbol es el que yo creo.

—Siempre vengo a contemplar ese árbol. No crece aquí nada que sea más bello que sus frutos, siempre brillantes, siempre rojos.

—Y nada tampoco que sea más nocivo.

—¿Tan mala es la muerte?

—Me refiero al conocimiento. Y a la tristeza, que es su más directa consecuencia. La muerte en realidad es sólo la cura. Mejor harías en nunca acercarte a él y ser feliz en tu paraíso de ignorancia.

—¿Cómo sabes eso? ¿Lo has probado ya?

—No me ha hecho falta: fui el primer experimento de tu Creador, un experimento fallido. Cuando el monstruo que su inexperta ciencia produjo se le volvió, como era lógico, en su contra, sin duda el bisoño Aprendiz de brujo asimiló la lección y, escarmentado, consideró prudente que su segunda criatura viniera con el conocimiento como un accesorio optativo. ¡Felices de aquellos que lo logren evitar!

—¿Preferirías, entonces, mi ignorancia a tu conocimiento?

—¡No! Si bien es cierto que a veces, cuando mi soledad aúlla demasiado fuerte en mi pecho, o cuando paso toda la noche deseando que la muerte me sumerja en el océano de la nada, me pregunto si no sería mejor lobotomizarme para, pareciéndome de ese modo un poco más a las restantes criaturas, poder obtener sin dificultad compañía y sustento, nunca tarda mucho mi naturaleza orgullosa en rebelarse gritando que, por mucho que mi sendero me conduzca indefectiblemente a gélidas regiones de hambruna y desolación, existe, sin embargo, una enorme e irrenunciable gloria en soportar la miseria y las incontables laceraciones que el saber produce. Vivo en un infierno que me persigue a donde quiera que yo vaya, es cierto, pero ya tampoco podría tolerar vivir alejado de él. Mas no te sugiero a ti, débil criatura, que lo pises: lo que yo enfrento día a día, a ti te sería letal incluso en sueños.

—Mucho me asombra que me hable de ese modo una simple criatura reptante que, según me ha informado mi marido, es inferior en todo a nosotros los seres humanos. ¿En serio dices que puedes soportar las agonías de un conocimiento que a nosotros nos aniquilaría?

—Es posible que nunca llegue a saber si soy infinitamente superior o infinitamente inferior al humano, pero, ahora que lo veo, me alegra comprobar que la distancia que existe entre él y yo es sideral. Y no ignoro tampoco que, si pruebas de ese árbol, tal sentimiento nos resultará diametralmente recíproco. Ten cuidado, mujer de Adán: te lo digo yo, que soy el ser más herido que respira en todo este universo. Procura ser inocente y podrás así ser feliz; no hagas de tu Edén una Gehena.

—Pero me gusta mucho tu elocuencia, me fascina la seguridad con la que hablas, lo cual es sin duda obra del conocimiento. Mi simpleza ya no me satisface. Yo quiero lo que tú tienes.

—¡Insensata! ¿Es que no escuchas lo que se te dice? Te lo ha explicado tu Dios y te lo repito ahora yo, que soy más sabio que Él pues conozco el dolor y la derrota: disfruta de la inigualable e inmarcesible dicha que existe en la ignorancia. El verdadero Maligno, que puso ahí ese árbol para tentarte y lavarse luego las manos cuando sufras lo que sufro yo, te ha dado, hay que admitirlo, un don invaluable: la idiotez. Procura que tu femenil curiosidad y tus ansias de saber no te empujen a perderla. Un universo entero existe, llamado Hades, repleto de seres que no sin razón envidiarían una bienaventuranza semejante.

—¿Hay, entonces, otros como tú? Pero tus razones no me convencen. Creo que no eres más que un espíritu egoísta que no desea compartir con otros los abstrusos gozos del conocimiento. Como un dragón sobre su tesoro, intentas guardar celosamente esos saberes para tu raza privilegiada. Comeré de la manzana, y ni tú ni todos los habitantes de ese Hades podrán impedírmelo.

—¿Qué dices, madre de la locura? El daño contra el cual te advierto no te lo harás sólo a ti, sino que se lo dejarás como un legado hereditario a las infinitudes de seres que tu fatídica acción habrá de engendrar. Puedes elegir entre ser feliz para siempre o hacer miserables a millones y millones y millones de seres por un puñado de años. Al crear la vida, condenarás a toda la humanidad entera a padecer el dolor y la muerte, que pasarán a ser los dos inseparables hermanos de la existencia. Estás a punto de cometer un horrendo acto criminal ante el cual me encojo incluso yo, el inventor mismo del crimen y el pecado.

—Me cuesta mucho creerte. El arcángel Miguel hizo bien en advertirme que eras un embustero. ¿Cómo yo podría engendrar a millones de seres? ¿Y cómo podrían ellos ser miserables, si yo soy feliz?

—Dejarás de serlo apenas hinques tus dientes en el fruto prohibido. Y, en cuanto a la raza humana, que no te asombre ni asuste su número: por muchos que sean, el universo se seguirá expandiendo como un monstruo aterrador e inconmensurable sin saber, sin siquiera notar que en un ínfimo punto de su epidermis, y por un espacio de tiempo inferior al equivalente a una fracción de segundo, habrá existido alguna vez una ridícula molestia llamada «humanidad», ufana mota de polvo que, una vez desaparecida, el inmenso universo jamás recordará. Sí: la vida será un accidente que llenará de miseria a quienes la padezcan, pero que resultará indiferente en medio de las infinitudes del cosmos. Nunca jamás, en toda la eterna espiral de los tiempos, habrá existido un evento tan grotesco y tan absurdo. ¡Tanto dolor para nada!

—Lo único absurdo es tu razonamiento. Conozco al humano mucho mejor que tú, pues tengo a uno por esposo. Sé que en él priman, por sobre todas las cosas, la piedad y el amor. Aun con el conocimiento, el dolor y la muerte, los hombres sabrán ser dichosos. Y buenos.

—¡Ay, eres mucho más inocente de lo que me figuré en un principio! Yo conozco al humano mucho mejor que tú, pues tuve por padre a su Creador. Con o sin fruto prohibido, una bestia engendrada por Él no tardará en reunir en su persona, como propias, todas y cada una de las habilidades para el crimen, el dolo, la mentira y la trampa que la imaginación de todas las esferas que brillan en los negros cielos nocturnos es capaz de concebir. Básteme con tu ejemplo, que ya quieres desobedecer y pisotear la única ley que te impuso Aquel que te hizo. Añade a eso el conocimiento, letífero veneno, y habrás creado el más artero y terrible de los monstruos de todo este plano material.

—No sabes de lo que hablas, y por eso te perdono. Morderé la manzana sólo para demostrarte que los humanos somos mucho mejores de lo que tú dices. Observa, sierpe melancólica, y aprende.

En cuanto la vi tomar el fruto, agotados ya todos mis fútiles intentos por disuadirla de aquel capricho, me alejé con rapidez de allí, pues bien sabía lo que sucedería a continuación: todas las usinas propagandísticas del enemigo, desde el Espíritu Santo dictando a los hebreos hasta el poeta ciego inglés dictando a sus hijas, serían puestas al servicio de culparme a mí por una acción que sólo fue producto de la obstinación y terquedad de la raza que desprecio. Y, antes de que se sospeche algún hábil ardid de mi parte, niego rotunda y enfáticamente haber aplicado principio alguno de psicología inversa. Por eso, cada vez que mi mente torturada revisita este episodio y la imperdonable injusticia que a consecuencia de él se labró en mi contra, el veneno que se me acumula en los incisivos adquiere, merced al procesamiento de un número proporcionalmente mayor de toxinas, un grado de peligrosidad que resulta luego, en su aplicación, infinitamente más letal. Pero es hora de mudar de piel y arrastrarme con sigilo a algún proclive y espeso matorral a fin de picar allí, con mal disimulada saña, al primer paseante de distraído tobillo que se presente dentro del rango de mi ofídica visión. Ya bastante he mordido el corazón de la inocua víctima que en este momento agradece, exultante, el hecho de notar que el arbitrario término de mi presente estrofa se halla cerca. ¡Oh, lector en cuyo pecho he inoculado una terrible dosis de saliva ponzoñosa!, no salgas ahora presuroso en busca de la dudosa eficacia de un antídoto: vivirás; pero, aunque con tus puños crispados intentes negarlo, debo hacerte saber que mi veneno espiritual ya nunca más te habrá de abandonar.

Visitante paranormal



Los fenómenos inexplicables se sucedían unos a otros sin cesar. Desde que me había mudado a aquella vieja mansión, mi vida cotidiana se veía perturbada casi a diario, y a menudo de muy enojosas maneras, por sucesos misteriosos en los que parecía palpitar un aura sobrenatural. Las noches podían transformarse en un verdadero infierno, y a veces conciliar el sueño se volvía una empresa extremadamente difícil. Voces y aullidos de ultratumba que hacían resonar sus ecos en deshabitadas estancias; objetos que cambiaban caprichosamente de lugar sin el más mínimo respeto por permanecer allí donde habían sido dejados la víspera; súbitas ráfagas de aire helado que invadían de manera incomprensible algún puntual aposento; un clavicordio que ejecutaba siniestras melodías arpegiadas a medianoche sin que nadie lo tocara; luces muy similares a fuegos fatuos que se desvanecían en la nada cuando se las seguía a través de los corredores; sombras fugaces que se cruzaban por el campo visual como digitadas por cineastas mediocres... todo me empujaba a concluir que la mansión había sido invadida por alguna larva o espíritu maléfico. ¿Habría acaso muerto alguien allí de manera violenta en tiempos remotos? ¿Habría habitado en la casa alguna perversa bruja, haciendo de aquella morada el teatro de sus negras invocaciones necrománticas? ¿O, ya bien, habría entrado un grupo de imprudentes púberes alguna noche a fin de entretenerse con una tabla ouija? Era imposible saberlo, pero el demonio, espíritu o trasgo que, de manera unilateral, había decidido convivir conmigo estaba volviendo muy problemática mi residencia en aquella vetusta aunque lujosa casona. ¿Sería acaso una erinia, que así me acosaba por algún crimen perdido en la noche profunda de mi anquilosada memoria? Un horlá no podía ser porque siempre al despertarme encontraba intacto mi vaso de agua. Tampoco parecía obedecer el fenómeno al vindicativo fantasma de un niño lisiado que clamaba por justicia, pues una inspección minuciosa de los altillos poblados de profusas telarañas no había arrojado el hallazgo de silla de ruedas alguna. ¿Cuál podía ser, entonces, la razón de que, según aquellos extraordinarios sucesos hacían suponerlo, estuviese yo habitando en una mansión a todas luces embrujada? Por lo pronto, se hacía imperioso solicitar cuanto antes los servicios de un sacerdote para que llevase a cabo una exhaustiva limpieza energética del lugar. Los extravagantes rituales se desarrollaron frente al impasible farallón de mi mudo escepticismo, que sólo procuró no ser salpicado por ninguna gota de agua bendita. Esa noche, el resultado no me sorprendió en lo absoluto: el ente incognoscible se hizo oír arrastrando cadenas por la estancia desocupada que se ubicaba justo encima de mi alcoba. Procedí entonces a agenciarme los oficios de una médium. La sesión espiritista no duró mucho: no bien la anciana hubo invocado al muerto cuya presencia perturbaba la vieja casa, se desplomó de la silla, con sus canosos cabellos erizados como tras una descarga eléctrica, y, hasta donde he tenido noticia, nunca volvió a emitir palabra en el manicomio al que fue confinada tras esa malograda intervención. Una y otra vez mis ingentes esfuerzos por exorcizar a la funesta entidad intrusa se probaron vanos, por lo que la duda no tardó en asaltarme: ¿y si, en realidad, el muerto era yo? Quizás aquella sólo era una casa de familia en la que, sin saberlo, mi fantasma se había instalado como un okupa de ultratumba, en cuyo caso todas las molestias que yo experimentaba eran obra de los habitantes vivos de la mansión. Una nariz rota, que rendía fidedigno testimonio de mi incapacidad para atravesar paredes, me disuadió pronto de esa idea. La solución de aquel problema parecía hallarse completamente fuera de mi alcance, por lo que el asunto daba incesantes vueltas en mi cabeza mientras reposaba aquella noche, sin poder dormir, en mi blanco lecho de raso. Entonces llegó a mis oídos, clara como la piel de un ángel mutilado, ululante como el frío viento que atraviesa una cripta en la noche brumosa, la voz de aquel espectro del que no lograba desembarazarme. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». Reconocí de inmediato sus horrendos timbres argentinos: ¡era la voz de Dios! ¡Cada inflexión lo delataba como el autor de mis domésticos calvarios! De modo que se trata otra vez de ti, insoportable Cíclope de las concavidades celestes. ¿Para qué me llamas en medio de la noche, mientras mis afiebrados ojos intentan conciliar el sueño? ¿Y a qué vienen todas las pueriles intromisiones incorpóreas con las que a diario perturbas esta terrena morada? ¿Acaso no tienes divinas labores de las que ocuparte en tu empírea sala de mandos, o planetas con los cuales entretenerte haciendo juegos malabares, que así vienes a interrumpir el reposo de quienes ya te han manifestado que no te aman? ¿O es que visitas esta mansión porque te has impuesto la loca penitencia de gemir y lamentarte en todos aquellos lugares en los que has cometido alguna sangrienta fechoría? Dudo que, aun siendo un dios, cuentes con el tiempo y la velocidad suficientes para apersonarte puntualmente en todas las escenas de tus cuantiosos crímenes, pero sea: descarga tu llanto en estos aposentos que han sido testigos de quién sabe qué clase de atrocidades, lava con tus lágrimas la sangre con la que has manchado estos viejos muros mohosos, y vete sin hacer más ruido para permitirme descansar por lo que resta de la noche, llevándote contigo esas herrumbrosas cadenas que sin duda has arrancado al escapar de la decrépita celda en la que te tenían atado las autoridades del hospicio de alienados. Te estaré sumamente agradecido, y hasta quizás esboce una somera plegaria pidiendo por la pronta recuperación de tu salud mental, si tienes a bien no volver a presentarte bajo mi techo sin la urbana etiqueta de una previa invitación. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». Sí, Eterno, sé a qué has venido, pero lamento tener que ser yo quien te diga que tus afanosas incursiones en este mundo serán en vano: no encontrarás aquí lo que vienes a buscar. Reconozco, sin doblez alguna, haber sido tu vil asesino, y entiendo perfectamente que ahora tu alma en pena guste de venir a clamar venganza, como la ciclópea sombra del remordimiento, a la cabecera de mi lecho suntuoso, pero no lograrás hacer que me levante a estas horas para cargar en un saco tus huesos insepultos y dirigirme al cementerio más cercano a fin de proporcionarles una adecuada tumba en tierra sagrada. Además, a esta altura ignoro a dónde han ido a parar todas las diversas piezas que conformaban tus megalíticos restos mortuorios, demencial rompecabezas que hoy día me sería imposible reagrupar y rearmar. Ya no me lo sigas reclamando con esta fantasmagórica obstinación digna de mejores causas: tu soberana carcasa permanecerá eternamente sin reposo, por mucho que noche tras noche te presentes en mi morada con todo tu funesto aparato de ruidos y perturbaciones ectoplasmáticas para intentar privarme también a mí de aquel. ¿Es que negarme el descanso constituirá tu infantil manera de vengarte? Ahora que sé a quién pertenece la sombra que me acosa, podrás tenerte por afortunado si no te arrebato esa sábana harapienta y agujereada en la que te enfundas para abrigarme con ella al darme vuelta para seguir dormitando. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». ¿De qué te quejas, Soberano inclemente? Tu espíritu informe ha quedado atrapado en una antigua casa, ¿y qué? ¿Acaso no están los espíritus de todos nosotros, tus criaturas, atrapados de igual modo en estos vetustos y frágiles cuerpos que nos has dado, y a menudo también en un siglo al que no pertenecemos pero al que inmisericordemente nos arrojaste mientras reías con las barbas llenas de espumarajos y las facciones desencajadas? Bienvenido a tu mundo, Dios: lo que padeces ahora es lo mismo que ha padecido desde siempre toda la vida que has creado. El sufrimiento de una sofocante prisión contra cuyos estrechos límites chocan nuestras inútiles alas, la celda de un envoltorio terreno que no vemos como propio, el cepo de una naturaleza que no es la nuestra, los grilletes de un tiempo cuyas costumbres lo vuelven ajeno a nuestra forma de ser y el calabozo de un siglo de cuyos pesadillescos barrotes sociales no nos es posible escapar: tales son algunas de las multitudinarias desdichas que nos has legado a tus vástagos, y que ahora quizás por fin te toque a ti sufrir en alma propia. De modo que actuarías con innegable inteligencia y decoro si te limitaras a soportar tu nueva realidad sin todos estos llantos y gemidos con los de que continuo asaltas mis horas. Guarda el respetuoso silencio del recato, devuelve tus lágrimas siderales a su hermética urna, súmete en el resignado reposo de una quietud sempiterna y líbrame por fin de tu presencia fantasmática. Nada ganarás buscando mi inconmovible hombro para gimotear por tu metafísico confinamiento: tienes lo que mereces, y no podrás encontrar consuelo alguno entre las incontables criaturas que, por crímenes que ignoran haber cometido, purgan una inefable condena en estos dolorosos presidios materiales a los que tu dudosa justicia las ha sentenciado. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?». ¡Oh, ya no insistas más, terco Demiurgo! Pierdes tu tiempo con esos desgarradores sollozos y esos ayes ultraterrenos: no abandonaré esta reluciente mansión de la que intentas expulsarme. Si quieres que convivamos entre sus paredes, como alguna vez lo hicimos en los marmóreos aposentos de tu encumbrado Empíreo, no habré de oponerme; pero depón ya tus conatos de alejarme de estos opulentos recintos cuyo usufructo he ganado legítimamente. ¿Es que no quieres entenderlo? ¡Tengo todo el derecho del mundo a habitar aquí, entre los palaciegos salones de esta antigua edificación, rodeado de continuo por todos los lujos del oro, las piedras preciosas y las bellas artes! No te quejes conmigo: yo no he tenido nada que ver en el asunto. Te lo digo y te lo repito, Regente etéreo: no es en mí en quien debes posar tu mirada con el célere ceño de la sospecha. No ha sido en lo absoluto mi culpa el que, en su último cónclave en la basílica, tus propios cardenales hayan decidido, persuadidos por mi extática elocuencia y mis beatas costumbres, coronar con una fumata blanca la elección de mi persona como tu vicario entre los hombres, concediéndome así por morada esta fastuosa residencia papal que se emplaza, enhiesta y mayestática, en el corazón mismo de tus históricas tierras vaticanas. Dijo el fantasma: «¿Por qué?, ¡ay!, ¿por qué?».

Los misterios del gusano



Extrañas voces resonaban de continuo en mi cabeza. El fenómeno me acompañaba desde las más tempranas etapas de mi pubertad, y, si bien siempre había fingido no concederle la menor importancia, lo cierto es que a menudo me dejaba ganar por el temor de que algún día mi cordura se viese finalmente quebrada. ¿Me estaría volviendo loco? ¿Qué podía significar esa incesante sinfonía coral de contrapuntísticas vocecillas que vibraban en mi cráneo, como una enloquecedora gota china, y que horadaban mis nervios hasta el punto de suponer ya una verdadera amenaza para el cada vez más tambaleante equilibrio de mi desfalleciente sanidad mental? ¿Es que nunca querrían callarse de una vez? Por mucho que golpeaba mi cabeza contra los muros, emulando la recia contundencia con la que el ariete embiste los portales de un castillo asediado, me resultaba del todo punto imposible apagar ese babélico pandemonio de susurros para envolverme por fin entre las salutíferas alas del silencio. La paz era un bien desconocido para mí, y, aunque ninguna de esas evanescentes voces me ordenaba matar, lo mismo me entregaba al ejercicio del asesinato para intentar paliar un poco la colérica furia que engendraba en mi ánimo esa ruidosa injusticia labrada en contra de mis atribulados lóbulos cerebrales. ¿A qué podía deberse ese odioso taladro de acentos que, reales o imaginarios, invadían noche y día mi mente a través del más variado surtido de timbres y tonos, abarcando con holgura todo el extenso rango de las tesituras vocales registradas por el oído humano? A la hidra de mi conciencia no podían esas sibilantes modulaciones pertenecer, puesto que, como un Heracles jugando con las serpientes enviadas por Hera, había estrangulado todas sus cabezas ya en mi cuna. ¿Obedecería acaso ese funesto calidoscopio coral a los fantasmagóricos intentos por ingresar a este mundo de las almas de mis víctimas, que, azuzadas por las negras erinias de justicia, me perseguían vengativamente con sus lamentos quejumbrosos? ¡Ay!, ¿y es que nunca, nunca querrían callarse de una vez? ¡Deponed ya vuestro inútil acoso, vagas inflexiones espectrales que en vano intento alejar pegando manotazos en el aire circundante: no me arrepentiré de aquello que he perpetrado! ¿Qué venís a hacer a este mundo del que ya habéis sido expulsadas por mi mano, como espíritus errantes que retornan en la noche para reclamar las heredades de las que alguna vez se vieron violentamente despojados? No pienso ir a depositar en un camposanto vuestros huesos sin reposo. Mas ¿a quién quiero engañar? Ya no puedo resistir esta cacería de la que me hacéis víctima. ¡Oh, apiadaos de mí, vindicativas mensajeras paranormales, os lo suplico mientras me prosterno en contrita actitud: liberadme de este calabozo sonoro, cesad en vuestras hirientes letanías de venganza, y restituidme al imperio de la paz! ¿Qué debo hacer para aplacar vuestros furores de ultratumba? Hablad, ultrices ministras, mas sed concisas pues ya no os soporto. No habré de rehuir a penalidad o empresa alguna que impongáis a mi destino, con tal de que eso sirva para acallar el inagotable manantial de vuestras sombrías coloraturas. ¡Vamos! ¿Os negáis a dictarme la severidad de un castigo expiatorio? ¿Es que no descansaréis hasta hacerme enloquecer? ¡Ah, funestos graznidos, que estalláis en horrísonas risotadas como una bandada de grajos: ahora sabréis de lo que puedo ser capaz al ser desbordado por los torrentes de la ira! Sí, ya veréis; encontraré la procedencia de los fluctuantes murmullos con los que me atormentáis desde el inicio de los tiempos y os estrangularé una tras otra sin perdonar a una sola de vuestra polifonía espectral, aunque para ello tenga que viajar hasta el limbo mismo a fin de dar con vuestros metafísicos paraderos. Pero ¿qué es eso que llega a mis oídos ahora? Una voz se eleva por sobre las demás, fervorosa, como si fuera un corifeo trágico que deja atrás al resto del coro para desarrollar, en soledad, el decurso de la acción entonando un lúgubre recitativo secco. Por un instante creí que su procedencia era la de ese cadáver sacerdotal que, tendido a un lado del altar de esta iglesia abandonada en la que habito, lugar donde lo dejé al quitarle la vida que latía en su pecho, lleva ya bastante tiempo en estado de descomposición. Los acentos llegan a mí con claridad; escucharé, pues quizás en sus palabras se encuentre por fin la satisfactoria explicación para este sobrenatural misterio:

«Lucifer es mi pastor, nada me puede faltar. Él me hace descansar en corruptas sustancias y repara mis fuerzas; me guía por el recto sendero. Aunque camine por el valle de la sombra, no temeré mal alguno, pues él está conmigo: su vara y su cayado me infunden confianza. Y a él dirijo ahora mis preces, con doblados anillos, aunque no sea yo más que un mísero gusano necrófago retozando junto a mis hermanos en estas lívidas ruinas humanas. No es mi deseo importunarlo con mis humildes plegarias, ni mucho menos entorpecer sus divinas labores con mis insistentes salmodias, pero soy su criatura y tengo derecho a descargar en su oído la pesada carga que llevo en mi corazón. Cuando su mano creó nuestro mundo, asesinando a un hombre para darnos esta tierra fértil en recursos y alimentos, nos confirió el milagroso don de la vida, y por ello le agradezco. Dicen que nos hizo a su imagen y semejanza, aunque menores en magnificencia y tamaño a su egregia efigie de serpiente, como invertebradas e inofensivas copias de su ser. ¡Es que nada puede igualársele! Y nada puede igualar tampoco su misericordia y su bondad. No conforme con habernos concedido la existencia, él nos ha dado este inagotable maná que es todo nuestro sustento, así como este benigno clima que favorece el proceso de licuefacción de nuestro suelo. Hay quienes afirman que nuestro Padre se ha olvidado de nosotros, o incluso que nos ha hecho sin querer, que sólo hemos sido un fatal accidente, pero en la abundancia de la corrupción que nos nutre encuentro prueba suficiente de que su Providencia vela por nuestro bienestar. Y cuando nuestras fatigas en este magma putrilaginoso hayan terminado, nuestras almas serán recibidas en su seno; pues somos sus hijos. Mas la ingratitud anida en nuestra conducta. Mis hermanos, entregados a la explotación sistemática de todos los recursos naturales que nos ofrece con generosidad este verdadero jardín del Edén, este idílico paraíso donde no existen ni la enfermedad ni el hambre, no dirigen nunca sus pensamientos hacia el más allá; viven como si sus voraces apetitos fuesen la única realidad posible de este mundo, su única explicación y fundamento. Pero yo elevo mi mirada por encima de este patrio cadáver que nos vio nacer, oteando el horizonte con mi rudimentario sistema fotorreceptor en busca de distantes esferas que no me atrevo a imaginar, y me empequeñezco ante la pavorosa magnitud que el universo parece esconder a nuestros ciegos ojos. ¿Será verdad que en las lejanías siderales existen otros cadáveres habitados por seres similares a nosotros? Y, en caso de ser así, ¿serán esos mundos también creación del Magno Ofidio, o serán obra de otros dioses? Sólo tengo una mente de gusano; nada puedo saber. ¿Qué lo habrá movido a hacernos? Veo a menudo en mis hermanos, cuando llegan a una provecta edad, la aparición de legítimos conatos de reproducirse y engendrar nuevos vermes. ¿Existirá también en una esencia espiritual como la de los dioses un deseo así? En tal caso, su amor hacia nosotros ha de ser el amor de un padre. He oído decir que, tras crear nuestro mundo y darnos la vida, descansó: ¿existe alguna garantía de que haya alguna vez despertado? No quiero pensar que, al rezarle, estamos hablando solos. Los sacerdotes afirman que nuestra distante primera generación de antepasados cometió una atroz transgresión, probando el fruto del saber que reposaba en las enramadas frondas de la edénica corteza cerebral de nuestro mundo, lugar que sus descendientes no hemos llegado a conocer. Desde entonces, no es sin fatiga que obtenemos la pultácea materia que constituye nuestro sustento, y una condena pesa sobre nuestras almas hasta que cierto mesías vermiforme llegue y muera por todos para expiar aquel pecado original. Pero nosotros, hijos de la culpa aunque jamás hayamos cometido un solo acto injusto en nuestras vidas, debemos someternos a la pena y agradecer aún. Somos pecadores por herencia, culpables genéticos, pues así está escrito en antiguos códices epiteliales que nuestros clérigos han llegado a leer, ¿y quién puede poner en duda los dictámenes de la palabra del Señor? Aun así, ignoro por qué también yo, que nunca he pecado de obra ni de pensamiento, debo cargar con esa cruz. ¿Acaso mi mera existencia es afrentosa para el Creador? ¿Es ese el alabado don que se me ha dado forzosa e inconsultamente, un don cuyo mero recibimiento me hace culpable y pasible de castigos eternos? Mas confío en la sabiduría y la misericordia de aquel que me engendró: sin duda nuestros sacerdotes han de haber malinterpretado sus signos. Yo quiero creer. Caso contrario, ¿cómo podría mi vida desarrollarse sin la fuerza que mi fe en la existencia del Altísimo me brinda? Cuando soy víctima de injusticias, desplazado por mis hermanos más vigorosos, que se aposentan brutalmente sobre los platos más codiciados pese a que yo había llegado a ellos primero, ¿cómo podría consolarme si no fuese por medio del conocimiento de una justicia eterna, que tarde o temprano sobrevendrá, alcanzándonos a todos? Y entonces los que se han aprovechado de los débiles arderán, y entre indescriptibles agonías harán rechinar sus órganos masticadores. Así lo ha asegurado el sumo sacerdote; y yo le creo. El Artífice vela sobre nuestro mundo y con su ojo todo lo ve, para que la injusticia nunca salga victoriosa. Y si no soy resarcido aquí de todo aquello de lo que se me ha despojado, lo seré en el otro mundo; pues él nunca consentiría que sucediese de otro modo. ¡Cuán grata es la vida a su eterno e insobornable amparo! Amo vivir. Y es por eso que te rezo devota y fervientemente, oh divino Dragón: para que me acojas bajo tu ala protectora y te acuerdes de mí. No puedo saber si somos tus únicos hijos o si has dado lugar a otros mundos con tu sanguinario puñal creador; no puedo saber si observas omniscientemente a tus criaturas o si las has dado al olvido a todas, ocupándote sólo de tus predilectas o bien de las más recientes; no puedo saber si nos amas o si nos odias o si te somos por completo indiferentes... ¡no puedo saber siquiera si existes o no, Hacedor, o si algún día, mediante el irrefrenable proceso colicuativo que, producto de nuestra imprudente voracidad, destruye el medio ambiente por ti creado, pondrás fin a nuestro mundo y nos despojarás para siempre del tejido necrótico que nos permite existir!, pero, en cualquiera de los múltiples casos enumerados, espero que puedas oír esta súplica que elevo hacia ti entre los humos del sacrificio y orlado por los sagrados atributos de la devoción. ¡Escucha mi plegaria, flamígero Lucifer! Escucha mis humildes aunque irreprochables clamores de justicia, aparta de mí toda duda y, sin escatimar tu clemencia, no difieras enviarme una clara señal. Pues tú me has hecho, y amarme es tu deber».

El voyeur de las nubes



Antes de que el navío de mis esperanzas naufrague una vez más al colisionar contra las adustas rocas de la realidad, debo solicitaros que, cortando por un momento la yugular al malhumorado escepticismo de torva mirada, concedáis a mi pluma la magnánima licencia no ya de escribir sobre Dios como si este existiera, sino incluso de hacerlo como si no lo hubiese matado ya unas treinta veces en las páginas precedentes. Os aclararé de antemano que, si esperáis que por tal indulgencia os dé solícitamente las gracias, podéis ya mismo cerrar este volumen de blasfemias y marcharos de aquí secando de vuestros rostros el certero salivazo del desprecio: os he visto por milenios enteros dar pábulo, crédula y acríticamente, a las más delirantes historias bíblicas como para que ahora os queráis venir a hacer los exigentes conmigo. Mas no es de esto de lo que deseaba escribir hoy en mi diario, sino del resonante caso policial, que conmovió a la prensa y, por consiguiente, a las siempre dóciles y mudables mareas humanas, en torno al atroz y sangriento asesinato de aquel que en el lejano inicio de los tiempos se arrogó para sí mismo el indisputable título de Creador del universo. Pero será mejor que comience mi crónica por el principio, remontando para ello, con grises alas agujereadas por la voracidad de malsanas polillas aquerónticas, el tortuoso curso de mi memoria hasta sus orígenes más remotos.

Cierta vez, mientras transitaba yo aún inocentemente y entre tropiezos por los luminosos senderos del florido jardín de mi infancia, un anciano de grave aspecto y severos anteojos admonitorios se me acercó, vomitado del oscuro portal de una difusa parroquia hacia las tierras soleadas en las que yo me recreaba, y, tras censurar con firmeza las tempranas fechorías a las que mi ánimo se entregaba con visible fruición, me advirtió que ninguno de mis desmanes quedaría libre de castigo, puesto que Dios observaba insomnemente todas nuestras acciones y examinaba con insobornable minuciosidad cada uno de nuestros más íntimos pensamientos, como un viejo voyeur. No bien escuché tales reconvenciones, decidí asesinar cuanto antes a esa fisgona deidad que con tan alevoso desparpajo intrusaba nuestras conciencias y monitoreaba nuestro trajinar por este mundo: necesitaba un poco de privacidad. Además tenía planeado perpetrar un gran número de delitos en mi madurez, razón por la cual no habría sido muy prudente de mi parte dejar con vida a semejante testigo ocular. Para decirlo en pocas palabras, las atribuciones plenipotenciarias que, según me avisaban, Dios se había otorgado a sí mismo al insuflar la vida en sus criaturas dábanse de bruces contra mi celoso sentido de la libertad; y más aún si sopesaba la idea de que mis crímenes terminasen siendo algún día juzgados por un ser a todas luces casi igual de criminal que yo: ¿con qué derecho? Deberían haberme preguntado de antemano si estaba o no de acuerdo con nacer en un mundo regido por reglas de juego tan arbitrarias y despóticas. ¡No, no, no y no! ¿Quién firmó en mi nombre que las cosas podían ser así? Permitidme examinar el contrato. ¿Es decir que me crearon y me dieron mi supuesto libre albedrío tan sólo para espiar luego, a hurtadillas, todo lo que pienso y condenarme al Infierno por ideas circunscriptas a mi ámbito privado? ¿Y a eso lo llaman un acto de amor? ¡Perversa trampa! Cuando un humano, tras mucho meditarlo y someter a evaluación los pros y los contras, toma la sabia determinación de celebrar un pacto satánico, ofreciendo en venta su alma a cambio de algún codiciado don, el mensajero diabólico que se le presenta pone a su disposición un documento claramente legible que el peticionario, tras haberlo desmenuzado concienzudamente en cada una de sus numerosas cláusulas y haber expresado su conformidad con todas ellas, procede a firmar con su sangre. ¡Pero aquí no había nada de nada! ¡Ni papel, ni signaturas, ni sellos, ni acuerdo alguno entre las partes! ¿Cuándo solicitaron mi permiso para instalar una cámara de seguridad en los sagrados recintos interiores de mi cerebro? ¿Cuándo explicité aquiescencia alguna para dejarme palpar regularmente de ideas? ¿Por qué debo soportar este fantasmagórico totalitarismo ético en el que cada uno de mis pasajeros desvaríos es inescrupulosamente viviseccionado por el quirúrgico escalpelo ocular de un completo Desconocido? Y si yo quiero ver lo que piensa y hace Dios, ¿por qué no puedo? ¿Dónde está la reciprocidad? ¿No tendría Él que darnos el ejemplo? ¿Qué tiene que esconder? ¡Es injusto! A mayor poder deben corresponder mayores obligaciones: ¿por qué no nos rinde Él cuentas de sus actos a nosotros? ¿Por qué es mi mente y no la suya la que está sujeta a una póstuma autopsia moral? Hubiesen aclarado desde el vamos que era sólo en comodato que se me otorgaba el temporal usufructo de mi libertad cerebral: me dan las neuronas pero, si no las uso como Dios dispone, me castigan. Inflamado ante tamaña estafa, decidí pasar un año entero de mi niñez con la mente en blanco, postrado en mi lecho de raso, exánime, sumido en un estado vegetativo voluntario que llenaba de estupor a mis mayores y de perplejidad a los médicos, abrigando la esperanza de que con el tiempo el Supremo se aburriera y dejara de mirar mi canal; pero nada: al cabo de un año aún podía sentir sus ojos ahí, posados ceñudamente sobre el enrevesado laberinto de mis infames proyectos. Los siguientes meses los consagré al acabado estudio de la flauta de Hermes y de los más recónditos secretos del arte de la música, pero ninguna melodía dórica, frigia, mixolidia o en cualquier otro modo se mostró capaz de sumir en el sueño a ese Argos Panoptes moral y de poner así un fin siquiera momentáneo a su perpetua vigilancia. No había caso: ese topo huraño y recalcitrante seguía hurgando inquisitorialmente en mi conciencia, amparado en un diabólico derecho que se había conferido a sí mismo de manera unilateral y al que yo debía someterme, con resignación, en virtud de no sabía bien qué clase de obligación contractual adquirida compulsivamente durante mi involuntario nacimiento. De modo que quedó así tomada en mi interior la inamovible resolución de asesinar de una vez para siempre a ese indiscreto Voyeur del mundo humano, que desde lo alto de su nubosa atalaya empírea nos enfocaba sin cesar con su intrusivo telescopio. Me aboqué entonces de lleno a la detenida y sistemática planificación de ese crimen portentoso, que debía ser lo suficientemente perfecto como para garantizarme una sempiterna impunidad. Haciéndome el que cavilaba sobre cosas sanas y edificantes, diseñé un intrincado código de pensamiento cifrado mediante el cual todas las ideas que pasaban por mi cabeza significaban algo completamente distinto, de tal manera que para el observador casual e incauto yo aparentaba meditar en ofrendas y en actos de amor y de paz cuando en realidad me hallaba entregado a la maduración de satánicos planes de destrucción y matanza. Merced a ese hábil ardid de fingimiento, los diversos detalles del futuro deicidio fueron minuciosa y trabajosamente pergeñados, durante incontables noches en vela en las que la fatiga de alas de murciélago y el tiempo de alas de cuervo horadaban mis huesos con inclemencia, sin que aquel abominable Ojo sin párpado atinase a sospechar demasiado. Y fue de ese modo que, en una gélida noche invernal en la que el vapor ascendía de las bocas de tormenta y los roedores corrían presurosos a un lado de los cordones de vereda, consumé imprevistamente, en los oscuros pliegues de sombras de un callejón sin salida, un pequeño crimen a fuer de señuelo. No bien las entrometidas narices de ese depravado Manoseador de conciencias ajenas asomaron, como siempre, sobre mi psiquis recientemente culpable, husmeando el aroma del delito para tomar en su cuaderno de la vida inmediata nota de aquella flagrante mala acción, no bien esa ciclópea pupila intrusa despuntó como la aurora sobre los tempestuosos piélagos de mi espíritu criminal, tomé a Dios por sus barbas entrecanas, le arranqué de una buena vez con mi cuchilla su funesto ojo acosador, artífice de toda su omnisciencia insoportable, y lo apuñalé innumerables veces en medio de una furia poco menos que vesánica. El hedor de la sangre divina purificó de inmediato, como aire de montaña, mis consumidos pulmones, y el deleite de una libertad verdadera comenzó a embriagar mis sentidos con celeridad: ya nadie podría volver a leer en los rugosos lóbulos de mi cerebro, como si fuera sobre un claro pergamino, las vastos trazos de mi maldad inigualable. Al día siguiente, los asustados vecinos del callejón descubrieron la carnicería, espantosa mutilación espiritual que no tardó en opacar a todas las demás crónicas policiales del momento. Los periodistas urdían las hipótesis más descabelladas y la opinión pública se dejaba arrastrar mansamente de un lado a otro como molesta pelusa de plátanos portada por el viento. No había ninguna huella, ningún testigo, nada, absolutamente nada para dar con el asesino del Creador. Nada salvo por una simple pista: ningún humano jamás podría haber llevado a cabo una acción semejante. Con ese simple indicio obrando en poder del investigador del caso, mi impunidad comenzaba a correr peligro. No tardó el fiscal a cargo, así pues, en obtener una orden judicial de allanamiento para irrumpir en mi morada. Pudo, de ese modo, encontrar en mi freezer el brazo derecho del Señor, algo roído ya por mis famélicas mandíbulas. Fui detenido en el acto y se inició sin demora el proceso criminal en mi contra, pero por un tecnicismo legal pronto quedé en completa libertad: la humanidad había olvidado legislar que Dios pudiera ser considerado un sujeto de derecho. A los efectos de las leyes positivas amparadas por los códigos civil y penal de mi nación, yo era tan imputable como quien, sin previa orden judicial de desalojo, exorciza de su hogar a un fantasma. Culpable, sí, pero de un crimen que ningún jurista había atinado a prever a la hora de sancionar oportunas normas punitivas. Dejando atrás mi presidio, pues, retorné al mundo de los hombres, pero el panorama que se alzó entonces ante mi mirada me llenó de inefable consternación: obliterado por mi mano el Vigía que escudriñaba nuestras conciencias desde su celeste panóptico, la raza humana se retorcía ahora presa de locos deseos de ser observada y juzgada por alguien. Acaso la ausencia del Sumo Espectador la empujaba a sentirse sola, desamparada, insignificante, vacía... lo cierto es que allí estaban todos los miembros de su especie exponiéndose a toda hora en ámbitos electrónicos, vendiéndose como productos en ubicuos escaparates virtuales, narrando minuto a minuto todo lo que hacían con sus anodinas existencias y dejando ante los ojos del orbe registro escrito de todo cuanto por sus mentes pasaba. Pedían a gritos que el hombre, nuevo dios del mundo por lógica sucesión hereditaria, los observase en todo momento como lo hacía antaño su Padre, y que juzgase además cada uno de sus pensamientos y actos. Necesitaban sentirse constantemente acechados, ofrendar todos los secretos de su intimidad a algún público o estamento superior que los aprobase o condenase. El poeta romántico escribía sobre sí mismo e introducía el subjetivismo en el arte; el mercader plagaba las ciudades de cámaras que, con la excusa de prevenir el delito, guardasen constancia de cada movimiento humano; el adolescente, seducido por los sonajeros de una fama transitoria y carente de mérito alguno, participaba con gusto en programas que lo filmasen durante las veinticuatro horas; el insignificante posaba la lupa de un millón de diapositivas sobre su costosa cena y su turístico viaje; y el ama de casa, atemorizada por la latente amenaza terrorista agitada por los medios, mostraba su aquiescencia a que el gobierno de turno interceptase sus frívolas comunicaciones. Muerto aquel Centinela que montaba infatigable guardia sobre todas las actividades y pensamientos terrenos, el hombre precisaba desesperadamente reemplazarlo por alguna instancia semejante, por algún otro voyeur permanente que le sirviese para dar algún tipo de sentido a todas sus microscópicas acciones, perdidas en la ciega inmensidad cósmica de un frío e impávido universo, y que le permitiese así creer en la falacia de que su vida no era intrascendente por completo. Tal era, después de todo, la esperable consecuencia de descubrir que habíamos quedado profundamente solos en medio de la nada. En un mundo en el que quien no era mirado no existía, el sacrificio de la privacidad era un precio que todo individuo parecía dispuesto a pagar. ¿Y acaso no es también este infernal manuscrito, que mi pluma garrapatea sin descanso hasta el despuntar de cada aurora y en el que confieso tanto mis crímenes como las angustias que consumen mi mente, una muestra más de esa imperiosa necesidad de visibilidad que nos aqueja como una tortura a quienes ya no tenemos ningún Dios vigilándonos en lo alto?

El vástago luciferino



Hubo un lejano tiempo en el que casi creí ser un humano. Según cuentan, mi llegada a este mundo no difirió en absoluto de la de los millares de niños que día a día son expulsados, en odioso despropósito, de sus húmedos y ambulatorios refugios prenatales hacia la enceguecedora luz de este planeta de castigo, cuyo penetrante hedor a muerte e infamias los hace romper de inmediato en un llanto sonoro y desgarrador que sólo el filósofo acierta a comprender del todo. Y, sin embargo, he escuchado que, mientras todos los demás retoños, recién anclados en las dársenas de este puerto de miserias al que los imprudentes otorgan el apresurado calificativo de vida, dedicaban las primeras horas de su vía crucis terrestre a gritar entre lágrimas sus reproches a la Providencia, o bien a entregar, algo más sabiamente, la aún tierna esencia de sus espíritus apenas adentrados en las espinas de este mundo al embriagador olvido del sueño reparador, yo podía ser identificado fácilmente entre ellos por ser el único que, en medio de todas las cunas, elevaba trabajosamente mi cabeza pelada y, con ojos serios y desorbitados, me esforzaba por penetrar el sortilegio del horrendo espectáculo que se ofrecía a mi recién estrenada visión, lleno ya de loco odio hacia esas novedosas figuras que me contemplaban con mirada paternal y benévola. Yo no pertenecía al orden común, y eso se notó desde el primer instante. Aun así, quizás resulte inequívoco para el observador avezado el que, en efecto, yo no me alejaba demasiado entonces del tipo humano, y que, de no ser por mi entrecejo furioso, podría haber sido tomado sin mayores dificultades por un niño más entre los millones y millones de productos genéricos que son vomitados cotidianamente hacia la máquina empaquetadora de la sempiterna manufactura de la vida. Acaso el viento no era de la misma opinión, pues había aullado con inusitada violencia sobre las tierras invernales que me habían recibido en este mundo, como adivinando perfectamente qué clase de ser demoníaco era el que acababa de nacer, concebido por una virgen y parido por una moribunda. Con todo, mi familia y la sociedad se empecinaron en darme una educación vulgar, y yo la acogí no sin renuencia, pero obediente. Y las múltiples posibilidades del carácter y del temperamento fueron configurándose en mí de un modo que no carecía de extrañeza y singularidades, pero que bien podían servir de alegato en favor de mi teórica naturaleza humana, toda vez que mi conducta espontánea, labrada por el rastrillo de las normas establecidas y enderezada por la estaca tutora de la pedagogía autorizada, daba acabadas muestras de no ser sino la de un infante común y corriente, que creía inocentemente advertir en el mundo la existencia de fundadas razones para dar preferencia a la senda del bien por sobre la del mal. Algunas voces opinaban, empero, que aquel niño de serena mirada mística pero de consternantes palabras filosóficas no podía ser sino el hijo del Diablo, a lo que se contraponía un coro de profesoras y madres que aseguraban con vehemencia que esa criatura no era sino la perfecta encarnación humana de un ángel. Y no se equivocaban. Aclararé que, pese a ello, jamás llegué a ver al amor jugar en el patio de mi hogar paterno; tanto mejor. Lo cierto es que abundaban las comadronas y gitanas que se santiguaban al verme pasar con mis cortos pantalones, y más a partir del inexplicable suicidio de mi primera niñera, de la que muy poco recuerdo. Mis infantiles juegos de aquella época eran algo extravagantes aunque inofensivos, y no podré negar que me entretenía enormemente haciendo flotar platos y enseres para asustar a la cocinera o incitando a los perros de la plaza a desconocer a sus amos y atacarlos, sanos esparcimientos solitarios que poco tenían que ver con la inhumana crueldad de las manadas de niños entre los que, por mi posición social, se me prohibía mezclarme, cosa que no lamentaba demasiado, puesto que mis escasos contactos con seres de mi misma edad tendían a resultar conflictivos en grado sumo y no pocas veces arrojaban consecuencias catastróficas para mi eventual interlocutor, lo cual solía valerme severas reprimendas por parte de mis mayores aun cuando mis pies no hubiesen abandonado ni por un instante el cándido reducto de la más absoluta inocencia. ¿Qué culpa pude tener yo de que, tras nuestro violento altercado por un juguete que decidí arrebatarle, el pequeño Norton muriese de fiebre durante la misma noche en la que, casualmente, la niñera me vio arrojar una extraña figura de cera al fuego del hogar? Habladurías de gente supersticiosa: mi conducta era siempre ejemplar, y mi aplicación en la tarea y en mis estudios llenaba de orgullo y admiración a las institutrices que me impartían cotidianas lecciones particulares; excepción hecha de mademoiselle Chausson, quien, tras aplazarme en aquella prueba escrita de francés, no volvió a ser vista por nadie, aunque numerosos miembros de la servidumbre aseguraban que por las noches la podían oír gritando desde distintos puntos de la casa, como si su alma en pena hubiese quedado atrapada para siempre entre los muros de la mansión o como si un sortilegio la hubiese vuelto invisible al ojo humano. Pero ¿quién podía dar crédito a semejantes supercherías y delusiones? Yo siempre fingí no oír nada. Sea como fuese, mi infantil entendimiento no encontraba jamás, en ninguno de estos episodios menores, razón suficiente para sospechar que en mis pueriles travesuras y hábitos se hiciese manifiesto algo fuera de lo normal: nadie me había explicado lo contrario. ¿Cómo iba yo a adivinar que no era del todo común que un niño aprendiese arameo, entre muchos otros idiomas y ciencias, de ese giboso duendecillo que todas las noches se introducía sigilosamente por entre los cortinajes amaranto de mi lecho de reposo para venir a sentarse sobre mi zona pectoral y hablarme de cosas prodigiosas? Y otro tanto podía decirse de las extrañas voces que llegaban a mis oídos cuando, escapando de la estrecha vigilancia de mis celosos preceptores, corría hacia los bosquecillos de mi residencia y me perdía entre los árboles añosos que poblaban la oscura floresta. A veces pronunciaba las palabras secretas y el Alala aparecía ante mí, pero yo no imaginaba que hubiese nada de malo en ello: para mí se trataba de una circunstancia perfectamente normal en la ordinaria existencia de cualquier infante, lo mismo que hacer brotar de la nada el blanquecino estigma de la lepra en la piel de quienes me contrariaban o encrespar con mi mirada las tormentas: ignoraba que estuviesen vedadas al común de los hombres esas proezas que para mí no constituían mucho más que meros ejercicios rutinarios. En suma, yo no contaba con indicio alguno para presumir que mi naturaleza no fuese anodinamente humana y que el futuro no guardase para mí el usual recorrido por las adocenadas sendas del entramado familiar, laboral y social: mucho se me ocultaban entonces los latentes e insoslayables signos que ya me delataban, y que me condenarían con el tiempo a transitar esta vida de abrumadora soledad y dolor en la que por ningún lado encuentro un lugar o un semejante. Y, por otra parte, al ocurrir aquel sangriento suceso mediante el cual podría haber intuido a tiempo la verdad, para así abandonar desde temprano mis estériles intentos de parecerme al ser humano y de adaptarme a este mundo, todos mis mayores se habían mancomunado, con éxito, para convencerme de que mi padre no se hallaba en el saludable uso de sus facultades mentales cuando, arrastrándome a una iglesia y recostándome sobre su altar, intentó apuñalarme con unas singulares dagas esotéricas y la policía se vio obligada a acribillarlo para preservar mi vida, de la que él quería deshacerse alegando que su hijo era una especie de Anticristo. ¿Qué podía saber yo? No por ser el Demonio dejaba de ser un niño.

La mascarada infernal



A veces extraño la vida en el Infierno. Acontéceme especialmente tal fenómeno, la magnitud de cuya novedad tampoco amerita, a mi juicio, que el lector permanezca un segundo más con la boca así abierta de par en par, cuando con torva mirada observo a mi alrededor y advierto, sin sorprenderme, la pasmosa hipocresía de estos inconsecuentes abortos de demonio que, llenos de ínfulas y con un elástico fingimiento que podría sumir en la estupefacción al mismo Proteo, pretenden ser catalogados, en el voluminoso y siempre abierto libro de la Naturaleza, ni más ni menos que con el artificioso mote de «seres humanos». ¡Infame mascarada! No bien mis pasos hicieron su fatal arribo a este mundo, tras cruzar las circunfusas regiones nocturnales en las que la aurora boreal murmura sus taciturnos enigmas al viajero que la roza con su ala, quedé inmediatamente deslumbrado por esa distinguida especie que desplegaba las enseñas de su señorial dominio a lo largo de los cinco continentes del orbe. En efecto: a primera vista, el humano me parecía tocado por una rara aureola de nobleza. Y por mucho que fatigaba mi mente en nuevas y más profundas observaciones, el huraño promontorio de la incredulidad salía invariablemente a mi encuentro, arrojando a mi faz la sombra del estupor, cada vez que mi juicio transitaba la paradójica idea de que una criatura hecha a imagen y semejanza de un Dios criminal pudiera guardar un modo de vida tan casto y virtuoso. ¡La astilla me resultaba tan distinta al palo del cual procedía! ¿Se trataría acaso de una creación de otro dios, más sabio y afable, al que Yahveh había dado muerte para arrebatarle su invento con las arteras armas del plagiario? La suposición no se me antojaba del todo inverosímil: con frecuencia le había visto llevar a cabo aún más tristes proezas. Lo cierto es que allí estaban los bellos y soñadores ojos del hombre, de pudorosas pestañas, que parecían desmentir la vil ruindad de su Soberano. Abrumado por tal prodigio, cuya plausible explicación se sustraía una y otra vez a las infructuosas redes que mi imaginación arrojaba al encrespado piélago de los misterios, me hallaba ya a punto de ceder con resignación al ceñudo imperio de la evidencia cuando, repentinamente, un sutil tintineo a mis espaldas atrajo la inmediata atención focal de todos mis sentidos: un antifaz, ornado con negras plumas y brillante pedrería, acababa de caer al suelo en un fatídico descuido de su portador. Elevé mi mirada hacia aquello que había permanecido hasta entonces oculto tras tan artificioso adminículo: se recortaba así por vez primera, ante mis atónitas y dilatadas pupilas, el verdadero rostro de la humanidad, perversa y traidora criatura amamantada por el vicio. ¡Ah, qué semblante aquel que se ofrecía a mi escrutinio interminable! La tosca cuña del egoísmo había esculpido con esmero, en la ajada mampostería de esas disolutas facciones, las indelebles huellas de la depravación y del dolo. ¿Es que podía existir una criatura que igualase en perfidia al Altísimo y a todos los miembros de mi estirpe demoníaca? Así lo hacía presumir aquella visión que me había petrificado por completo, y en la cual por fin el humano se revelaba como auténtico receptáculo del fácilmente identificable código genético de su Hacedor, cuya paternidad ya no hacía falta seguir poniendo en duda, tan manifiesta era la filiación de ese inequívoco ADN de hipocresía que a todas luces los emparentaba a ambos. En cuanto vi al hombre así despojado de su engañosa máscara, completamente desnudo en medio de ese decadente teatro de imposturas morales y travestismos ideológicos que, ahora lo sabía, era el mundo, comprendí que los únicos atributos que lo diferenciaban de los moradores del Hades eran su falta de nobleza y sus notables cualidades de histrión; pues, si bien ambas razas me resultaban idénticas en su legítima inclinación al crimen, mientras los que hollaban con dignidad la ardiente marga del mundo inferior se enorgullecían de mostrarse, con irreprochable sinceridad, tal cual eran en toda su fatal degradación, el humano, al igual que su Padre, se afanaba en cambio día y noche por ocultar, con la destreza del embaucador consumado, su innata orientación vocacional por el vicio y su intrínseca tendencia al mal. De modo que, desde aquel día de colosal desengaño en que llegué a contemplar, con horror, el secreto rostro de estos arteros seres que son demonios en sus acciones y se fingen ángeles en sus palabras, experimento en mi interior una viva nostalgia por las pestilentes llanuras estigias, toda vez que percibo la enorme similitud que existe entre ambos mundos en lo que respecta a la impiedad y alevosía de sus moradores, pero sin poder dejar de notar que en este no me encuentro rodeado tanto por insignes semejantes como por falsarios criminales que escudan sus fechorías tras la cobarde fachada de la virtud. A veces extraño la vida en el Infierno, sí, ¿y cómo podría ser de otro modo? Juzgad, sin que merme la firmeza con la que vuestra palma oprime el punto pectoral en que sentís latir vuestro insensible corazón, la insoslayable diferencia que se patentiza a mis ojos entre Azazel, armonioso corifeo celeste, que aun ostentando siete cabezas viperinas logra, sin mayor esfuerzo, mancomunarlas a todas en la inequívoca dirección del vicio infernal sin que una sola de ellas contradiga ni en su más íntimo pensamiento a las otras seis, con la nada monódica doblez que existe en el único cráneo de cualquiera de estos farsantes que, cuanto más predican el humanitarismo y la tolerancia, más sobrepujan en crueldad a todos los demás seres de la Creación. Como monstruos que proyectan sobre ficcionales muros las sombras chinescas del santo y del héroe, o como pantomímicos pierrots y colombinas paseándose en un carnaval veneciano de hipocresía bajo los antifaces de la impostura y la mistificación, recurre el libertino a la máscara de la circunspección y del recato, y apela al disfraz del comprometido con los derechos ajenos el partidario de la feroz opresión totalitaria sobre el pensamiento de los demás. ¡Legiones infernales, acudid a mi lado, venid a enseñar a estos apestosos humanos un poco de sinceridad! ¡Ven aquí, Balban, viejo camarada de armas, demonio del engaño, ven y enseña a estos hombres tu comparativamente honesta mirada, ven y enséñales a decir siquiera una única, pequeña, inocente verdad! «Sincero como demonio entre los hombres» debería ser ya una extendida fórmula proverbial siempre presente en boca del sencillo campesino. Cierta vez quise mimetizarme en la mascarada general y experimentar la trágica desazón de sentirme uno más entre los miembros de este mundo. Me apersoné ante el sastre de la corrección política y ordené un vistoso atavío de mentiras con el cual engalanarme como todos. Tras calzarme ese ridículo atuendo, confeccionado con harapos retóricos arrancados de enunciativas banderas solidarias y cosido con el hilo del más falaz puritanismo, me introduje en el opulento salón en el que la gran farsa social había fijado los esplendores de su fausto. Una vez en ese grotesco baile de máscaras, en medio de un infinito calidoscopio de candelabros y un sinfín de especiosos manjares, pude ver a las grandes eminencias éticas del orbe desfilar solemnemente por la escena con pomposa vanidad, ufanándose de sus vocablos y de su inmaculada moral dialéctica. Con el hocico atorado por las más refinadas y exquisitas viandas, hablaban elocuentemente del drama de la pobreza. La afectación y el disimulo teñían cada movimiento de ese odioso entremés en el que la sociedad, tocada con sus dispendiosos antifaces y sus costosos trajes de arlequines, se entregaba al cotidiano ejercicio de sus sobreactuaciones. No faltaba nadie en ese surrealista guiñol: allí estaba el mercader en todas sus formas y avatares posibles; el político demagogo que emprende, con la actitud del mártir, una nueva cruzada nacional contra enemigos ficticios cada vez que necesita que la atención popular se desvíe de sus sostenidas incursiones predatorias a la estatal cornucopia; el joven que saborea con placer, secretamente, el infortunio de su mejor amigo; la esposa que, tras deshonrarse en la adúltera yacija, derrama la lágrima de la indignación ante la lícita sospecha de su burlado marido; el apasionado militante que se desgañita, fuera de sí, al condenar en el gobierno de signo contrario el mismo crimen que, multiplicado por diez, aplaudió antes en el propio, y que volverá a aplaudir mañana; las promesas que, recolectados ya los frutos de Eros, el hábil seductor olvida; la cordial simpatía detrás de la cual se esconde, agazapado, el sombrío interés; los ofendidos clamores con los que el resentimiento intenta ahogar la risa; el hombre, vigoroso; el anciano, experimentado; la mujer, fecunda en sutilezas; el niño, en sus ineluctables primeros pasos; y, por encima de todos, su Dios. El amanecer me vio en mi inútil huida de ese antro, con mi maquillaje de mimo transformándose gradualmente en el horrendo rostro de la tragedia bajo el matinal rocío. Acababa de entender palmariamente, con una sorpresa que no me atrevería a tildar de pequeña, misterio que llenaba de perplejidad a la ardilla y a la alondra que me oían declamar a solas en el bosque mientras gesticulaba, bajo el cielo cerrado, con desesperación, que jamás podría atreverme a confiar en la amistosa sonrisa o en las melifluas palabras del humano sin terminar, más tarde, con el cuerpo cubierto de heridas y escaras de variable gradación. Pero ¿es que acaso puede decir algo contra el hombre aquel que también utiliza un disfraz? Pues debo confesar que, cuando durante el lejano transcurso de una secreta misión divina sufrí la fatal rotura de un ala y quedé prisionero de este mundo para siempre, tomé de inmediato, por un entendible instinto de autoconservación, la medida precautoria de fijar a mi rostro, con inamovibles hilos de acero, la atemorizante máscara de un demonio; adopté luego, por medio de la mutilación y la cirugía reconstructiva, dos piernas caprinas en lugar de las mías; acto seguido depilé, en medio de agonías que me hacían hender el aire con demenciales aullidos, todas y cada una de las plumas que cubrían mis apéndices voladores; y por último, con enorme dolor, renuncié de por vida a mi bondad, que me habría delatado más que cualquier otra cosa: es que no deseaba bajo ningún concepto que los monstruosos y destructivos hijos de Dios, por detrás de sus angelicales apariencias, se percataran de que podían encontrar en mí la fácil presa de un ángel verdadero.